Txoritxo

De nuevo la ardua labor de esquivar a esos torpes gigantes que no sabían volar. Incapaces de levantar dos palmos del suelo, se presentaban siempre como el mayor obstáculo para conseguir unas migajas con las que alimentar a su polluelo. La pequeña gorrión se movía espídica, precisa y nerviosa entre los numerosos transeúntes en la plaza del pueblo. Mientras los niños jugaban con ruidosas actividades acompañados de proyectiles esféricos imprevisibles, los más grandes permanecían sentados en grupos reducidos, comiendo y bebiendo. Había uno aislado y sentado en uno de los bancos, ofrecía alimento a los pajaritos.

En pocos años, el lugar fue adoptando distintas clases de pájaros no tan frecuentes. Las aves más voluminosas no accedían de manera tan sencilla a las pérdidas de sus raciones por parte de los humanos. En ese aspecto no eran rivales, aunque atacaban a los plumíferos inferiores. Palomas, gaviotas y mirlos, además de gorriones, compartían el territorio. Esto conllevaba enfrentamientos salvajes.

Ese día, la responsable madre había conseguido dos buenas tajadas para su retoño. La primera se la ofreció veloz al impaciente vástago. Cuando fue a recoger la segunda tuvo que esquivar a varias palomas, contrincantes formidables. Una mujer observaba al pequeño animal, deseando cambiar su vida por la del concienzudo recolector. Parecía una labor sencilla, pensaba la espectadora: solo buscar comida y alimentar a su progenie. Todas las preocupaciones derivadas de asuntos económicos, problemas sociales o inseguridades estéticas eran indiferentes para la bonita gorrión.

El nido de la minúscula familia se encontraba en un árbol enfrente de un supermercado y encima de unos contenedores de basura. La diminuta cría esperaba ansiosa la segunda tajada. Ya tenía todo el plumaje, pero todavía no había intentado volar. Veía venir a su progenitora, aleteando elegante. El corazón le dio un vuelco cuando una enorme gaviota se cruzó en la trayectoria de su madre. Esta hizo un par de quiebros y se desvió, perdiéndose por un callejón.

En ese preciso momento se juntaron dos condicionantes para un hecho casi trágico: el pajarito salió de su hogar para visualizar la posición de su madre y un camión de la basura se aproximaba, por motivos desconocidos, antes de su horario habitual. La titánica máquina se paró delante de uno de los contenedores bajo el nido. Al descargar y volver a colocar el primer recipiente, dio un golpe tan fuerte en el suelo que desequilibró a la cría, haciéndola caer sobre la tapa del siguiente contenedor. Para cuando el pequeño se pudo recuperar del golpe ya estaba siendo volcado sobre los desechos anteriores ante la mirada aterrada de su madre. Era una imagen desgarradora para el ave, quien no dudó en meterse de cabeza en el putrefacto camión. Coincidió esto con la devolución del depósito vacío; la tapa golpeó a la preocupada pájara. Aturdida por el impacto, cayó dentro del contenedor, quedando atrapada en su interior. Su hijo tuvo la suerte de encontrar un hueco dentro de una lata que estaba alejada del compresor. Los dos insignificantes animalitos resultaron prisioneros y separados por la más desagradable evidencia de la presencia humana.

Rodeados de oscuridad, madre e hijo luchaban por salir de sus celdas sin éxito. La adulta rebotaba contra las paredes una y otra vez hasta que terminó cansada en el fondo del habitáculo. Impotente y también cansado, el vástago se resignó a permanecer en su oscuro refugio.

La primera en salir fue la progenitora, que voló rauda cuando un vecino levantó la tapa para verter su basura. Le dio un susto de muerte y a punto estuvo de aplastarla al soltar de golpe la cubierta. El proyectil en forma de gorrión no paró de aletear hasta llegar al nido. Estaba nerviosa y no encontraba por ningún lado a su polluelo. Removía las plumas mudadas por los dos habitantes del pequeño cobijo como si fuera posible encontrarlo escondido debajo. Se elevó y voló por la plaza pendiente de cualquier movimiento reconocible. Acabó volviendo al nido cansada. Sin saber qué hacer se acurrucó triste sobre los restos que dejó su hijo.

Los moradores del barrio al día siguiente no vieron revolotear ni recolectar a la plumífera. Esta permanecía quieta en su frío hogar. Fue de nuevo al anochecer cuando una fuerte vibración volvió a mover el árbol que sustentaba su refugio. Entonces salió de su letargo y recordó excitada la trifulca con el artefacto. A pesar de ser tarde para un gorrión se activó de inmediato. Siguió a la enorme máquina.

