Visión de futuro

Las cruces tumularias de Toledo. Un recuerdo a los infames excomulgados.
«Seré para ti tu valor contra el enemigo. Un puñal afilado, un aliento continuo.»

Su mirada despejada, cargada de inocencia y capaz de destrozar el más grueso de los muros, impactó contra los cimientos agrietados que aguantaban mi confianza férrea con un resultado atronador: mi vida ya no me pertenecía y moriría por verla sonreír. Ya nada sería lo mismo. Todo se magnificó ante mis ojos asombrados con la intensidad de los tonos y la variedad de colores presentes en la primavera junto a ella; con el excitante verano amarrado a su cadera; con el cálido invierno, incapaz de asustarnos con gélidas embestidas y con el otoño rojizo que obraba un bello contraste ante su tez pálida.

Proyectaba una luz brillante inaprecialbe para los demás, dándole la misma importancia a un candil encendido en pleno día. Se apresurarían a apagarlo por el mero hecho de no derrochar la llama, pero de ahí no pasaban. Solo yo sentía el esplendor con el que deleitaba la existencia de todo ser vivo.

Cómo me inmovilizaba el lodo de la desesperanza sobre mis pies hundidos y cómo empujaba su mano entrelazada con la mía. Tirones sutiles, suaves, y constantes me arrastraban hacia la luz de su vientre con la fuerza de mil bestias astadas. Atravesamos juntos la espesa condición de nuestra casta con maderos nuevos y piedras trabajadas, formando los cimientos de un hogar pequeño capaz de albergar todo lo que soñábamos y compartíamos.

Y esa canción cantada por su dulce voz estrujaba y calentaba a la vez el corazón más frío. A mí me hacía creer en Dios. Un dios ausente.

Ve a luchar mi amor, yo no me rindo.

Mantendré el calor del hogar siempre vivo.

Seré para ti tu valor contra el enemigo.

Un puñal afilado,  un aliento continuo.

Recuerda la flor de mi pelo en el último festejo alrededor del fuego.

Recuerda el brillo en mis ojos y la sonrisa satisfecha en mi rostro.

Donde antes veía un lugar devastador para perpetuar mi linaje, para escuchar las risas de los niños por encima del dolor, ahora pensaba que así debía ser, que no había paraje mejor. Verla sonreír con su tripa abultada, con el brillo añadido al suyo natural y con la inminente llegada de nuestro retoño, me hacía superar cualquier mal en mi camino.

Había dejado de empuñar una espada. Ya no me representaba. Mi futuro se vestía de elegante alegría, amor y felicidad…

…sabía que era una provocación, una bravuconada de un niño rico aburrido. Podía haber vivido con el honor dañado junto a ella y sin embargo… Pensó mientras el tejido orgánico que formaba las paredes de su corazón era atravesado por el acero helado de la espada toledana. Un germen implacable y mortal. Su cuerpo lo rechazaba, pero no era suficiente. La oscuridad, en forma de océano desbordante, diluyó su vida hasta hacerla desaparecer.

El duelo acabó en su contra y el ganador sonrió satisfecho con su hazaña.

Pocos días después, una mano temblorosa también usaba el preciado metal para dibujar, entre lágrimas, una cruz en la piedra. Otra señal para la misericordia.

Audio Relato: Fuera de servicio

En un oscuro caserio situado en los montes del País Vasco ocurre esta inquietante historia. La podéis leer en Fuera de servicio y la podéis escuchar ahora locutado por Juan Carlos Albarracín en su proyecto personal Locuciones Hablando Claro.

Audio relato: Fuera de servicio. Autor: Jorge García Garrido. Locutor: Juan Carlos Albarracín. ©Jorge García Garrido.

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Fuera de servicio

Tenemos el caserío rodeado. Gracias a un pequeño trozo de helecho, abundante en este monte guipuzcoano, ha sido posible acotar la búsqueda. En realidad, fue la coincidencia del rastro vegetal en dos de los lugares donde desaparecieron los niños, lo que activó los radares de la científica.

            La estructura de la casa está muy deteriorada. Se nota el paso del tiempo. La densa vegetación envuelve las piedras de sus muros y da la impresión de engullirla poco a poco. Un acceso casi invisible nos ha facilitado, por decirlo de alguna manera, la llegada desde una carretera secundaria bastante alejada.

            Empieza la operación. Entro la tercera por la puerta principal. Otros tres agentes se introducen por la puerta de atrás. En breves instantes tenemos asegurada la primera planta. José, el cargo al mando, sube con dos compañeros por las escaleras para inspeccionar el piso de arriba mientras los demás buscamos algún acceso a una estancia oculta.

            El interior se encuentra igual de destartalado que la parte externa y se aprecian indicios de una ocupación rudimentaria.

            Hace un frío exagerado que contrasta de manera inusual con el cielo despejado y la temperatura agradable del exterior.

            —¡Por aquí!

            Nos acercamos nerviosos hasta el lugar del hallazgo. Una pequeña puerta detrás de la nevera indica que existe ese sitio oscuro, presente en nuestra imaginación desde el comienzo de los desgarradores sucesos, en donde tememos que han acabado los pobres críos. Toda la comunidad se encuentra impactada hasta extremos impensables debido al terror que se ha instalado a nuestro alrededor.

            La solución está delante de nosotros.

            De una patada potente un agente revienta la puerta. Entramos con nuestras armas y linternas dispuestos a terminar con esta locura. Varios escalones destartalados nos llevan a una estancia oscura y húmeda repleta de útiles para la labranza. Predomina la roña que envuelve amasijos de hierros preparados para trabajar la tierra y que representan distintas épocas. Algunas piezas parecen tener cientos de años. La luz solar se cuela por las grietas de las paredes en su parte alta, ya que poseen un gran porcentaje de su superficie por debajo del suelo. Se nota el deterioro de años sin ningún tipo de mantenimiento.

            Inspeccionamos la estancia con las linternas. Es muy amplia y nos dispersamos un poco. Me parece ver algo en el suelo.

            —¡Hay un rastro de sangre por aquí!

            Avanzo con cuidado, siguiendo las manchas mientras mis compañeros se acercan desde sus posiciones.

            De entre dos trillos pesados sale un hombre enorme, como el de las descripciones, y me empuja contra unas maderas con mucha fuerza. Tiene el brazo izquierdo ensangrentado. El chaleco me ha parado casi todo el golpe, aunque el impacto repercute en mi columna y me caigo dolorida.

            —¡Quieto, Ertzaintza!

            Lo veo coger un azadón y alejarse de mí. Me reincorporo e inicio la persecución. Se escuchan gritos de alto y de dolor. Dos disparos terminan con el ruido. Me acerco y me encuentro una estampa horrorosa: uno de mis compañeros yace con el cuello reventado y al otro le cuelga el brazo izquierdo. El sospechoso está tumbado boca arriba con dos impactos de bala en el tórax.

            —¡Agente herido! —digo tras pulsar el botón de la radio— ¡Agente herido! ¡Solicito dos unidades médicas!

            Me acerco hasta mi compañero.

            —¡Igor, me oyes! ¡Igor! —Me mira y asiente lentamente— ¡Viene ya la ayuda!

            Cojo un trapo, lo sacudo y lo pongo en la herida de la garganta del otro agente. No sé dónde apretar ya que parece ahogarse.

            —¿Qué sucede aquí? —Llega el resto del equipo.

            —Estaba escondido. Nos ha cogido por sorpresa.

            José se pone encima de la bestia que ha hecho todo esto.

            —¡Aún respira! ¿Dónde están los niños? —Le propina un par de bofetadas al no obtener respuesta— ¡Dónde están los niños!

            —No… no he podido salvarlos.

            —¡Dónde están!

            —Me obligó. No podía soportarlo más.

            —¿Quién te ha ayudado?

            —Le he cortado la cabeza. Hay que quemarla al sol.

            —¿Qué dices?

            —No se pueden juntar las partes.

            —¡Dónde están los niños! —Empieza a perder la paciencia.

            —¡Tengo que acabarlo! —Nos vuelve a sorprender debido el arrebato de energía que le proporciona fuerzas extras con las que lanza hacia atrás al mando. Coge de nuevo el azadón y se incorpora ante nuestras miradas de asombro —¡Vais a morir si no lo termino!

            De un golpe aparta una de las pistolas que lo encañonan, pero el resto cumplen su cometido y lo acribillamos a disparos. Cae al suelo mientras fija su mirada en mí.

            —No lo entendéis… vais a… morir…

            Ahora estoy segura de que ha pronunciado sus últimas palabras.

            —Este tío es un zumbado. ¿Elena estás bien?

            Muevo la cabeza y asiento para dejarle claro a mi superior que no tengo nada roto y oculto el mal cuerpo que me ha provocado esta situación. Las miradas de mis compañeros me dicen que el sentimiento es mutuo.

            —Hay que parar esas hemorragias.

            Me quedo helada mientras busco una pieza que parece faltar en este tétrico puzle. Recuerdo que he seguido el rastro de sangre hasta encontrar al sospechoso. Este rastro no sé muy bien de dónde venía. El difunto tenía la herida en el brazo cuando lo descubrí por lo que se lo debía de haber hecho en otro lugar.

            Me dispongo a localizar de nuevo la manchas carmesís en un escenario muy alborotado por los acontecimientos. Hay muchos más charcos de sangre que antes. Me centro en las señales y al final descubro una vía desconocida.

            —¡Oficial, aquí hay algo!

            —¿Qué ocurre?

            Le enseño las gotas que se acaban delante de un armario de madera de roble.

            —Estaba herido cuando lo hemos encontrado, seguro que hay algo en ese armario.

            —Joder, a ver si llegan las ambulancias. ¡Raúl, Carlos, quedaos con los heridos!

            Tras recibir sus respectivas confirmaciones nos disponemos a inspeccionar el mueble. Lo abre mientras yo le cubro preparada para terminar con lo que salga de dentro. Demasiado estrés como para andar con miramientos.

            No sale nadie y suelto un soplido de alivio. He aguantado la respiración todo el rato. El interior parece estar vacío.

            —Elena, tranquila. Coge aire, no puedes disparar a todo lo que se mueva. Si se trata de uno de los niños…

            Lo miro algo preocupada e intento disimular el temblor de mis manos. Sostener el arma con fuerza me ayuda.

            Me vuelvo a quedar sin respiración al ver cómo un ser atrapa a José y lo mete en la oscuridad que llena unos instantes el interior del armario. Asustada enfoco las maderas del fondo y veo destellos de su arma y su linterna por algunas rendijas. Empujo las tablas, pero no ceden. ¿Cómo cojones ha conseguido atravesarlas sin dañarlas? Parece cosa de brujería barata en una película de bajo presupuesto.

            Tengo que rescatar a José. Localizo una robusta azada y cargo contra la barrera de madera. Con mucho esfuerzo consigo reventarla para descubrir una galería oscura en cuyo final se aprecia una tenue luz cálida.

            Mis compañeros están alejados de nuestra posición. No puedo esperar más. Entro con los nervios a flor de piel. Camino con rapidez pendiente de cualquier movimiento extraño por el suelo y las paredes. Temo disparar sin pensarlo. Ahora parece que es más importante hacerlo instintivamente que con cabeza. Todavía no entiendo cómo ha podido llevárselo delante de mis ojos. Ha sido en un puto pestañeo.

            La galería finaliza en una estancia iluminada por muchas velas. Es muy austera. Recuerda a una antigua bodega excavada en la montaña. Las paredes muestran un tratamiento rudimentario, pero efectivo. La mezcla de carne en proceso de putrefacción, orines y heces llena la estancia de un aroma repugnante.

Una muchacha se encuentra encima de José. Lleva una especie de camisón blanco transparente que desvela la ausencia de ropa interior. Está agachada y me da la espalda. Solo escucho sonidos guturales, como si se estuviera alimentando.

            No puedo pensar, parece una de las niñas, pero no estoy segura.

            —¡Quieta!

            Se gira hacia mí y me horroriza ver que su cabeza cuelga a un lado. Solo algunos cartílagos evitan que caiga al suelo.

            Mi compañero tiene el cuello desgarrado.

            Disparo cuatro veces contra la muchacha y le doy un par de balazos. Se mueve muy rápido. De dos saltos ágiles consigue cubrirse con una caja de madera llena de arena.

            Compruebo el estado de José y no le encuentro el pulso. Miro hacia una de las esquinas de la estancia y descubro la fuente del mal olor. Son los cuerpos de los seis críos desaparecidos en estado de putrefacción. Tienen dentelladas y los huesos sin carne en algunas zonas de su anatomía.

            Mi estómago no soporta tanta sobreestimulación y vomito todo su contenido.

            —¡Sal de ahí! —Encañono al monstruo. Veo que la caja está rota y entre las tablillas, astillas y la arena derramada hay un hacha cubierta de una sustancia oscura similar a la que mancha el atuendo de la muchacha.

            —Espera, no me hagas daño. —Su voz suena angelical, frágil.

            —¡Sal de ahí!

            Lo hace para mi disgusto. Parece estar nerviosa y asustada, además de llevar la cabeza colgando. La herida se hace un poco más pequeña sin llegar a cerrarse.

            —Él, me ha hecho esto. Me obliga a matar para que cumpla sus deseos.

            —¿Qué… demonios eres? —El tono suave de sus palabras me relaja bastante y el horror que debería sentir pierde mucho terreno.

            —Soy una caminante nocturna. Me llamo Eva. No quiero hacer daño a nadie. Necesito sangre para vivir.

            —Habéis matado a esos niños. —La ira me sobrecoge y mi dedo tira del gatillo con rabia.

            —No, —Consigue detenerme de repente. El ambiente, igual que yo, reacciona ante sus gestos y sonidos—, no me hagas daño. Puedo sobrevivir de animales. Vasile no me dejaba alimentarme de otra cosa. —Adelanta sus manos pálidas y sucias—. Ponme los grilletes. No quiero hacer daño a nadie más.

            La situación me sobrepasa. Noto una nebulosa en mis ojos. Sacudo la cabeza y le lanzo las esposas.

            —Póntelas por la espalda y date la vuelta.

            Me obedece y me calma un poco más saber que está esposada.

            —¿Qué vas a hacer conmigo? He hecho cosas horribles.

            —Tendrás que pagar por ellas.

            —Jamás he tenido una oportunidad de vivir mi vida. El yugo de los hombres siempre ha dominado mi destino. ¿Qué te hace pensar que voy a ser juzgada con dignidad por un juez que solo sabe de leyes humanas?

            —Eres una abominación. —Un sopor me invade. Demasiadas emociones—. Eran niños y están destrozados. ¿Te los has comido?

            —Me han convertido en un monstruo. Yo solo quiero sobrevivir. El mundo es muy duro. Tú, lo sabes bien.

            Me vienen imágenes del pasado en el que tuve que parar las intenciones de varios de mis compañeros; la mirada de superioridad de cualquier hombre con uniforme que me encontraba en el cuartel; el esfuerzo extra para demostrar mis aptitudes.

            —Vámonos. Camina.

            —Ese esfuerzo por llegar hasta aquí —Parece que lee mi mente— y siempre estarás bajo sus batutas.

            Se me acerca liviana rodeada de un aura mágico a pesar de su horrible estado. Me aparto para que continue hacia la galería. Es un ser imposible, algo creado para alimentar cuentos y leyendas aleccionadoras. El hecho de existir echa por tierra todas las leyes naturales y, sin embargo, existe. Camina justo delante de mí.

            De repente se para.

            —No lo van a entender. Nadie lo entiende.

            —Continúa.

            Se da la vuelta.

            —Es mejor que acabes conmigo y así dejaré de sufrir. O puedes aprovechar una oportunidad genuina.

            —¿Qué dices?

            —Te ofrezco una vida llena de gloria y fortuna. Ayúdame y te serviré el resto de tu existencia.

            —¿De qué me sirve un monstruo asesino?

            —Solo mataré lo que tú quieras que muera y soy muy fuerte para acabar con cualquier peligro que nos aceche.

            Me excita el hecho de recibir una propuesta tan sugerente. Empiezo a perder de vista a la bestia y a apreciar a la bella criatura excepcional que se ofrece a cumplir mis deseos. Pero significa ir contra la ley; hacer la vista gorda sobre hechos atroces; continuar un plan con tintes antinaturales.

            —¿Tienes miedo? —Descubro que no quiere salir de ahí. Es muy poderosa, pero no quiere exponerse. Debe ser la luz del Sol, ya que seguro que puede acabar con nosotros— ¿Es al Sol al que temes?

            —Me condenaron a caminar por la oscuridad. Podemos beneficiarnos mutuamente, preciosa.

            —¿Qué clase de trato tenías con el de ahí fuera? —Intento luchar contra el cansancio.

            —Era un cerdo degenerado. Me traía esos niños y me convertía en su ángel sexual. El fluido vital de estos pequeños me dan un vigor excepcional. —Un calor agradable y un hormigueo sanguíneo en mis genitales potencian esa imagen lujuriosa—. Pero también puedo alimentarme de otros seres y vivir con cierta plenitud.

            Baja un poco el nivel de radiación animal mientras mantiene mis sentidos expectantes. Me encandila demasiado. Empiezo a pensar que puedo sacar a José y decir a todos que se nos ha escapado.

            —Es fácil llegar a un compromiso mutuo. —Me tiene en la palma de su mano.

            —Hay que pensar cómo esconderte.

            Examino la caja con la arena y un brillo en el metal del hacha abandonada me recuerda la mirada de Vasile y sus últimas palabras. Estaba aterrorizado y no parecía ser el pervertido que me ha descrito la criatura. Nos decía que no lo soportaba más y que tenía que terminarlo. Lo habíamos interrumpido justo en el momento en el que había cortado el cuello de la muchacha. Era un esclavo, un siervo de este ser malvado.

            Consigo desvanecer la niebla que nublaba mi mirada y me acerco a la caja. Eva hace un gesto y la reconstruye astilla por astilla. Entiendo que algo parecido ha utilizado cuando se ha llevado a José. Se me parte el alma a recordar que está muerto. Levanto el hacha y me encaro al monstruo.

            —Eres una mentirosa. Te sirves de nosotros para conseguir tus fines. Hoy no vas a jugar con nadie más.

            —No, por favor. —La galería está a su espalda. Se gira indecisa—. No, no tengo por qué mentirte.

            —Me necesitas para salvarte y después a saber qué es lo que me harás. Quieres que llegue la noche y tu prioridad es ganar tiempo.

            Su rostro se vuelve monstruoso. Intenta quitarse las esposas sin conseguirlo. Debe estar muy debilitada debido a la herida en el cuello. Me mira enfadada y se lanza contra mi pistola sin miedo. Consigo pegarle un tiro en el trayecto, que no la para, y me incrusta contra la pared. Su cabeza lanza dentelladas contra mi cuerpo y noto sus colmillos en mi antebrazo derecho. Pierdo el arma.

            —Te equivocas mortal, la noche siempre llega. La oscuridad no responde ante nadie.

            Con las dos piernas consigo quitármela de encima y ruedo a un lado mientras sujeto con las dos manos el hacha. Vuelve a atacar y yo le intento incrustar el filo en su cuerpo. Me esquiva. Noto que se vuelve un poco más lenta y el líquido ponzoñoso de su cuerpo se vierte por la herida a borbotones. Aprovecho para atacar y de un fuerte golpe consigo desequilibrarla. Cae de rodillas a poca distancia de mi posición y no lo pienso más: la decapito con todas mis fuerzas.

            El ambiente se libera de una carga que lo controlaba y lo oprimía. Escucho cómo mi corazón martillea mi cabeza tras el esfuerzo. Mis piernas no me sostienen y me arrodillo con el arma todavía en las manos.

            Cierro los ojos mientras respiro profundamente. Una imagen de Eva, levitando enfrente de mí, me colapsa la mente y consigue alterarme de nuevo. Todavía queda una conexión con ella, esto no ha terminado.

            Levanto el cuerpo y me lo pongo en el hombro. Es más ligero de lo que pensaba. Agarro la cabeza y salgo por la galería ante la mirada atónita de los compañeros. No entienden nada. Para ellos han pasado treinta segundos desde que nos adentramos en el armario. Sin hacerles mucho caso subo el cadáver al exterior del caserío y lo expongo al Sol. Reacciona incrementando la temperatura de la piel. Me fijo en las paredes de la casa y encuentro lo que preveía encontrar: un bidón de gasolina. Vasile lo había preparado. Derramo el contenido sobre el cuerpo y entra en combustión al instante.

            En menos de dos minutos solo queda el rastro del fuego sobre el terreno. Da la impresión de que estaba vacía por dentro. Las sirenas de las ambulancias aumentan poco a poco su intensidad mientras llegan al caserío lo más rápido que pueden. Me siento en el suelo e intento darle sentido a todo lo que he vivido. Sé que he obrado bien y a pesar de ello sigo asustada. Solo pensar en que haya más seres como Eva me hiela el alma.

Audio relato: Causa un fuerte oleaje

Os presento el relato de fantasía celta, ambientado en el pueblo costero de Santoña, Causa un fuerte oleaje ahora locutado por Juan Carlos Albarracín en su proyecto personal Locuciones Hablando Claro.

Se trata de un audio de 46 minutos en el que podréis disfrutar de la historia de una manera diferente.

Viejos dioses, viejas aventuras y acción a raudales.

Audio relato: Causa un fuerte oleaje. Autor: Jorge García Garrido. Locutor: Juan Carlos Albarracín. ©Jorge García Garrido.