Casi una hora después seguía detrás del camión en dirección al vertedero. Se posó en el techo del vehículo y se dejó llevar hasta la extensa zona donde se vertía lo recogido en la cuidada ciudad. Sobrevoló los deshechos sin apreciar las dimensiones del terreno infectado que tenía delante. Curiosamente, encontraba comida por todos los lados. Se quedó medio dormida entre algodones de distintas procedencias. El olor insoportable no le impedía descansar.

El polluelo se encontraba cerca de su madre, escondido dentro de una lata de atún, prueba directa del problema con el reciclaje en la zona. Había permanecido todo el día agazapado intentando pasar inadvertido y, gracias a los astros, en ese infesto lugar había muchas más distracciones que el pequeño aprendiz de vuelo. Nada más caer sobre los antiguos restos de algún trastero reformado, se quedó paralizado por la presencia de miles de gaviotas revoloteando sobre los escombros. En el entorno también había sentido fauna terrestre que investigaba y devoraba todo lo que encontraba en su camino. Había tenido que salir, medio corriendo medio intentando volar, hasta llegar a la lata que ahora era su provisional hogar.

La noche se hizo larga.

A la mañana siguiente la estampa delante de la rescatadora no pintaba nada bien. Tuvo que elevarse para huir de una enorme rata que casi consiguió atraparla. La huida la llevó justo hacia la nube de gaviotas que sobrevolaba la zona. Varias de ellas se percataron de su presencia y fueron a por ella. Entre choques y amagos cayeron en picado detrás de la gorrión. Esta se estrelló cerca de su cría, llamando su atención. El ave adulta demostraba una voluntad titánica y esquivaba a sus perseguidoras con destreza. Luego se refugió en una vieja jaula oxidada. Las patas palmípedas de sus atacantes no podían traspasar los finos alambres de la prisión metálica y manipularla se les hacía muy difícil. A pesar de todo la zarandearon sin éxito.

Dejaron de prestarle atención cuando desde la enorme lata salió el asustado polluelo. Su progenitora lo miró nerviosa entendiendo el peligro al que se enfrentaba. La pequeña entrada a su peculiar refugio se encontraba obstruida. La única abertura estaba contra el suelo. No podía pasar e intentaba con todas sus fuerzas conseguirlo. Aleteaba contra el suelo y se dejaba las plumas en el esfuerzo mientras veía a las dos gaviotas acercarse a su hijo. Este se volvió a esconder debajo de la lata, pero ya le habían descubierto. De un fuerte golpe quedó de nuevo indefenso. Parecía el final de la corta vida del pequeño.

De repente, el terreno se movió, asustando a los dos palmípedos y provocando un enorme caos. La espesa nube de polvo que se levantó hacía imposible ver qué había pasado con los dos gorriones. La maquinaria del vertedero removía los deshechos acumulados, dejando paso a la siguiente tanda. Con el corrimiento de escombros, la angustiada mamá consiguió liberarse de la jaula. Cuando se calmó el oloroso trasiego de desperdicios localizó a su retoño atrapado en una pecera de cristal. Si no se producía otro movimiento de los deshechos no podría salir de la transparente e indiscreta cárcel.

Todo estuvo en calma varias horas mientras la preocupada madre no se despegaba de su cría, a pesar de que un extraño material les impedía reunirse. La gorrión había intentado alimentar a su retoño sin conseguir atravesar el cristal. Al final, agotada, se posó impotente al lado del hambriento pajarito.

De entre dos bolsas de basura apareció una enorme rata. El pájaro adulto pudo elevarse y salvarse así de la amenaza, pero el polluelo no podía salir de su prisión. La roedora se lanzó contra el cristal y rebotó aturdida. Empezó a olfatear alrededor de la pecera y, con gran brío, se puso a escarbar en un lateral. Poco a poco fue metiendo el hocico, mostrando sus enormes paletas superiores. El pajarito se apartó del violento intruso a la vez que este introducía la cabeza. Al no poder llegar hasta su presa hizo el agujero más grande. La pequeña ave empezó a picarle asustada en la cabeza hasta darle en un ojo, arrancándoselo de cuajo. Su progenitora se lanzó en picado y le propinó un fuerte picotazo en el lomo. Dolorida y sorprendida, la rata entró de golpe en la pecera. Chocó y lo movió todo, dejando con ello una salida clara para el pajarito. Madre e hijo se dispusieron a alzar el vuelo. Este último no pudo hacerlo a la primera, pero encontró fuerzas renovadas y potenciadas por la adrenalina que lo impulsaron hacia el cielo.

Volaron como si les persiguieran monstruos invisibles a sus ojos y presentes para los demás sentidos. Acumularon una hora de frenético aleteo hasta que la rescatadora cayó agotada entre los matorrales de las montañas colindantes con el vertedero. Se fue a posar en la rama de lo que parecía un arbusto, situado en un descampado. Necesitaba descansar un rato para poder continuar. Su joven hijo se recuperaba mucho más rápido, excitado por las posibilidades que le brindaba el poder volar. Sin embargo, sus problemas no habían acabado. La madre se intentó mover en la rama, pero estaba atrapada por una cola adhesiva. Se cayó al suelo derrotada y pegada a la trampa, a la vez que veía a su recién rescatado hijo tratando de deshacerse de su correspondiente lastre pegajoso. Un hombre apareció de repente, cogió a los dos pajaritos y los metió en una caja de mimbre.

En la penumbra de la leñosa baliza, los dos alados sufrían los vaivenes de los pasos del gigante que los había apresado. Estaban vendidos, aunque intentarían escapar a la mínima oportunidad. Era necesario descansar.

El captor los metió en una estancia llena de otras pequeñas aves de distintas especies. Algunos tenían colores que resaltaban ante los plumajes sobrios de los dos recién llegados. El humano parecía tener muchos años. A decir verdad, no les daba tanto miedo el trato con personas, ya que casi siempre eran alimentados por ellas. La gorrión estaba muy quieta, cansada. El hombre los puso en una de las perchas preparadas para posarse. Abasteció con comida distintos recipientes mientras sus nuevas adquisiciones lo observaban.

Cuando el hombre abandonó el habitáculo no lo hizo solo, ya que los dos gorriones salieron disparados detrás de él antes de que este cerrase la puerta. El anciano miró como escapaban sus dos trofeos, sorprendido por la increíble iniciativa de los animalillos. Escupió un juramento mientras sonreía divertido.

Volaron sin mirar atrás hasta reconocer el hormigón a lo lejos. La naturaleza se les hacía extraña, salvaje y peligrosa.

***

Una mujer en la plaza observaba el banquete que se estaban dando dos gorriones cerca de su mesa y se animó a ofrecerles más migas de pan. Era incapaz de distinguir a la adulta del joven polluelo, con plumajes marrones y puntas negras, pero en su mente se repetía la misma idea: «Qué fácil y tranquila era la vida de un pajarito comparada con sus problemas cotidianos».

FIN

Pues sí, es un dragón.

Lo miré desde mi balcón y sí, era un enorme dragón plagado de escamas de colores, con una robusta cola y las alas de un pequeño avión. Se lo describí a un viejo amigo residente en México y me aseguró que había viajado en aeroplanos más pequeños. Creía haber visto de todo por esas tierras, sobre todo en el día de los muertos, y me había contado que convivían con la creencia de la existencia de las criaturas más pintorescas sobre la Tierra o la no Tierra.

De verdad que entrarían muchos viajeros en la panza de la espectacular bestia.

En la calle los transeúntes no se inmutaban, más pendientes de sus teléfonos portátiles que del inusual visitante. Abstraídos por las nuevas tecnologías podrían recibir una bocanada infernal del dragón sin desviar sus trayectorias. Chocaban molestos con la dura piel escamada y seguían por otro lado. Los ancianos parecían notar algo fuera de lo normal, pero como tenían paso por los laterales no le dieron mucha importancia.

El caso es que el gigante alado no hacía daño a nadie y sabedor de su superioridad no temía nada.

Terminé la conversación intercontinental y al colgar un escalofrío me recorrió la espalda cuando sentí la ardiente mirada del exótico seudosaurio sobre mis carnes. Me escondí en el interior del pequeño y acogedor apartamento que compartía con la mujer de mi vida. Estaría a punto de llegar y se iba a encontrar a esta infranqueable amenaza. Quise llamarla, pero una garra, que destrozó la abertura en la fachada por donde accedíamos al palco privado desde el cual disfrutábamos de la actuación coral diaria en el barrio, me hizo tirar el móvil y me agarró con fuerza, impidiendo mi huida ¿Por qué había estado hablando con otro país y no con la única persona que daba sentido a este loco mundo?

Ella llegó y me vio en volandas atrapado por la grotesca mano. Con lágrimas en los ojos intentó liberarme, pero no pudo. El animal me arrastró con él, mientras veía como mi amor llamaba desesperada a urgencias. Yo esperaba que trajeran varios tanques, aunque no sería muy conveniente para mí que dispararan al monstruo.