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Causa un fuerte oleaje

Cojo de la cocina el hacha de cortar carne y me dirijo a la habitación donde juega mi nieta para acabar de una vez por todas con esta tortura. El metal frío intenta compensar el calor que ejerce mi mano sobre el mango. Demasiada tensión acumulada durante más de sesenta años.

Solo espero que el arma cumpla su cometido.

Saúl, mi hijo, me ve cruzar la sala. Ni siquiera se inmuta. Está ensimismado en las distracciones que lo bombardean desde el televisor. Mercedes, su mujer, ordena este hogar que han construido y del que parece ser responsable. Como lo hacía mi esposa… Taranis la tenga en su gloria.

En el dormitorio, se escucha cómo la niña juega con su último videojuego. Me cuesta mucho abrir la puerta. Alguien presiente mis intenciones. Con un empujón derribo todas las barreras.

—¡No! ¡Abuelo!

El grito de la pequeña coincide con la hoja surcando el aire.

Un fuerte dolor en el hombro me avisa del golpe fallido y del esfuerzo realizado para no incrustar el hacha en mi pierna. La molestia no se irá en varias semanas.

La niña ha desaparecido, arrastrada a esa maldita tableta para cumplir su voluntad. La voluntad de un ser poderoso que acecha en las sombras. Muchas veces he pensado que todo esto no es más que un divertimento para hacer más llevadera su existencia eterna.

Hoy, los gritos artificiales de mi pequeño ángel me han superado. Tengo que destrozar esa tableta; pero mis dos hachazos solo la deterioran, sin terminar de desconectarla.

—¡¿Qué haces, papá?! ¡Estás loco! —Me agarra de los brazos para detener mi rabia. Consigue desarmarme, ya que me vence la desesperación.

—¡Te levantas del sofá para esto!

—¡Qué hostias dices! ¿Dónde está Julia? —El temor parece bombear sangre por su cuerpo y lo saca del letargo en el que se ha acomodado—. ¡Julia! —Mira debajo del escritorio y de la cama sin encontrar nada. También nota la extraña sensación de que algo sobrenatural ha ocurrido. Sin embargo, hay muchas explicaciones posibles que descartar aún.

—Es inútil que busques.

—No digas tonterías.

Saúl me ignora y abandona la estancia para explorar exhaustivamente por toda la casa. Alterado, pide de malas maneras a su mujer que lo ayude.

Cuando la voz de Manannán me ha despertado de la siesta, pensaba que seguía soñando con aquel suceso. Esa pesadilla recurrente no me permite olvidar ni mi deuda ni mis trampas para no pagarla. Lo que me reclama es demasiado grande. Aprovecha mis sueños para fiscalizar mis acciones desde hace años. Pide lo que es suyo y está en mi poder; soy incapaz de desprenderme de ello.

Una estúpida serie rompe el silencio del salón. Me siento en una de las sillas de la mesa. La madera se clava en mis huesos resentidos y temblorosos. No me quedan fuerzas para hacer lo que debo hacer. Si pudiera confiar en mi hijo…

—¿Se puede saber dónde está Julia?

—Él… se la ha llevado.

—¿Quién? —pregunta mi nuera, sorprendida.

La tableta emite fogonazos sobre el escritorio. Suena algo entrecortado. No debería haberla roto. Me miran mientras atravieso la puerta y recojo el dispositivo electrónico. Lo observo. Un trozo de vidrio cae al suelo.

—¿Qué hacía la niña? —pregunto ante la necesidad de darle la vuelta a este momento.

—Jugaba a un juego de piratas.

—Joder, ¿de dónde lo ha sacado? —Sé que debe instalarse y la pequeña, con once años, no ha podido hacerlo.

—¡Qué más da eso!

—¡Es muy importante, todo es importante!

—¡Te estás volviendo loco!

—¡¿Quién ha instalado este juego?!

—¡Me vas a decir dónde está Julia!

—¡Callad los dos! —Mercedes me quita la tableta y pone el volumen a tope.

Solo se oyen interferencias.

—¡Papá! —resuena en el salón—. ¡Abuelo! ¡Mamá!

—¿Dónde estás, hija? —su madre grita con la voz quebrada.

—Me hace daño…

Un grito aterrador rompe la comunicación y nos hiela la sangre.

—¡Hija! ¡Julia! —No recibe respuesta.

—¡¿Quién ha instalado este juego?!

—¡Joder, papá! Lo hice yo la semana pasada. Ella me lo pidió y primero comprobé que no era nada malo.

—¿Había soñado con el juego?

—No creo. Lo tendría alguna amiga. Pero ¿qué pasa con ella? ¿Dónde se ha metido?

Ambos me miran asustados, temblorosos. Quieren saber qué ocurre. Llevo décadas ocultando la verdad para que no les salpique, a pesar de que es imposible que algo así no haya condicionado nuestras vidas.

¿Cómo explicarles que todo lo que han considerado una realidad indiscutible desde que tienen consciencia de sí mismos no es cierto? Resulta demasiado traumático tanto para beatos ortodoxos como para agnósticos convencidos. Las creencias que me implantaron con tesón en mi niñez sobre el origen de la humanidad y su lugar en el mundo cayeron en un pozo de falsedad después de aquella inocente excursión durante el verano de mi mayoría de edad.

Mis dos mejores amigos y yo navegábamos en paralelo a la costa, a poca distancia de ella, desde el embarcadero de Santoña hasta el Faro del Caballo con la intención de hacer submarinismo esa preciosa mañana de agosto. Los reflejos solares sobre el mar inquieto nos obligaban a entrecerrar los párpados, fieles guardianes de unas retinas carentes de protección artificial. Solo Juan, el dueño del velero, se había acordado de coger las gafas de sol. El cansancio por la interminable noche anterior agudizaba el sopor que producía el bamboleo constante del agua y la temperatura veraniega.

Enseguida quedamos expuestos al Fuerte de San Carlos, cuyos ojos vigilantes se mimetizaban con la roca, desprovistos en la actualidad de su carácter ofensivo. Seguimos avanzando mientras admirábamos las calas que ofrecía el terreno montañoso en su afán por parar un oleaje perpetuo. Al cabo de unos minutos, estábamos frente a la plataforma que sostenía el faro.

Fantaseábamos con la idea de hallar un tesoro, sin saber diferenciar con certeza lo que era valioso de lo que llevaba pocos años en el fondo marino. Se rumoreaba que un viejo pescador había encontrado por allí una espada celta en perfectas condiciones. Costaba creerlo, escondida entre los sedimentos durante siglos; sin embargo, eso alimentaba nuestras ganas de aventuras.

El agua fría se soportaba sin usar indumentaria especial. El bañador era suficiente. Nos sumergimos con unas gafas de buceo para poder deleitarnos con la amplia diversidad de especies propias de esa zona tranquila.

Llegamos con bastante rapidez a las rocas más profundas, a veinte metros de la superficie, ya que llevábamos todo el mes poniendo a prueba nuestros pulmones con descensos en apnea cada vez más prolongados. Espanté varios cangrejos de tamaño considerable y escarbé bajo varias piedras, en busca de algo que se hubiera quedado retenido en sus grietas a lo largo del tiempo.

Alguien me agarró del hombro y me dio un susto de muerte. Se trataba de Juan. Sin saber qué pretendía, lo seguí hasta una roca con una curiosa forma casi cúbica semienterrada a veinte metros de nuestra posición. Me animó a ayudarlo a levantarla.

Gastamos todo nuestro aguante sin conseguirlo.

Decidimos hacerlo entre los tres y volvimos a sumergirnos. Fue difícil localizarla de nuevo, pero al final dimos con ella. Resbalaba mucho, no había manera de agarrarla, por lo que parecía imposible moverla, hasta que encontré un hueco por donde introducir cuatro dedos de mi mano derecha. Una corriente eléctrica me recorrió el brazo, calentándome la sangre, y mis venas brillaron debajo de la piel. Todo mi sistema vascular quedó al descubierto. Resplandecía especialmente el corazón, que bombeaba luz. Asustado y sin poder separar el brazo de la roca, tiré hacia arriba, y esta cedió unos diez centímetros. Entonces se activó un mecanismo que hundió parte del suelo arenoso y creó una corriente que nos arrastró a un pasadizo oscuro.

El camino nos resultó confuso. Nos pegábamos contra las paredes de piedra mientras el aire abandonaba nuestros pulmones como si pronosticara nuestro aterrador e inminente final. Los bañadores se rasgaron y desaparecieron entre el barullo.

Nos ahogábamos en la plenitud de la vida. Aquel maravilloso verano se iba a convertir en la última huella que dejábamos en los pocos que nos conocían.

No podíamos gritar de impotencia y rabia sin aire que expulsar en un agujero perdido, olvidado, en el mejor de los casos, por habitantes ancestrales.

La corriente cambió de sentido y nos hizo ascender por el tubo rocoso, propulsándonos al interior de una enorme cueva. La luz no llegaba hasta ese lugar. Solo veíamos lo que iluminaba mi flujo sanguíneo. Asombrados, agradecimos esa insólita capacidad de mi cuerpo.

Todavía notábamos la adrenalina cuando recobramos el aliento en dirección a una orilla cercana, donde abandonar el control del agua. Fue muy terapéutico sentir el efecto de la gravedad en su plenitud.

Tenía las venas hinchadas, pero no percibía un dolor profundo. Se asemejaba al hormigueo de cuando se obstruía la circulación en una de mis extremidades. A medida que se calmaba, disminuía la intensidad de la luz.

Pronto nos quedaríamos a oscuras.

Caminamos por las penumbras hasta descubrir una estructura artificial en una zona bastante alejada de la orilla. Parecía la entrada a un lugar de culto. Delante de ella, formaban un semicírculo seis piedras como la que habíamos levantado en el fondo marino. Nerviosos, las rebasamos. Una congestión me invadió, alimentando el efecto luminoso que había adquirido. Hasta los capilares de los ojos iluminaban el escenario. Temimos por mi salud, pero debíamos seguir adelante para encontrar la salida.

Llegamos a una estancia muy amplia alumbrada por el fluido interno de algas, musgos y líquenes. A pesar de ello, dominaba la oscuridad. En el lado opuesto al que nos encontrábamos, había una estatua sentada en un trono situado sobre un altar a tres metros de altura. La flora brillante la rodeaba.

No tardamos en darnos cuenta del peligro que nos acechaba. Numerosos cadáveres se apilaban en los costados de esta segunda cueva, junto a impresionantes espadas y escudos. No se veían vestimentas ni protecciones corporales, pero quedaba claro que se trataba de restos muy antiguos. Debían llevar siglos sepultados. Las paredes llenas de símbolos extraños permanecían como testigos de su fatal desenlace.

La luz se intensificó por donde estaba el trono. No veíamos la fuente, ya que habíamos llegado hasta su parte inferior, pero avivó un poco nuestras esperanzas de salir pronto de esa tumba.

Un ser de más de dos metros saltó desde el trono. Al parecer, no era una estatua. También proyectaba luz, una luz muy potente de color rojo. Solo vestía un taparrabos que apenas ocultaba sus atributos. Con su mano derecha empuñaba una espada espectacular en la que se reflejaban todos los matices lumínicos que había a su alrededor, dándole un aspecto bellísimo.

—Hacía tiempo que no recibía ninguna visita. —Su voz hacía vibrar las rocas.

Los tres nos quedamos helados.

—¿Qué dice? —preguntó Juan.

Yo podía entenderlo, pero los demás no.

—¿De dónde venís y qué me ofrecéis?

—Venimos de Santoña, nos ha arrastrado la corriente.

Miré a mis compañeros sin saber qué decirles. A mí sí me entendían.

—¿Qué ha preguntado? —Alfon se empezaba a derrumbar.

—Espera —intenté calmarlo—, déjame hablar.

El ser se puso en cuclillas, apoyándose en la enorme espada. Pese a estar agachado, seguía superándome en altura.

—Habéis llegado donde pocos hombres llegan y muchos menos salen con vida. Decidme qué queréis. ¿Fortuna? ¿Gloria?

—Solo queremos irnos de aquí. Estábamos bañándonos y hemos sido arrastrados…

—Tu corazón me dice que eres más ambicioso. Muestras el talento de Taranis. ¿Él te ha mandado?

—Te equivocas, no conozco a nadie…

—¿Cómo te atreves a contradecirme? Veo que hay mezcla humana en tu sangre.

Las caras de mis amigos eran un poema y la mía debía trasmitir lo mismo, ya que cuando los miré se pusieron más nerviosos.

—No pretendemos causarte ningún problema, solo deseamos regresar a nuestro velero.

—Estáis en un lugar prohibido. Jamás saldréis de aquí si no sois capaces de vencerme o darme algo que me interese. Decidme, ¿qué tenéis de valor?

Se levantó y caminó a nuestro alrededor. Su enorme constitución, fibrosa y brillante, nos amedrentaba. Alfon no dejaba de mirarle la entrepierna y, como acto reflejo, se tapó el pene, avergonzado.

—Somos muy jóvenes todavía, no tenemos nada que ofrecer. —Hubo un cambio en mi interior—. ¿Y quién eres tú para exigirnos una ofrenda?

—¡Quién soy! —Se notaba el enfado en sus palabras—. Insolente ladrón.

—No somos ladrones.

—¡Sois unos mentirosos! ¡Escoria humana! Puedo aplastarte bajo el peso de un océano con mover un dedo.

—Entonces, ¿cómo pretendes que te derrotemos?

—Oye, no lo enfades, tío. —Juan se mostraba igual de asustado que Alfon.

—Habéis perdido la fe, la esperanza… en esta extraña era. La falta de conocimiento será vuestra perdición.

—Pero no es culpa nuestra. —Parecía tener el ego muy dañado—. Dime quién eres, necesito entender…

—Palabras vacías. Habéis traspasado el límite, preparaos para la lucha.

Se puso a diez metros de nosotros.

—¿Qué pasa? —Me pedían respuestas alentadoras que no podía proporcionar.

—Debemos luchar contra él para salir de aquí.

—¡Estás loco! ¡No sabemos luchar!

—No hay otra opción.

Me acerqué a un cadáver y cogí su espada y su escudo. Me sorprendió lo ligeros que eran. Mis amigos hicieron lo mismo, pero con más dificultad.

—Ataquemos los tres a la vez, por separado no tendremos ninguna posibilidad —dijo Juan, dispuesto a presentar batalla.

—Yo no sé…

—Tío, debemos permanecer los tres unidos —corté a Alfon para no darle tiempo a pensar demasiado. Tenía la mirada perdida y lo encaré hasta que volvió con nosotros.

Nos aproximamos a nuestro adversario con muchas dudas, pero convencidos de aprovechar esta segunda oportunidad que se nos brindaba. No habíamos muerto ahogados, solo nos quedaba avanzar hacia la salida.

Alfon se abalanzó sobre el gigante, que se lo quitó de encima con un quiebro ágil mientras rechazaba nuestras hojas metálicas. Con una patada, mandó a Juan tres metros hacia atrás. Yo lo enfilé con acierto, pegando con fuerza sobre su espada. Me devolvió varios golpes. Pude pararlos con el escudo y el arma. Casi me la arrebató en el último ataque. Me permitió recobrar el aliento.

—¿Qué os enseñan en vuestra tierra? ¡Vas a conocer a tu creador!

Una roca le dio en la cabeza, frustrando sus intenciones. Alfon se la había tirado con toda su rabia. En el lugar de impacto apareció una herida brillante. Cabreado, se dirigió a mi amigo. De un mandoble, le cercenó el antebrazo derecho. Lo agarró del cuello con una mano y lo lanzó por los aires. Se estrelló contra la pared de debajo del trono y acabó inconsciente.

—¡Maldito monstruo! —Juan atacó, incapaz de asimilar lo que ocurría en ese sitio lúgubre y terrorífico.

El arrebato de locura duró hasta que se vio en el suelo con el pie izquierdo amputado. Por lo menos, distrajo su atención y a mí me dio tiempo a socorrer al pobre Alfon. Conseguí hacerle un torniquete en el brazo con varias algas secas que encontré a su lado. Justo en ese momento oí el grito por la segunda amputación. Esa bestia se disponía a rematar a su adversario.

—¡Quieto! —Una insólita energía me impulsó a seguir la disputa a pesar de la clara derrota.

Salté, dispuesto a destrozar su cabeza con mi arma. Era pura electricidad.

Me agarró del cuello y me alzó como si fuera un muñeco de trapo.

—Qué cruel el destino que os manda aquí con las manos vacías.

La presión y la falta de oxígeno me impedían pensar y la imagen de la pierna ensangrentada de mi compañero no ayudaba. ¿Qué habíamos hecho con nuestra vida? Siempre me había imaginado formando un hogar.

Entonces lo vi claro.

—¡Espera, para! ¡Tengo algo que ofrecerte! —Sonaba como un gruñido desesperado, pero su gesto de aflojar mi garganta me dio a entender que la soledad era más poderosa que mi agresor. Este pedía de la peor manera posible algo de atención.

—¡Ordena tus ideas, mortal! —Se notaba interés en sus palabras, que retumbaban en las rocas.

—Te ofrezco a uno de mis descendientes.

Salir de allí me parecía lo más importante. Mi futuro podía esperar.

Me soltó y caí sobre el duro suelo.

—Has encontrado algo con lo que complacerme.

Sin hacerle mucho caso, apliqué otro torniquete en la pierna de Juan, que permanecía estupefacto.

—¿Por qué gastas energías en esas ratas?

—¿Quién eres tú? —pregunté, enfadado por tanta prepotencia.

—El dueño de todo lo que te rodea. Señor del mar y de los océanos. Manannán me llaman los de tu linaje. Disfrutarás de una vida llena de bendiciones a cambio de entregarme a uno de tus descendientes.

—Permite que nos vayamos y lo recibirás. —Jamás he tenido tanto miedo como en aquel instante.

—¡Así será! ¡Marchaos, pero dejad mis trofeos, me pertenecen! —contestó después de unos segundos que me parecieron eternos.

Tuvimos que resignarnos a abandonar los miembros amputados en esa maldita cueva. Aparecimos flotando junto al velero, sin saber cómo habíamos llegado hasta allí. Nos invadió la euforia por continuar vivos a pesar de los pesares. Todos habíamos perdido algo muy importante.

—Voy a llamar a la policía.

—¿No me has escuchado? No podrán hacer nada.

—Te estás volviendo loco, papá.

—¿Acaso crees que hemos vivido así por capricho mío?

—¡Ahora intentas justificarte! Esa vida que le diste a mamá…

—Tu madre lo sabía y quiso quedarse.

—Y a mí, me obligaste a desaparecer.

—¡Tú te fuiste!

—¡Me moría metido siempre en este sitio!

—Nunca has creído una palabra de lo que te he dicho. Tuve que seguirte por el mundo para protegerte.

—¿A qué te refieres?

—Tus fumadas en Ámsterdam —si esto salta por los aires, no dejaré títere con cabeza—, las fiestas en Ibiza, esos festivales americanos y tu estancia en Brasil. Me alegré de que al final te enamorases de Mercedes y pensaras en los demás en vez de en ti mismo.

—¿Cómo sabes eso?

—¿Quién crees que te salvó después de que te quitaran todo y te abandonasen medio muerto en esa playa? —Fue el motivo de que sentara la cabeza antes de conocer a Mercedes. De haberlo imaginado, lo hubiese provocado yo muchos años atrás—. Doy gracias a Taranis a diario porque no te deshiciste de tu amuleto.

—¿Qué cojones dices? —Saúl se agarra instintivamente del collar que le regaló su madre—. Si no te movías del sofá. Mamá me lo contaba…

Se da cuenta de que su madre pudo haberle mentido durante mucho tiempo. Enfadado, coge el móvil y llama a la policía.

Mi nuera me mira con lágrimas en los ojos. Me gustaría calmarla mediante palabras esperanzadoras, pero no se me ocurre nada. Le acaricio el brazo para que sepa que me duele igual que a ella. Se muestra desconcertada ante la absurda situación en la que solo hay una cosa clara: su niña, la razón de su vida, ha desaparecido.

En mis manos tengo la tableta machacada por mi impotencia. Al parecer, me ha ganado la jugada. Me lo imagino en su trono, divirtiéndose siempre a mi costa.

Maldito bastardo desubicado.

Las nuevas tecnologías han roto las barreras que imponía el mundo real. Esa necesidad de llevar la contraria a nuestro creador e intentar imitarlo añadiendo artificios a la vida cotidiana ha tenido consecuencias. Volar, desplazarse a grandes velocidades, conquistar el espacio y estar en muchos sitios a la vez. Con estos artilugios y las videoconferencias, recreamos el milagro de la bilocación, incluso lo superamos.

Después de nuestra fatídica excursión, mis dos amigos y yo nos dedicamos a estudiar la historia y la mitología celta. Gracias a los textos de clérigos irlandeses, me sumergí en su cultura. Descubrí un enclave justo aquí, en Santoña. Esta tierra está bajo la protección de Taranis, el dios del trueno, y se trata de un lugar prohibido para cualquier otro poder. Hasta la llegada de la era digital. Seguro que ese malnacido de Manannán la ha aprovechado.

El escenario en el que nos encontramos es inédito. No hay información sobre el tema. Tengo aceite de arce para luchar contra él; untándolo en armas antiguas, puede ser letal para los humanos y detener a los inmortales. Con los conjuros y amuletos no sé qué hacer. Siento que escribo páginas nuevas de la historia.