Por supuesto que había observado que el agresor tenía alas y las usó. En cuestión de segundos ya estábamos en el aire e íbamos directos hacia la unión entre las lágrimas celestes y las lanzas ardientes proyectadas por el Sol, el arcoíris. Al atravesarlo mis manos perdieron la piel y la carne al igual que el resto de mi cuerpo. Recordé entonces algo que me había narrado entusiasmado mi amigo mejicano: los pintorescos seres en los que creían los mexicanos eran guías que ayudaban a cruzar a las lamas hasta el mundo de los muertos. Ausentes mis lacrimales, con un corazón renegando de su cometido, no entendía por qué sentía tanto dolor al perderla.

Dragones de Stygia: Antología de relatos II

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Quiero compartir con todos vosotros esta magnífica obra realizada de puño y tecla por dieciséis escritores de literatura independiente de género fantástico, entre los que yo me incluyo y que hará las delicias de cualquiera que busque acción, aventuras, suspense, terror, locura y un sin fin de emociones. Todo ello condensado en dieciséis relatos fantásticos.

Historias sorprendentes y muy entretenidas que te conmoverán. No lo dudes.

RC: La niña que podía matarte con la mirada

—La niña que puede matarte con la mirada es capaz de devolver a través de sus ojos toda la violencia que ha visto y sufrido.

Maite escuchaba la frase de boca de Dadi, una esbelta mujer de Nigeria que vivía en el barrio. Estaban en la cola del supermercado. Iba acompañada de una amiga, no tan agraciada, y mantenían una conversación sobre leyendas de sus respectivos lugares de origen.

Llevaban poca compra y le habían pedido a Maite que les dejara pasar. A pesar del inmenso dolor que le produjo Dadi al agarrarla del brazo para llamar su atención, cedió sin problemas con una amplia sonrisa. Le caían muy bien. Sentía un gran respeto por los emigrantes y, sobre todo, por las mujeres. Para ella era inimaginable abandonar su hogar e introducirse en ese peligroso éxodo con la incertidumbre colgada del cuello; con una vida mucho más complicada.

El contraste de las pieles se acentuaba al estar al lado de la indígena local. Esta, blanca como la leche, se tapaba a pesar del caluroso verano que azotaba la zona, encontrando en el cobijo de su apartamento, junto a su marido, el lugar correcto para consumir su vida. La cantidad de ropa que portaban también las diferenciaba, pero, en este caso, Maite conseguía destacar sobre los demás.

—A mí la llorona me parece aterradora —dijo la acompañante de Dadi con el mismo acento exótico que su amiga.

—Pero es que esta pequeña presagia un final sangriento. En ocasiones suceden hechos horrorosos en los pueblos de los alrededores.

—¿En tu tierra?

—Sí.

Dadi miró a la menuda mujer blanca que las escuchaba.

—Es un alivio no preocuparnos por esos cuentos por aquí.

—Pienso que también viajan con nosotras. Esas historias no mueren nunca. Una vez me encontré a una anciana que sobrevivió a la niña.

La cajera les llamó la atención para que pasaran. El ritmo de la vida seguía e intentaba hacer que se movieran todos con él. Llegó el turno de Maite, todavía intrigada por la conversación de las dos extranjeras. Era una creyente convencida. En su cabeza entraban todo tipo de fenómenos sobrenaturales y, al contrario de muchos feligreses ególatras que defendían su única verdad, creía en la vinculación de todos ellos a lo largo del globo terrestre. Temía la presencia del diablo en cualquier lugar del mundo.

Puso los consumibles encima de la cinta transportadora mientras reflexionaba con la mirada perdida en el exterior del establecimiento. De repente se fijó en la espalda desnuda de una pequeña adolescente de tez morena. No le veía el rostro, ya que miraba hacia la calle, pero sus movimientos espasmódicos podían llamar la atención de cualquiera. Nadie se percataba de ella, solo la mujer pálida. El lector de códigos creaba un sonido con ritmo hipnótico mientras la niña parecía girarse. La piel curtida por el sol iba poco a poco dejando ver una boca con labios carnosos, pómulos suaves y una dentadura afilada y aterradora.

—Así son cincuenta y ocho con cincuenta ¿Tiene tarjeta de puntos? —La cajera sacó del trance a su clienta dándole un pequeño susto. La distrajo y, al volver a examinar el exterior, no vio a nadie.