Mandé a varios empleados a que buscasen la cueva, pero había desaparecido. Hubo temblores horas después del suceso de aquel verano. Parte del fondo marino cambió por completo.

Estoy demasiado cansado para pensar en una solución.

La policía ha llegado. Peinan la zona. Cuando Saúl conversa con el agente al cargo, obvia el momento en el que yo entré en la habitación con el hacha en la mano.

Salgo al jardín, necesito respirar aire fresco.

Se me acercan.

—Señor Ansón, ¿hay alguien que esté en desacuerdo con sus negocios?

De sobra es conocido el emporio Ansón en toda la comarca. Un secuestro por parte de algún empleado descontento es una de las posibles causas de la desaparición.

—No. —Miro a mi hijo y trato de que dé crédito a mis palabras—. Esto no lo ha hecho nadie que haya trabajado conmigo.

—¿Se le ocurre quién ha podido ser? ¿Alguien de la competencia?

—Mi nieta se ha desvanecido delante de mis ojos. Nadie es capaz de hacer eso.

—¿Y qué piensa que ha ocurrido? —pregunta con tono condescendiente tras varios segundos estudiándome.

—Ha sido un ser muy poderoso. —Cojo aire—. Manannán.

—Papá, no sigas con eso.

—¡Es la verdad!

—¡No, son tus locuras! No quiero que pierdan el tiempo en chorradas.

—Hola, Miguel. —Juan aparece por detrás de nosotros.

Los años han hecho mella en su rostro al igual que en el mío. Gracias a una prótesis y una muleta, se mueve con gran agilidad.

—¡Juan! —No puedo contener las lágrimas al verlo y lo abrazo con ganas.

—Tranquilo, daremos con ella.

—Se la ha llevado. —Mi cabeza niega esa frase de esperanza.

—Agente, permítame que hable a solas con Miguel.

—Claro, comisario.

Nos alejamos de los demás.

—Lo he visto en la habitación de Julia. No he llegado a tiempo.

—Cuando fue a por tu hijo, descubrimos que no podía presentarse aquí por las buenas.

—Ha usado otro de sus trucos. Esta vez, ha sido la tableta en la que jugaba mi… —Los ojos se me llenan de angustia salada y la garganta ahoga cualquier sonido que pretenda salir por mi boca.

—Tiene que estar en el mar. Aprovéchate de su orgullo y arrogancia.

—¿A qué te refieres?

—Ve a plantarle cara, seguro que no rehúye un duelo. Además, querrá restregártelo.

Juan me da un revólver envuelto en una tela de cuero.

—Gracias. —Es mejor que un arco y unas flechas.

—No tienes por qué darlas. —Me debe la vida y siempre hemos tenido el presentimiento de que algo así iba a suceder—. Cúbrela para que no se moje o quedará inutilizada. He llamado a Alfon para que te prepare el fueraborda.

—Joder, no sé dónde encontrarlo.

—Cuéntame qué ha pasado y lo solucionaremos. Recuerda toda nuestra investigación.

—Llevo años estudiándola. Me tiene obsesionado, pero no hay nada que lo relacione.

—Empieza.

—Estaba en la siesta y escuché su voz en el cuarto de Julia… —Veo clara la estrategia de ese maldito hechicero—. Eso es: lo ha hecho a través del juego, de la tableta.

Vuelvo a concentrarme en el dispositivo destrozado. Juan me dice algo que no oigo. Mi mayor preocupación ahora es poner en marcha el videojuego que entretenía tanto a Julia.

—Necesito tu ayuda.

Los ojos de Juan muestran miedo. Evita mi mirada.

—No… no puedo acompañarte.

—Tranquilo. Has hecho mucho por mí. —Intento aligerar la carga que provoca su llanto contenido. Teme más haberme decepcionado que enfrentarse con ese diablo.

Mi hijo se va con los agentes a inspeccionar la finca. Mercedes los sigue. Sé que no debo contárselo a Saúl; si me creyera, correría muchísimo peligro en el rescate.

—¡Mercedes, espera! —Se detiene y mira indecisa en la dirección por la que se alejan su marido y la policía—. Espera, ayúdame. —Me acerco deprisa—. Esto está roto, pero necesito ver a qué jugaba la niña.

—No sé…

Noto cómo pesa en ella mi actitud durante esos años de convivencia.

—Eres la única que me puede ayudar a rescatarla. Sé dónde está.

—Díselo a la policía. —Su cara se ha iluminado con la luz que da una mínima esperanza en medio de la desesperación.

—No me van a hacer caso. No lo entienden.

—Nadie te entiende. —Desaparece el brillo.

—Déjame que te lo demuestre. —Se dispone a seguir a los demás—. Por favor, Mercedes, te lo suplico.

Vuelve a mirarme y parece que ve sinceridad en el rostro de un viejo loco, déspota y cascarrabias. He conseguido captar su atención.

—Debemos ver a qué jugaba.

—Lo has destrozado.

—Ya, pero ¿no se puede recuperar?

—Sí. —Tarda tan solo unos segundos en hallar la solución al primer problema. Me alegro de contar con ella. Mi hijo no es tan resolutivo—. Tenemos otra, instalaremos el perfil en esa.

Corremos a la vivienda y bajamos al sótano para liberar la tableta de su actual embalaje.

La instalación es ágil, a pesar de ser más vieja, debido a que la niña no ha almacenado muchos datos. El juego se llama Fuerte oleaje.

Al abrir la aplicación, gracias a la cámara y al gps, nos sumergimos en un entorno de realidad aumentada: estamos en la época de los piratas. Vemos otros personajes y nuestras propias imágenes se suman a la escena. Me recuerda a varias aventuras gráficas que aparecieron en los años ochenta.

—Muy bien, pero no sirve para nada. —Mercedes se enfada por hacerla perder el tiempo.

Me acerco a un personaje no jugable que hay al lado de unas estanterías. Parece buscar algo.

—Hay que encontrar la pócima —dice.

Nos quedamos pensativos.

—Espera.

Mercedes sostiene la tableta mientras yo cojo un frasco de madera en el que he guardado aceite de arce durante décadas.

—Ahora puedo ir a la isla de Maclir. Debo apresurarme para librar el fuerte oleaje.

El tipo extraño sale de la estancia y el juego nos indica que vayamos tras él. Me sorprende que me dé pistas de cómo actuar contra el villano de turno.

Toda la casa se ambienta del mismo modo a través de la óptica de la cámara, creando una inmersión completa en la historia. El exterior no se queda atrás: árboles, hierba, vegetación, caminos y senderos toman un aspecto pixelado.

Desde el mirador, el mar se convierte en una nube de puntos luminosos que simulan el caos de su movimiento y muestran lo que buscamos. Impresionados ante tal despliegue de tecnología y sin saber distinguir qué es real, qué es artificial y qué es pura magia, observamos el islote que se emplaza a unos cientos de metros, delante de La Punta del Caballo. Nubes creadas con doscientos cincuenta y seis tonos de grises oscuros coronan el lugar fantasma.

—¿Esto te convence?

Los coches de la policía bloquean la salida al todoterreno, por lo que resulta imposible utilizarlo. Estoy solo, ya que mi nuera se ha apresurado a la parte trasera de la casa. Es muy importante que llegue a esa isla y no podré hacerlo sin ayuda. Esta vez, la puerta del país de las maravillas se abre desde el dispositivo electrónico, no sé si seré capaz de atravesarla por mis propios medios.

Mercedes aparece con su moto y me anima a subir. Me da un vuelco el corazón. Todavía no hemos quemado el último cartucho.

Dejamos atrás la búsqueda policial y nos dirigimos al puerto de Santoña. La luz vespertina toma posesión de los distintos parajes y nos apremia a acelerar nuestros planes para aprovecharla. El tiempo se nos acaba.

Callejeamos a toda velocidad por el casco urbano de Santoña, convencidos de nuestra misión, y enfilamos el paseo marítimo.

Alfon nos espera en su lancha, atracada en el puerto. Juan lo ha avisado para que la preparara. Nos abrazamos, ya que hacía meses que no nos veíamos, y noto la ausencia de su extremidad. Otro recordatorio más de mi promesa incumplida.

—¿Tiene combustible?

—Sí, para unas tres horas. Te he metido un bidón por si acaso. Poneos los chalecos.

—Os lo agradeceré toda mi vida.

—No sé, Miguel —las dudas emborronan su mente tanto como la mía—, no deberías entrar en su territorio de nuevo.

—¿Qué otra opción hay?

—Suerte, amigo —dice tras unos segundos buscando una solución milagrosa.

Nos despedimos como si fuera la última vez. Los momentos compartidos pesan en nuestro adiós más de lo que pensábamos. Mi estómago se encoge y la intensa congoja contenida desde la desaparición de la niña intenta liberarse.

—Apunta a mar abierto —indico a Mercedes.

Zarpamos con el motor al máximo de su potencia y en unos minutos nos acostumbramos a su ruido constante.

La aplicación continúa integrando el entorno en el juego de piratas. De repente, un veloz bergantín del siglo xv nos persigue, lanzándonos cañonazos. Las balas caen a nuestro alrededor. Una da en la goma de la embarcación y nos desvía.

—¡Esto es imposible! ¡Acércate más a la costa! —Mercedes alucina con el realismo del juego sin pararse a pensar en su significado mágico. Agradezco su determinación. Se gira y, cuando la pantalla muestra el Fuerte de San Carlos, sus defensas entran en combate para nuestro beneficio.

—¡Enfoca hacia la isla!

Nada más mover la tableta hacia allí, justo encima de donde nos sumergimos en nuestro primer contacto, los proyectiles desaparecen. Hemos dejado atrás los cañones, han perdido interés en nosotros.

—¡Estamos llegando!

Una pequeña playa de rocas parece ser el lugar perfecto para acceder al islote. La lancha se para en seco. Nos rodea la oscuridad, no hay nada más. El motor emite un ruido preocupante y lo apago.

—No podemos seguir. Hay que bajar a tierra.

—¿Qué tierra? Estamos en medio del mar.

—Déjame ver.

La playa se integra en la realidad aumentada con una perfección asombrosa. Reconozco las seis piedras cuadradas con símbolos celtas que forman media circunferencia.

—¡Julia!

Mercedes no puede contenerse al ver una versión de su hija que corre hacia el interior de la cueva.

—Espérame aquí y no dejes de enfocar a la isla.

Compruebo que llevo el revólver envuelto en un plástico y la botella con el aceite. Salto de la lancha y me hundo en el agua. Enseguida salgo a flote gracias al chaleco.

—¡Indícame por dónde tengo que ir!

—¡Nada recto! ¡Ahora un poco a la izquierda! —Aunque lo que hacemos es una locura, ha visto a su hija entrar en la cueva fantasma y no necesita más para seguir adelante.

Me cuesta desplazarme debido a la resistencia del salvavidas. La imagen de mi nieta me renueva las fuerzas y me da ese empuje que he ido perdiendo con los años. Miro hacia atrás y mi nuera me indica con la mano que nade recto.

Tras avanzar treinta metros, mis venas se inflaman. La piel me quema con el roce de la ropa. Me deshago de lo que llevo encima hasta quedarme desnudo. Solo conservo el arma y la pócima. El ardor desaparece. Me doy cuenta de que debo de estar dentro del semicírculo de piedras. Ya no hay agua, me encuentro ante la guarida de Manannán.

Me giro hacia la pequeña bahía. Mercedes está encallada en las rocas, enfocándome con la tableta. La saludo para saber si me ve. Me responde. Cuando atravieso el conjunto de rocas mágicas, todo a mi alrededor parpadea, incluido el islote. No encuentro la pócima ni el arma. He perdido las únicas bazas que poseía contra esa cruel criatura.

Entro lo más rápido que me permiten mis pocas energías.

No ha cambiado desde la última vez que estuve. Voy con cautela y cojo una espada del suelo. Me maravillo con el trabajo artesano que requiere un arma como esa. En la anterior ocasión, no aprecié estos detalles, pero toda una vida de estudios orientados a afrontar este día me ha dado una perspectiva especial. Se adapta a mi mano a la perfección.

—¡Abuelo!

Julia se encuentra en un habitáculo con un camastro y varios objetos pensados para una estancia prolongada, todo de aspecto rústico.

—¡Julia, no tengas miedo! ¡Te sacaré de aquí!

No hay rejas ni puertas entre nosotros, pero un campo de fuerza infranqueable nos impide abrazarnos.

—¿A qué has venido? ¿A robarme? Al final tenía razón: no eres más que una rata ladrona.

El hechicero cae de las alturas justo detrás de mí.

—Vengo a llevármela.

—Es mía. Te recuerdo que debes cumplir tu promesa.

—¡Es injusto! ¡Vives en un mundo que nada tiene que ver con el mío! ¡No puedes juzgarme por unas leyes obsoletas!

—Aquí solo valen las leyes de los dioses.

—Me niego a complacer los oscuros deseos de un ser arrogante y…

—¿Y qué vas a hacer? Ella es mi futuro. Mi nueva profeta.

—Te aprovechaste de tres críos que cayeron en tu trampa. Hoy es distinto: te conozco, voy a acabar por fin con esto.

Me observa intrigado mientras me pongo en guardia.

—Mírate, estás viejo.

Sin pensarlo, me abalanzo contra el gigante para darle un golpe directo en el corazón. Lo esquiva sin problema. Recupero mi posición con una vuelta de trescientos sesenta grados en la que mi espada recorre el aire y perfora el hombro izquierdo de Manannán. Este se aparta un poco y ve cómo el líquido brillante brota de la herida.

Noto una energía renovada.

—Te vas a arrepentir de haber venido.

Me ataca con rabia. Desvío la trayectoria de su hoja e incluso me da tiempo a estrellar mi codo contra su cara. Lo empujo hacia atrás y me vuelvo a poner en guardia. Todas mis articulaciones se resienten ante el esfuerzo. El codo me arde. El nuevo vigor inunda un cuerpo muy dañado. Espero que sea suficiente para acabar con él.

—Me la voy a llevar, aunque tenga que matar a un dios para conseguirlo.

Pega un grito que hace vibrar las rocas. Ataca con más acierto y me paso un rato reteniendo sus mandobles hasta que mi mano ya no puede sostener la espada. Desarmado, esquivo otro golpe mortal y agarro el escudo de un antiguo guerrero. Paro el filo de su impresionante espada y empujo. Mi rival se desequilibra y se desploma de espaldas. Con rapidez, recupero mi arma y, empuñándola con las dos manos, descargo varios golpes seguidos sobre mi contrincante, que los para con su espada.

No puedo respirar. Me tambaleo por el esfuerzo. Manannán se levanta, apenas agotado. Sus ojos muestran destellos de respeto y cierto apuro ante un adversario que no esperaba. Medio minuto de descanso me sirve para recobrar el aliento. Inmediatamente después, mi espada se rompe bajo la presión del fuerte brazo del hechicero. Con un espadazo del revés, me hiere en la pierna derecha. Empuñando el trozo de metal que me queda, me dirijo con torpeza hacia la entrada de la cueva.

Ha ocurrido lo que tantas veces temí: me he equivocado. En ninguno de los escritos que estudié se decía que este malnacido fuera inmortal. Me había entrenado para hacerle frente. Pensaba que lograría matarlo. Pero no.

Necesito huir y buscarlo en otro momento. Solo pensar que abandono a mi pequeña me parte el corazón. No merece este acto de cobardía. Me paro en seco, lleno de dudas. No puedo dejarla. Doy media vuelta y me dispongo a enfrentarme de nuevo a ese animal.

Lanza una piedra a mi cabeza y me protejo a duras penas con el brazo derecho. El golpe me aturde y me empuja fuera. Me desplomo sobre el suelo rocoso. Miro hacia la lejanía, aún con la vista nublada. Quisiera gritarle a Mercedes que se vaya y pida ayuda. No soy capaz de articular palabra. Hace un gesto extraño y, al cabo de pocos segundos, cae a mi lado la botella de madera que contiene el aceite de arce. Seguro que la ha recuperado gracias a que flota. Quizá tenga una oportunidad.

Nada más cogerla, el hechicero se aproxima por mi espalda.

—Ha sido un honor luchar contigo. Nadie me había herido nunca. Que Taranis te acoja…

Cuando se dispone a rematar la faena, me doy la vuelta y le clavo en el corazón el filo roto impregnado de la pócima sagrada. Estoy a punto de perder el conocimiento. Manannán se agarra el pecho, incrédulo.

—Me duele mucho. —Se desintegra en miles de partículas luminosas—. Lo había olvidado.

El terreno se mueve como si se tratara del mayor terremoto de la historia.

Todo se torna oscuro y gélido.

Mercedes se queda a ciegas. Ha visto cómo he destruido a mi atacante y, de repente, la aplicación se ha borrado. Busca alguna linterna en el bote, pero no encuentra nada. Activa la tableta de nuevo y enciende el flash. Cuando se acerca a la borda de goma, mi brazo le da un susto de muerte.

—¡Mamá!

Subo a Julia desde el agua y se funde en un abrazo con su madre.

—¡Hija! ¿Estás bien? —Explora su diminuto cuerpo para comprobar que todo esté en su sitio.

—Sí, el abuelo me ha salvado.

—¡Miguel!

Mercedes se asoma, pero no consigue verme. Se lanza al agua y me halla a un metro de profundidad, sin fuerzas. Me obliga a agarrarme a su chaleco y entre madre e hija me suben a bordo.

El aire frío en mi piel mojada no merma mi inmensa alegría. Se impone a todos los dolores provocados por el violento duelo.

Puede ser el final de esta maldición que ensombrece nuestras vidas. O solo una tregua antes de la llegada de otro fuerte oleaje.

Alrededor de la hoguera hablamos de pasiones y guerras

Este libro es un compendio de relatos cortos de distintos géneros, de poemas, de canciones y de modestos pensamientos dedicados a fechas determinadas, a situaciones vividas o a distintas reflexiones.

Entre los relatos encontramos líneas repletas de tensiónterrorhumorfantasía ciencia ficción. Son textos sencillos con una historia siempre sorprendente que seguro conseguirá entretenerte.

 Alterno distintos estilos que rompen una prosa continua y recogen numerosas tramas en forma de poemas cortoscanciones y relatos en verso. Todos ellos con una musicalidad muy personal.

Puedes conseguir de manera gratuita la versión ebook pulsando aquí.

Los formatos físicos se pueden obtener en los siguientes botones:

Hechizo de mar

«Basado en la vida de María de Zozaya, nacida en 1530 y cuya defunción fue causada por torturas inquisitoriales en 1610. Vivió en Rentería y murió en una mazmorra en Logroño».

Sangre de la tierra, de la vida y del espíritu carente de libertad. Mar magnético que me arrastró hasta sus límites para gozar con el arenal fruto de su generosidad.

Alimenté mi mente con viajes que atravesaban su ondulada superficie a bordo de veleros, calaveras o manejables txalupas sin llegar nunca a un destino fijado, sin esperar nada distinto al mecer de mi cuerpo por el arrullo constante de sus aguas y ese olor salado que desprende.

Dejé las montañas, pobladas de verde colorido, tan acogedoras y rebosantes de recursos, para admirar su inmensidad. Joven, niña e ingenua, me acerqué hasta el lugar más próximo donde el océano acariciaba la costa, insistente, tenaz, cariñoso como un buen amante sabedor de conseguir poco a poco el fruto de su perseverancia. En la ciudad prometida, construida bajo su amparo, San Sebastián.

Todavía recuerdo ahogarme ante tan descomunal presencia, anulando mi propia existencia con el único anhelo de aprender sus secretos, esos misterios que rondaban por el aire con el que todos los mortales respirábamos afortunados. Vegetales, alimañas y aves, animales pequeños o grandes se mostraban transparentes ante mis cada vez más desarrolladas facultades; pero esa extensión azul, oscura, escondía riquezas inalcanzables. Esta lejanía las hacía, si cabe, más atractivas.

Las gaviotas podían sobrevolarlo sin encontrar la manera de recorrer toda su extensión. El horizonte infinito desesperaba a cualquier aventurero impaciente por llegar a cruzarlo. Podría albergar todos los sueños de los seres humanos desde el comienzo de los tiempos.

La juventud, bendito coraje inconsciente, me bañó de la energía necesaria para enfrentarme a todos los retos que marcaban mis pasiones. En los ojos de varios mozos encontré otro tipo de placer y un asombro continuo al verme depositar mi ropa en el banco del batel con el que salíamos a alta mar, lejos de la costa, lejos de las miradas morbosas y donde, antes de perdernos en la excitación de nuestra piel, me lanzaba desnuda, como una punta de flecha, hacia las profundas aguas que nos sostenían. Intentaba atravesar todas sus capas para encontrar la esencia reveladora que me ayudara a comprender hasta dónde llegaba este hermoso continente buceando en su contenido. Era un pez que compartía mi vida con el resto de los seres marinos. Incluso me consideraba parte del mar. Yo golpeaba las rocas hasta convertirlas en polvo de arena. Cobijaba a todos los seres que poblaban mi interior y engullía barcos repletos de tesoros con los que decorar mis estancias. Alguna vez me pareció sentir la presencia de una enorme ballena viajando a algún lugar fantástico donde sería venerada como un dios mundano.

Y el pueblo cantaba.

Si lanzas al mar todos tus problemas

no se van sin más, vuelven con la marea.