Maite se disculpó por su despiste y continuó con su rutina, pero sus pensamientos estaban enmarañados. Se mezclaban sin remedio y volvían a reincidir en ese rostro hambriento que había creído ver en la niña de la puerta.

Hizo el camino a casa agobiada por la sensación de que alguien la observaba, la acechaba. Se hacía tarde y tenía muchas tareas antes de que llegara Elías, su marido.

En el apartamento todo parecía estar como siempre. La luz de la calle no iluminaba lo suficiente debido a la orientación de su fachada y tuvo que encender las luces.

Se acercaba la noche.

Durante un rato se desplazó de una estancia a otra, apagando y encendiendo las lámparas. En una de estas ocasiones algo se movió entre las sombras, metiéndose en una de las habitaciones oscuras. Lo vio con el rabillo del ojo, pero no fue capaz de distinguirlo. Aterrada por el suceso del super, se acercó despacio hasta el habitáculo en penumbra y pulsó el interruptor. Los fotones inundaron el lugar, dejando ver su contenido. Nada fuera de lo corriente. La mujer se tranquilizó un momento desde el umbral. La calma duró muy poco, ya que miró a su derecha y, al alzar la vista, una niña semidesnuda la acechaba con un rostro demoníaco. Recordó la frase de Dadi y, al ver esos horrendos ojos, comprendió de repente a qué se refería. Si algo era mortal estaba atrapado en esas cuencas.

Sobresaltada, cerró la puerta y salió corriendo al pasillo. Se topó de bruces con su marido.

—¿Se puede saber qué haces? —preguntó algo enojado al verla tan alterada—. Aparta, que voy a cambiarme. —Maite no decía nada. No se atrevía a contarle su nuevo trastorno. Lo último que quería era que pensara que se estaba volviendo loca.

Elías se metió en la habitación ocupada por la niña. La mujer hizo un intento de avisarle, pero se quedó paralizada. Al parecer, su marido no se percató de nada. Con cuidado, la paliducha ama de casa entró de nuevo en la estancia examinando todos los rincones. La amenaza había desaparecido. El hombre la observaba extrañado, pero sin darle mucha importancia.

—Estará hecha la cena, ¿no? —Esperaba que su mujer hubiera aprovechado el tiempo en casa como él lo hacía en su trabajo.

Tras terminar de cenar, Maite recogió la mesa y se puso a fregar en la cocina. Tenían lavavajillas, pero no lo utilizaban por el ruido y la falsa sensación de consumir demasiado. En realidad, era ella la que prefería ser más silenciosa para no molestar a su marido. Este se había terminado una botella de tinto y, cuando la mujer fue a tirarla, se le escapó de las manos, armando mucho ruido en la cocina. Paralizada, esperaba una queja o gesto de desaprobación por parte de su cónyuge. El silencio devolvió la normalidad a sus pulsaciones.

Cuando iba a continuar con sus quehaceres, algo se desplazó en el costado de la nevera. Desde la rendija lateral del electrodoméstico aparecieron unos dedos ensangrentados que hicieron fuerza hasta sacar el espectral cuerpo de la niña. Su cara estaba aplanada, pero seguía dando mucho miedo. Poco a poco ganó un volumen normal mientras se le acercaba. Maite cogió una escoba para hacerle frente. Le temblaba todo el cuerpo.

Recibió un fuerte golpe que le arrebató la escoba de las manos y la empujó contra la pared. Fue golpeada varias veces en la cara, acompañada de la sonrisa maléfica de la niña. Un último empujón acabó en un traumatismo craneal cuando la estrelló contra el granito de la encimera. Se apagaron las luces en su cabeza.

***

Por la mañana se despertó en la misma posición en la que se había quedado la noche anterior. Le dolía todo el cuerpo. Sabía que su marido se levantaba muy temprano, no desayunaba y seguro que no habría pasado por la cocina. Las imágenes de la espectral presencia que la atacó seguían muy vivas en su cabeza. Varios recuerdos la hicieron levantarse de golpe, resintiéndose de sus contusiones en el acto. Con gran esfuerzo, llegó hasta el aseo y sacó varios antiinflamatorios que tragó de sopetón. En el espejo le pareció ver de nuevo a su atacante y se pegó un susto de muerte. Un intenso dolor se propagó de nuevo por su cuerpo desde el cuello hasta la rabadilla.

Entonces le vino a la mente la conversación en el supermercado y la última frase de Dadi en la que indicaba que conocía a alguien que había sobrevivido a la niña. Se vistió con prisas y salió en busca de la nigeriana. En el barrio había varios locutorios donde era probable que la encontrara. Además, pensaba que trabajaba en uno de ellos.