Elige un lugar sin castillos de arena.

Cuida tu amor y olvida tus penas.

«Forma parte de Dios», me decía a mí misma. Algo tan complejo repleto de criaturas excepcionales, como los mismos cetáceos, avalaban en mi cabeza, en gran medida, la figura de ese ente superior al que adorábamos. Dios. Se suponía que era portador de justicia, bondad y humanidad. Todo estaba al alcance de todos y podíamos utilizarlo. En qué momento se torció el camino que partía de él y nos unía al final de nuevo con su presencia.

A nuestra imagen y semejanza los incontables cambios de humor del océano, que delimitaba el territorio, dejaban entrever su carácter divino mezclado con lo humano, confundiéndolo todo en un borrón ennegrecido. La clama se perdía de repente como un mal gesto ante algo reprochable. Un aviso de pura violencia. De origen celestial sin ninguna duda. Aguantaba mis ganas observando el poder de las incontables fanegas juntas por un mismo fin y sincronizadas en movimientos hipnotizantes. Me fastidiaba no poder navegar por esos lomos salvajes, envidiando a los también innumerables habitantes de las aguas profundas, que participaban en todos los estados de ánimo de su fiel cobijo.

Una mujer no podía trabajar en un barco pesquero. Incluso no debería pisar ningún cascarón que flotase bajo pena de mal fario. Se me escurría entre las manos, con el tiempo, el sueño de aprender a moverme por un ballenero y explorar lugares lejanos. Ser testigo de situaciones o ver pueblos que pocas personas habían visto quedó en un segundo plano, desplazado por la necesidad de seguir una trayectoria marcada por la sociedad. La vida cotidiana y ordinaria se apoderó de todos a mi alrededor y sucumbí sin remedio.

Aunque el papel de inquieta marinera desapareciera de mis posibles roles, no abandoné la necesidad de empaparme con lo que la naturaleza me ofrecía. Hierbas, insectos, árboles, plantas, animales y seres vivos en general tenían algo que ofrecer al ser humano en mayor o menor medida. Obra toda ella digna de su creador. Y pude aprender a utilizarla para el beneficio de la comunidad. Construí una vida junto a un buen hombre con el que compartir el frío invierno y las cálidas tardes de verano. A pesar de todo, los paseos por las playas y acantilados llenaban de gozo nuestros cada vez más ancianos corazones, aportando las dosis adecuadas de fuerza para aguantar los distintos temporales.

De la mano de los defensores de Dios, esa extremidad temida por creyentes y herejes, se llevaba más almas que el prodigioso mar. El carnaval al que sometían a las más puras intenciones hacía las delicias de oscuras perversiones reprimidas por votos imposibles de cumplir. Solo así se explicaban las atrocidades cometidas. Los nubarrones se posicionaban sobre los afectados como si intentaran evitar que alguien en las alturas pudiera ver lo que estaba pasando. Rompía el aire un ruido cortante fruto de la fricción del látigo agitado con saña hacia un inminente castigo.

Fui condenada a reconocer al diablo como un ser superior facultado con un conocimiento profundo del que yo me beneficiaba. De esta manera reconocía la ignorancia de nuestro Señor, el Creador y su incapacidad de enseñarme lo que sabía.

La imaginación, como arma de doble filo, es capaz de alimentar el espíritu hasta empujarlo a realizar acciones maravillosas y, también, puede poblar tu cabeza con imágenes insanas, sin sentido, que te acercan a herramientas de tortura.

El poder siempre se manifiesta cuando lo sufren las personas. A menudo, los más débiles. Si viene envuelto por hábitos de cualquier tipo de interés se convierte en una prolongada tragedia.

Yo era un juguete en manos del Mal. Me lo repetían y estaba de acuerdo al ver mi estado y quien me lo decía. Las fuertes tormentas que asolaban los mares cumplían mis deseos de segar vidas en el nombre del príncipe de las tinieblas. Asistía a aquelarres mientras un diablo me suplantaba en mi hogar yaciendo con mi marido y relacionándose con el vecindario con el fin de encubrir mis abominables reuniones.

Con más huesos rotos que sanos, el hombre bueno con el que enlacé mi vida, acusado de gran hechicero, me echó en cara el haber tenido encuentros carnales con un demonio con mi aspecto, mi olor, mi calor.

¿Cuál era la verdad en toda esta historia? Mi mente se encontraba colapsada por tantos hechos fantásticos y tantos maltratos.

Cuando caí de rodillas en la húmeda mazmorra, me encontraba contenta y tranquila por haber vivido tanto tiempo. Gotas de sangre mojaban mi temblorosa mano. El rojo líquido cubría todas mis arrugas llenándolas hasta desbordarlas al igual que la lluvia cubre las heridas creadas sobre las montañas y los valles, confluyendo en caudalosos ríos que acaban por verter su contenido en los inmensos mares. Las fuerzas se me escapaban y no podía dejar de pensar en la arena mojada bajo mis pies, en la fría caricia del agua en la orilla sobre ellos, constante, agradable, relajante. Ahora me podía liberar del cuerpo, ancla terrenal, e ir a explorar sus vastas extensiones sin miedo a los temporales, sin nadie que me atase.

Txoritxo

De nuevo la ardua labor de esquivar a esos torpes gigantes que no sabían volar. Incapaces de levantar dos palmos del suelo, se presentaban siempre como el mayor obstáculo para conseguir unas migajas con las que alimentar a su polluelo. La pequeña gorrión se movía espídica, precisa y nerviosa entre los numerosos transeúntes en la plaza del pueblo. Mientras los niños jugaban con ruidosas actividades acompañados de proyectiles esféricos imprevisibles, los más grandes permanecían sentados en grupos reducidos, comiendo y bebiendo. Había uno aislado y sentado en uno de los bancos, ofrecía alimento a los pajaritos.

En pocos años, el lugar fue adoptando distintas clases de pájaros no tan frecuentes. Las aves más voluminosas no accedían de manera tan sencilla a las pérdidas de sus raciones por parte de los humanos. En ese aspecto no eran rivales, aunque atacaban a los plumíferos inferiores. Palomas, gaviotas y mirlos, además de gorriones, compartían el territorio. Esto conllevaba enfrentamientos salvajes.

Ese día, la responsable madre había conseguido dos buenas tajadas para su retoño. La primera se la ofreció veloz al impaciente vástago. Cuando fue a recoger la segunda tuvo que esquivar a varias palomas, contrincantes formidables. Una mujer observaba al pequeño animal, deseando cambiar su vida por la del concienzudo recolector. Parecía una labor sencilla, pensaba la espectadora: solo buscar comida y alimentar a su progenie. Todas las preocupaciones derivadas de asuntos económicos, problemas sociales o inseguridades estéticas eran indiferentes para la bonita gorrión.

El nido de la minúscula familia se encontraba en un árbol enfrente de un supermercado y encima de unos contenedores de basura. La diminuta cría esperaba ansiosa la segunda tajada. Ya tenía todo el plumaje, pero todavía no había intentado volar. Veía venir a su progenitora, aleteando elegante. El corazón le dio un vuelco cuando una enorme gaviota se cruzó en la trayectoria de su madre. Esta hizo un par de quiebros y se desvió, perdiéndose por un callejón.

En ese preciso momento se juntaron dos condicionantes para un hecho casi trágico: el pajarito salió de su hogar para visualizar la posición de su madre y un camión de la basura se aproximaba, por motivos desconocidos, antes de su horario habitual. La titánica máquina se paró delante de uno de los contenedores bajo el nido. Al descargar y volver a colocar el primer recipiente, dio un golpe tan fuerte en el suelo que desequilibró a la cría, haciéndola caer sobre la tapa del siguiente contenedor. Para cuando el pequeño se pudo recuperar del golpe ya estaba siendo volcado sobre los desechos anteriores ante la mirada aterrada de su madre. Era una imagen desgarradora para el ave, quien no dudó en meterse de cabeza en el putrefacto camión. Coincidió esto con la devolución del depósito vacío; la tapa golpeó a la preocupada pájara. Aturdida por el impacto, cayó dentro del contenedor, quedando atrapada en su interior. Su hijo tuvo la suerte de encontrar un hueco dentro de una lata que estaba alejada del compresor. Los dos insignificantes animalitos resultaron prisioneros y separados por la más desagradable evidencia de la presencia humana.

Rodeados de oscuridad, madre e hijo luchaban por salir de sus celdas sin éxito. La adulta rebotaba contra las paredes una y otra vez hasta que terminó cansada en el fondo del habitáculo. Impotente y también cansado, el vástago se resignó a permanecer en su oscuro refugio.

La primera en salir fue la progenitora, que voló rauda cuando un vecino levantó la tapa para verter su basura. Le dio un susto de muerte y a punto estuvo de aplastarla al soltar de golpe la cubierta. El proyectil en forma de gorrión no paró de aletear hasta llegar al nido. Estaba nerviosa y no encontraba por ningún lado a su polluelo. Removía las plumas mudadas por los dos habitantes del pequeño cobijo como si fuera posible encontrarlo escondido debajo. Se elevó y voló por la plaza pendiente de cualquier movimiento reconocible. Acabó volviendo al nido cansada. Sin saber qué hacer se acurrucó triste sobre los restos que dejó su hijo.

Los moradores del barrio al día siguiente no vieron revolotear ni recolectar a la plumífera. Esta permanecía quieta en su frío hogar. Fue de nuevo al anochecer cuando una fuerte vibración volvió a mover el árbol que sustentaba su refugio. Entonces salió de su letargo y recordó excitada la trifulca con el artefacto. A pesar de ser tarde para un gorrión se activó de inmediato. Siguió a la enorme máquina.

Casi una hora después seguía detrás del camión en dirección al vertedero. Se posó en el techo del vehículo y se dejó llevar hasta la extensa zona donde se vertía lo recogido en la cuidada ciudad. Sobrevoló los deshechos sin apreciar las dimensiones del terreno infectado que tenía delante. Curiosamente, encontraba comida por todos los lados. Se quedó medio dormida entre algodones de distintas procedencias. El olor insoportable no le impedía descansar.

El polluelo se encontraba cerca de su madre, escondido dentro de una lata de atún, prueba directa del problema con el reciclaje en la zona. Había permanecido todo el día agazapado intentando pasar inadvertido y, gracias a los astros, en ese infesto lugar había muchas más distracciones que el pequeño aprendiz de vuelo. Nada más caer sobre los antiguos restos de algún trastero reformado, se quedó paralizado por la presencia de miles de gaviotas revoloteando sobre los escombros. En el entorno también había sentido fauna terrestre que investigaba y devoraba todo lo que encontraba en su camino. Había tenido que salir, medio corriendo medio intentando volar, hasta llegar a la lata que ahora era su provisional hogar.

La noche se hizo larga.