Los vecinos del barrio la vieron correr de un negocio a otro muy alterada. Se extrañaban de que una persona tan discreta como ella mostrara tal desasosiego en público.

Finalmente encontró a la bella africana.

—¡Dadi, Dadi! —la llamó nerviosa.

—Hola, guapa. ¿Qué te ocurre? —Maite era una de las personas que la habían ayudado alguna vez y la apreciaba muchísimo.

—¿Podemos hablar en privado? —La pregunta parecía una súplica.

—Sí, por supuesto, vamos al despacho.

Las dos mujeres se metieron en una pequeña oficina en la trastienda del local.

—¿Qué te pasa, cariño? Te veo muy alterada.

—Ayer os oí hablar de un demonio. De una niña. —Dadi la miraba intrigada—. Resulta que la he visto. Me atacó ayer por la noche.

—¿Estás segura? Son habladurías de viejas supersticiosas.

—Pero tú dijiste que conocías a alguien que sobrevivió. Me lanzó contra el granito.

—¿Y tu marido?

—Él no sabe nada, no quiero que piense que estoy loca.

—Ay, no, mi amor —dijo cogiéndole de la mano—, tú no estás loca, eres un ángel. —La africana sentía deseos de abrazarla—. ¿Me dejas ver qué te ha hecho?

Maite se apartó a la defensiva, no quería remangarse delante de ella. Se levantó e hizo el amago de marcharse, molesta e incómoda, pensando que era inútil hablar con Dadi.

—Espera. Conocí a una mujer que luchó por su vida contra la dura mirada de esa pequeña. —Con eso consiguió captar la atención de su interlocutora—. Ese ser maldito viene buscando sangre y hay que darle lo que pide. Siempre hay varias formas de que se conforme, unas benefician a unos y otras a otros.

Maite se marchó sin saber lo que tenía que hacer. Recordó la primera vez que vio a la nigeriana. Los primeros meses en el pueblo fueron muy duros para ella. Tenía que comprar alimentos para su bebé y se arriesgó a cogerlos en el super, confiando en que se los fiarían. Pero no fue así y pasó un momento muy apurado hasta que Maite le pagó la cuenta. Fuera del supermercado le dijo que viniera a la misma hora todos los días y ella le ayudaría con lo que necesitara de comida. También había ayudado a, por lo menos, otras dos compañeras de trabajo.

Dadi siempre la consideró una persona especial que echaba una mano a los demás sin ningún interés. La vida de la emigrante mejoró, pero no pudo devolverle el inmenso favor que le había hecho. La bondadosa mujer se mostraba hermética ante cualquier vecino y nadie sabía nada de su vida privada. Sin embargo, a Dadi no se le escapaba ningún detalle. Sus ojos habían presenciado demasiada humillación, violencia e injusticia. Algo o alguien estaba maltratando a su altruista amiga.

***

Maite llegó a casa alterada después de sentir que todo el barrio la observaba. Odiaba ser el centro de atención y, a pesar de que a nadie le interesaba su estado actual, su cerebro le indicaba lo contrario. Todos se giraban para mirarla con rostros siniestros y diabólicos.

Cerró la puerta de la entrada y en la cocina se puso a rezar el Padre nuestro de manera compulsiva. Temía que se hubiera vuelto loca de verdad ¿Qué diría su marido al respecto? No quería decírselo por vergüenza y, sobre todo, por miedo. ¿Y si pensara que no merecía la pena? La abandonaría a su fatal suerte. Se apoyó en la encimera sintiendo la fría piedra mientras un aluvión de dudas asfixiaba su cerebro.

—Hola, cariño. —Su marido estaba en la puerta de la cocina con un ramo de rosas. Le dio un susto de muerte—. Me siento fatal por lo de anoche —dijo acercándose. Esta se quedó confundida—. Quiero que me perdones. Fue el puto alcohol, que me trastorna.

Elías se acercó más ofreciéndole las flores. Las dudas desaparecieron: fue su marido quien le dio la paliza por la noche. Todo encajaba. No tenía que haber hecho ruido con la botella. Esto le sacó de sus casillas y la atacó hasta dejarla inconsciente. La situación era brutal pero conocida. Se sintió tan machada como frustrada. Incluso algo tan imposible como la niña siniestra se había podido colar en su mente para justificar lo injustificable.