A la mañana siguiente la estampa delante de la rescatadora no pintaba nada bien. Tuvo que elevarse para huir de una enorme rata que casi consiguió atraparla. La huida la llevó justo hacia la nube de gaviotas que sobrevolaba la zona. Varias de ellas se percataron de su presencia y fueron a por ella. Entre choques y amagos cayeron en picado detrás de la gorrión. Esta se estrelló cerca de su cría, llamando su atención. El ave adulta demostraba una voluntad titánica y esquivaba a sus perseguidoras con destreza. Luego se refugió en una vieja jaula oxidada. Las patas palmípedas de sus atacantes no podían traspasar los finos alambres de la prisión metálica y manipularla se les hacía muy difícil. A pesar de todo la zarandearon sin éxito.

Dejaron de prestarle atención cuando desde la enorme lata salió el asustado polluelo. Su progenitora lo miró nerviosa entendiendo el peligro al que se enfrentaba. La pequeña entrada a su peculiar refugio se encontraba obstruida. La única abertura estaba contra el suelo. No podía pasar e intentaba con todas sus fuerzas conseguirlo. Aleteaba contra el suelo y se dejaba las plumas en el esfuerzo mientras veía a las dos gaviotas acercarse a su hijo. Este se volvió a esconder debajo de la lata, pero ya le habían descubierto. De un fuerte golpe quedó de nuevo indefenso. Parecía el final de la corta vida del pequeño.

De repente, el terreno se movió, asustando a los dos palmípedos y provocando un enorme caos. La espesa nube de polvo que se levantó hacía imposible ver qué había pasado con los dos gorriones. La maquinaria del vertedero removía los deshechos acumulados, dejando paso a la siguiente tanda. Con el corrimiento de escombros, la angustiada mamá consiguió liberarse de la jaula. Cuando se calmó el oloroso trasiego de desperdicios localizó a su retoño atrapado en una pecera de cristal. Si no se producía otro movimiento de los deshechos no podría salir de la transparente e indiscreta cárcel.

Todo estuvo en calma varias horas mientras la preocupada madre no se despegaba de su cría, a pesar de que un extraño material les impedía reunirse. La gorrión había intentado alimentar a su retoño sin conseguir atravesar el cristal. Al final, agotada, se posó impotente al lado del hambriento pajarito.

De entre dos bolsas de basura apareció una enorme rata. El pájaro adulto pudo elevarse y salvarse así de la amenaza, pero el polluelo no podía salir de su prisión. La roedora se lanzó contra el cristal y rebotó aturdida. Empezó a olfatear alrededor de la pecera y, con gran brío, se puso a escarbar en un lateral. Poco a poco fue metiendo el hocico, mostrando sus enormes paletas superiores. El pajarito se apartó del violento intruso a la vez que este introducía la cabeza. Al no poder llegar hasta su presa hizo el agujero más grande. La pequeña ave empezó a picarle asustada en la cabeza hasta darle en un ojo, arrancándoselo de cuajo. Su progenitora se lanzó en picado y le propinó un fuerte picotazo en el lomo. Dolorida y sorprendida, la rata entró de golpe en la pecera. Chocó y lo movió todo, dejando con ello una salida clara para el pajarito. Madre e hijo se dispusieron a alzar el vuelo. Este último no pudo hacerlo a la primera, pero encontró fuerzas renovadas y potenciadas por la adrenalina que lo impulsaron hacia el cielo.

Volaron como si les persiguieran monstruos invisibles a sus ojos y presentes para los demás sentidos. Acumularon una hora de frenético aleteo hasta que la rescatadora cayó agotada entre los matorrales de las montañas colindantes con el vertedero. Se fue a posar en la rama de lo que parecía un arbusto, situado en un descampado. Necesitaba descansar un rato para poder continuar. Su joven hijo se recuperaba mucho más rápido, excitado por las posibilidades que le brindaba el poder volar. Sin embargo, sus problemas no habían acabado. La madre se intentó mover en la rama, pero estaba atrapada por una cola adhesiva. Se cayó al suelo derrotada y pegada a la trampa, a la vez que veía a su recién rescatado hijo tratando de deshacerse de su correspondiente lastre pegajoso. Un hombre apareció de repente, cogió a los dos pajaritos y los metió en una caja de mimbre.

En la penumbra de la leñosa baliza, los dos alados sufrían los vaivenes de los pasos del gigante que los había apresado. Estaban vendidos, aunque intentarían escapar a la mínima oportunidad. Era necesario descansar.

El captor los metió en una estancia llena de otras pequeñas aves de distintas especies. Algunos tenían colores que resaltaban ante los plumajes sobrios de los dos recién llegados. El humano parecía tener muchos años. A decir verdad, no les daba tanto miedo el trato con personas, ya que casi siempre eran alimentados por ellas. La gorrión estaba muy quieta, cansada. El hombre los puso en una de las perchas preparadas para posarse. Abasteció con comida distintos recipientes mientras sus nuevas adquisiciones lo observaban.

Cuando el hombre abandonó el habitáculo no lo hizo solo, ya que los dos gorriones salieron disparados detrás de él antes de que este cerrase la puerta. El anciano miró como escapaban sus dos trofeos, sorprendido por la increíble iniciativa de los animalillos. Escupió un juramento mientras sonreía divertido.

Volaron sin mirar atrás hasta reconocer el hormigón a lo lejos. La naturaleza se les hacía extraña, salvaje y peligrosa.

***

Una mujer en la plaza observaba el banquete que se estaban dando dos gorriones cerca de su mesa y se animó a ofrecerles más migas de pan. Era incapaz de distinguir a la adulta del joven polluelo, con plumajes marrones y puntas negras, pero en su mente se repetía la misma idea: «Qué fácil y tranquila era la vida de un pajarito comparada con sus problemas cotidianos».

FIN

Navidad sin suelto

Ya son las navidades y vuelvo a ver a la mujer rumana pidiendo. Salgo del portal y me la encuentro. No tengo suelto, pero me saluda con una bella sonrisa. Pensándolo bien, hacía mucho tiempo que no la veía, pero bueno, estas fechas suelen ser las indicadas para pedir ayuda y conseguir una buena respuesta. Andamos tiernos de corazón y nos gusta pensar que somos buenas personas al ofrecer una pequeña cantidad de nuestros recursos a los más necesitados. Alguno lo llamaría puro egoísmo. Deberíamos luchar para que no exista nadie en esta situación, pero eso es mucho más difícil.

Sigo mi camino y me encuentro a un chaval, también emigrante, de rodillas con la mano extendida. Una pose, imposible de mantener mucho tiempo, que surte efecto en las personas que pasan por delante. Podría estar de cuclillas o apoyado en sus talones, sin embargo, mantiene el tipo en esa posición tan incómoda. Vuelvo a recordar que no tengo suelto. Intento imaginarme cómo debía ser su vida en su lugar de origen para acabar de esta manera.

Al avanzar hacia mi tarea me encuentro con un amigo. Es momento de preguntas educadas y resúmenes anuales. Son fechas para interesarse también por tus seres queridos. Hablando sobre los agobios de los distintos atracones que nos quedan por delante, me fijo en una chica de mi edad, demandando limosna. Se trata de alguien autóctono, pero no me parece conocerla. Impresiona mucho más al ver las barbas de tu vecino cortar. Evidentemente sigo sin suelto y me pregunto si mi colega llevará algo encima. La verdad es que me corta pedir prestado, por lo que no le digo nada.

Después de varias horas de recados y distintos menesteres vuelvo a coincidir con el chaval de rodillas. En todo este tiempo no se ha movido. Recto, serio y soportando un frío invernal, sigue ofreciendo su mano en forma de cuenco. Miro en mis bolsillos… joder, no llevo suelto. Harto de mi nula liquidez decido comprar el periódico en un quiosco cercano, recibiendo varias monedas en el cambio, con un destino claro. Mi agnóstica existencia la extrapolo a muchos ámbitos sociales, ya que no creo en Dios, ni en la política, ni en el fútbol, pero me sorprendo cuando al final de la mañana llego a casa, después de volver a recibir el saludo de la rumana, y me doy cuenta de que me he quedado sin suelto. Es una sorpresa grata que me ayuda a seguir creyendo.

Pues sí, es un dragón.

Lo miré desde mi balcón y sí, era un enorme dragón plagado de escamas de colores, con una robusta cola y las alas de un pequeño avión. Se lo describí a un viejo amigo residente en México y me aseguró que había viajado en aeroplanos más pequeños. Creía haber visto de todo por esas tierras, sobre todo en el día de los muertos, y me había contado que convivían con la creencia de la existencia de las criaturas más pintorescas sobre la Tierra o la no Tierra.

De verdad que entrarían muchos viajeros en la panza de la espectacular bestia.

En la calle los transeúntes no se inmutaban, más pendientes de sus teléfonos portátiles que del inusual visitante. Abstraídos por las nuevas tecnologías podrían recibir una bocanada infernal del dragón sin desviar sus trayectorias. Chocaban molestos con la dura piel escamada y seguían por otro lado. Los ancianos parecían notar algo fuera de lo normal, pero como tenían paso por los laterales no le dieron mucha importancia.

El caso es que el gigante alado no hacía daño a nadie y sabedor de su superioridad no temía nada.

Terminé la conversación intercontinental y al colgar un escalofrío me recorrió la espalda cuando sentí la ardiente mirada del exótico seudosaurio sobre mis carnes. Me escondí en el interior del pequeño y acogedor apartamento que compartía con la mujer de mi vida. Estaría a punto de llegar y se iba a encontrar a esta infranqueable amenaza. Quise llamarla, pero una garra, que destrozó la abertura en la fachada por donde accedíamos al palco privado desde el cual disfrutábamos de la actuación coral diaria en el barrio, me hizo tirar el móvil y me agarró con fuerza, impidiendo mi huida ¿Por qué había estado hablando con otro país y no con la única persona que daba sentido a este loco mundo?

Ella llegó y me vio en volandas atrapado por la grotesca mano. Con lágrimas en los ojos intentó liberarme, pero no pudo. El animal me arrastró con él, mientras veía como mi amor llamaba desesperada a urgencias. Yo esperaba que trajeran varios tanques, aunque no sería muy conveniente para mí que dispararan al monstruo.

Por supuesto que había observado que el agresor tenía alas y las usó. En cuestión de segundos ya estábamos en el aire e íbamos directos hacia la unión entre las lágrimas celestes y las lanzas ardientes proyectadas por el Sol, el arcoíris. Al atravesarlo mis manos perdieron la piel y la carne al igual que el resto de mi cuerpo. Recordé entonces algo que me había narrado entusiasmado mi amigo mejicano: los pintorescos seres en los que creían los mexicanos eran guías que ayudaban a cruzar a las lamas hasta el mundo de los muertos. Ausentes mis lacrimales, con un corazón renegando de su cometido, no entendía por qué sentía tanto dolor al perderla.