Cuando decidió coger las flores vio en el umbral de nuevo a la horrorosa niña. Sonreía complacida. Maite retrocedió asustada. Se dio cuenta de que no era solo una jugarreta de su cerebro.

—Son para ti. No quiero hacerte daño.

La mujer se alejó según se acercaba la niña por la espalda de su marido. Este se enfadó de manera desmedida.

—¡Estoy intentado arreglar las cosas! ¡Así me lo agradeces! —Maite no le oía ante el presagio de un terrible final. Miraba hacia la puerta y veía todavía más excitado al espectro. Entonces, el maltratador se lanzó sobre ella tras estrellar el ramo de flores contra la pared. La agarró del cuello con las dos manos—. ¡Mírame a la cara cuando te hablo! —Le apretaba el cuello cada vez más fuerte. Maite se volvía a estremecer de terror al ver como las manos de la niña aparecían por los hombros de su agresor. Trepaba por su espalda—. ¡Crees que eres mejor que yo, que no te merezco? —Se había convertido en un monstruo de dos cabezas: una humana y cruel y otra fantasmagórica. Esa expresión de pavor descontrolado vertió más gasolina sobre la ira que inflamaba al hombre.

Maite abrió la boca para coger aire y el pequeño espíritu se lanzó de cabeza intentando entrar por el orificio. Como el estrangulador apretaba demasiado, el espectro se quedó atascado en la garganta. Esta empezó a hincharse. La mujer tenía la mandíbula desencajada y un fantasma pataleando en su boca con la clara intención de poseerla. Cualquiera de las opciones que se le presentaban a Maite eran trágicas: morir o ser poseída.

La agredida, medio poseída, lanzó una patada al estómago del marido. Este se sorprendió, ya que era la primera vez que ella se defendía. Aflojó un poco y el ente se introdujo del todo. El rostro de Maite se transformó en algo demoníaco que asustó a Elías e hizo que se apartara de ella.

—¡Me ibas a matar, cariño! —gritó la posesa con la mismísima voz del diablo. La puerta de la cocina se cerró de repente, dando otro susto al monstruo de carne y hueso—. Me traes rosas sin espinas. Qué detalle más bonito. —La desfigurada mujer se acercó más a su torturador—. Me gustan más las moradas que hacen juego con mis golpes —dijo entre espasmos mientras se arrancaba el vestido. Su cuerpo estaba lleno de moretones y cicatrices.

—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que quieres? —Elías balbuceaba nervioso ante la inquietante cara de su esposa.

—Quiero llegar a tu corazón.

Mostrando una sonrisa grotesca, atravesó el pecho de su marido con la mano y sacó el corazón por la espalda. Luego el cuerpo cayó muerto sobre su hombro. La boca sin vida de Elías quedó a la altura de la suya y le dio un larguísimo beso ensangrentado. La asesina lo tiró a un lado y luego se empezó a retorcer de dolor.

El espectro salió de su cuerpo, provocando la caída del recipiente.

Sobre las frías baldosas, Maite observaba el rostro sin vida de su marido mientras un dolor intenso le atacaba la garganta. Respiraba con dolor, pero estaba viva.

***

Dadi, fuera del pequeño supermercado, con una compra muy parecida a la que le había regalado Maite hacía unos años, contemplaba seria las ambulancias que asistieron al matrimonio. Una niña que solo ella podía ver le tiró de la falda, llamando su atención. La nigeriana la miró y esta sonrió con la mismísima sonrisa del diablo.

A Dios y la Muerte

¿Quién puede cubrir su hueco en la vida
creado por la egoísta y transcendental Muerte?
¿Qué Dios ordena una acción tan trágica?
Abuso de poder disfrazado de mala suerte.

Ya el futuro será un constante otoño.
En nuestros recuerdos vivirá tu rostro.
Has desenmascarado a este dirigente loco,
acompañado de secuaces monstruosos.

Sé que nada evita el común desenlace
que siempre se muestra cruel, asfixiante.
Sé que solo tú lo reviertes cuando te conviene.

Te llevas un regalo que no te mereces.
Dudo de que existas, pero sí, eres culpable.
Alguien llena su vacío con nuestros ángeles.

Te llevaste también mis buenas palabras.

El mal pensante

No suelo perder el control, pero cuando mi selección perdía por 4 a 0 en directo, en mi televisión, junté a todos los jugadores en el centro del campo y repitieron mis palabras: «no soy digno de mi nación» y tras arrancarse los ojos, todo el mundo supo de mi existencia. Ahora todo es en diferido.

Anomalía

Solo quería abrazarla, besarla, estremecerla de placer, como tantas veces había imaginado. Podría entonces cantarle una canción al oído inspirada por su existencia.

Si eso es lo que deseaba, ¿por qué atravesé su costado con ese cuchillo? ¿De dónde salió esa punta afilada? Esta vez me propuse evitar el fatídico final, pero parece ser imposible. Se asustó como todas, sin saber que no debía temerme para sobrevivir.

¿Y por qué no se muere? Se me acerca firme mirándome con sus enormes ojos.

«Has usado la llave al infierno.

Demasiadas vidas, demasiado tiempo.

No eres nada, solamente un necio.

Tu terror y tu miedo es el precio», me canta al oído; mostrándome de seguido sus colmillos.

Te prefiero a ti

Te prefiero a ti, aunque no me des nada
porque contigo lo tengo todo.

Te prefiero a ti, aunque no llegue el alba
porque contigo pasaré la noche.

Te prefiero a ti pese algún reproche
a veces duros, a veces certeros.

Te prefiero a ti porque me colmas de besos
cuando tú quieres, cuando yo quiero.

Te prefiero a ti callada bajo la manta,
rebosando la casa desde el sofá de la sala.

Te prefiero a ti, cálida, humilde y serena
porque derrites mi hielo, imprescindible y me calmas.

Te prefiero a ti porque te ofrecí mi alma,
mi vida y la luna, por supuesto,
rechazándolo todo por mirarme a los ojos
y ver en ellos, dependientes, tu reflejo.

Te prefiero a ti porque no sé qué decir
y sin embargo te acercas cada vez más a mí.

Te prefiero a ti porque conviertes en primavera
mi melancólico otoño y el invierno no hiela.

Te prefiero a ti porque te veo muy feliz,
llena de posibilidades y te quedas aquí.

Te prefiero a ti, mi amor, siempre a ti.

Reseña: La odisea de Wolfan

Quiero compartir con todos y todas la reseña de la primera novela, titulada “La odisea de Wolfan”, editada por el sello Atlantis del autor de género fantástico Manuel Torres. La sinopsis reza lo siguiente:

El milenario reino de Kindem se halla en peligro mortal. Yakher –el país más poderoso del continente Plygünth– maquina la subyugación del modo de vida del rey Gülarg y su prole. El mago oscuro Kryxx acecha en los bosques de Zulorg, y está a punto de traer la oscuridad sobre todo el mundo de Keryan. Solo queda una esperanza para que la negrura no lo engulla todo.

“La oscuridad caerá sobre el país, envolviéndolo en unas tinieblas de las que no podrá salir jamás, a no ser que el lobo blanco descienda del norte para desgarrar las entrañas de la traición…”

Desde el principio, sin miramientos y a bocajarro nos encontramos metidos en una profecía sobre el terrible futuro que le espera al mundo de Keryan. Fruto de las traiciones, secretos y conspiraciones propias de un reinado medieval, el reino de Kindem está en el foco de varias amenazas de distintas índoles. Unas mundanas, codiciosas y otras sobrenaturales. Se trata de un reino amenazado en un mundo a punto de caer en la más oscura de las tinieblas.

En este contexto el autor nos describe el viaje forzado, por cumplir una promesa, de un personaje muy humano con un objetivo claro y una resolución no tan visible. Consigue introducirnos de manera magistral en la trama. La flaqueza, los peligros, la incertidumbre y el terror se cruzan en el camino de nuestro héroe haciendo tambalear su misión. Una misión demasiado grande para él, demasiado grande para cualquiera y única esperanza de Yavanna.

La novela se lee de manera dinámica debido a la acción continua, las situaciones inesperadas y la interactuación de personajes carismáticos. Cada uno de estos intentando prevalecer sobre los demás defendiendo su posición, por terrible que sea, hasta llegar a un clímax muy trabajado que no dejará indiferente a nadie. Añade una serie de misterios que rodean a los personajes principales que le dan un punto más de entretenimiento.

En definitiva, una historia muy interesante, muy bien contada y muy entretenida que hará las delicias de aquel que le guste el género fantástico y de terror.

Tenemos un trato

Tenemos un trato
Te quedas a mi lado
Y yo me deshago

Tenemos un trato
Mi vida es solo un rato
Pegado a tu regazo

Tenemos un trato
Tú llenas mi vaso
Yo camino a tu paso

Tenemos un trato
Limpiamos los trapos
Compramos más platos

Tenemos un trato
Respírame tanto
Como yo contigo hago

Un trato tenemos
Simple, barato
Tú, yo y un contacto eterno