Hechizo de mar

«Basado en la vida de María de Zozaya, nacida en 1530 y cuya defunción fue causada por torturas inquisitoriales en 1610. Vivió en Rentería y murió en una mazmorra en Logroño».

Sangre de la tierra, de la vida y del espíritu carente de libertad. Mar magnético que me arrastró hasta sus límites para gozar con el arenal fruto de su generosidad.

Alimenté mi mente con viajes que atravesaban su ondulada superficie a bordo de veleros, calaveras o manejables txalupas sin llegar nunca a un destino fijado, sin esperar nada distinto al mecer de mi cuerpo por el arrullo constante de sus aguas y ese olor salado que desprende.

Dejé las montañas, pobladas de verde colorido, tan acogedoras y rebosantes de recursos, para admirar su inmensidad. Joven, niña e ingenua, me acerqué hasta el lugar más próximo donde el océano acariciaba la costa, insistente, tenaz, cariñoso como un buen amante sabedor de conseguir poco a poco el fruto de su perseverancia. En la ciudad prometida, construida bajo su amparo, San Sebastián.

Todavía recuerdo ahogarme ante tan descomunal presencia, anulando mi propia existencia con el único anhelo de aprender sus secretos, esos misterios que rondaban por el aire con el que todos los mortales respirábamos afortunados. Vegetales, alimañas y aves, animales pequeños o grandes se mostraban transparentes ante mis cada vez más desarrolladas facultades; pero esa extensión azul, oscura, escondía riquezas inalcanzables. Esta lejanía las hacía, si cabe, más atractivas.

Las gaviotas podían sobrevolarlo sin encontrar la manera de recorrer toda su extensión. El horizonte infinito desesperaba a cualquier aventurero impaciente por llegar a cruzarlo. Podría albergar todos los sueños de los seres humanos desde el comienzo de los tiempos.

La juventud, bendito coraje inconsciente, me bañó de la energía necesaria para enfrentarme a todos los retos que marcaban mis pasiones. En los ojos de varios mozos encontré otro tipo de placer y un asombro continuo al verme depositar mi ropa en el banco del batel con el que salíamos a alta mar, lejos de la costa, lejos de las miradas morbosas y donde, antes de perdernos en la excitación de nuestra piel, me lanzaba desnuda, como una punta de flecha, hacia las profundas aguas que nos sostenían. Intentaba atravesar todas sus capas para encontrar la esencia reveladora que me ayudara a comprender hasta dónde llegaba este hermoso continente buceando en su contenido. Era un pez que compartía mi vida con el resto de los seres marinos. Incluso me consideraba parte del mar. Yo golpeaba las rocas hasta convertirlas en polvo de arena. Cobijaba a todos los seres que poblaban mi interior y engullía barcos repletos de tesoros con los que decorar mis estancias. Alguna vez me pareció sentir la presencia de una enorme ballena viajando a algún lugar fantástico donde sería venerada como un dios mundano.

Y el pueblo cantaba.

Si lanzas al mar todos tus problemas

no se van sin más, vuelven con la marea.

Elige un lugar sin castillos de arena.

Cuida tu amor y olvida tus penas.

«Forma parte de Dios», me decía a mí misma. Algo tan complejo repleto de criaturas excepcionales, como los mismos cetáceos, avalaban en mi cabeza, en gran medida, la figura de ese ente superior al que adorábamos. Dios. Se suponía que era portador de justicia, bondad y humanidad. Todo estaba al alcance de todos y podíamos utilizarlo. En qué momento se torció el camino que partía de él y nos unía al final de nuevo con su presencia.

A nuestra imagen y semejanza los incontables cambios de humor del océano, que delimitaba el territorio, dejaban entrever su carácter divino mezclado con lo humano, confundiéndolo todo en un borrón ennegrecido. La clama se perdía de repente como un mal gesto ante algo reprochable. Un aviso de pura violencia. De origen celestial sin ninguna duda. Aguantaba mis ganas observando el poder de las incontables fanegas juntas por un mismo fin y sincronizadas en movimientos hipnotizantes. Me fastidiaba no poder navegar por esos lomos salvajes, envidiando a los también innumerables habitantes de las aguas profundas, que participaban en todos los estados de ánimo de su fiel cobijo.

Una mujer no podía trabajar en un barco pesquero. Incluso no debería pisar ningún cascarón que flotase bajo pena de mal fario. Se me escurría entre las manos, con el tiempo, el sueño de aprender a moverme por un ballenero y explorar lugares lejanos. Ser testigo de situaciones o ver pueblos que pocas personas habían visto quedó en un segundo plano, desplazado por la necesidad de seguir una trayectoria marcada por la sociedad. La vida cotidiana y ordinaria se apoderó de todos a mi alrededor y sucumbí sin remedio.

Aunque el papel de inquieta marinera desapareciera de mis posibles roles, no abandoné la necesidad de empaparme con lo que la naturaleza me ofrecía. Hierbas, insectos, árboles, plantas, animales y seres vivos en general tenían algo que ofrecer al ser humano en mayor o menor medida. Obra toda ella digna de su creador. Y pude aprender a utilizarla para el beneficio de la comunidad. Construí una vida junto a un buen hombre con el que compartir el frío invierno y las cálidas tardes de verano. A pesar de todo, los paseos por las playas y acantilados llenaban de gozo nuestros cada vez más ancianos corazones, aportando las dosis adecuadas de fuerza para aguantar los distintos temporales.

De la mano de los defensores de Dios, esa extremidad temida por creyentes y herejes, se llevaba más almas que el prodigioso mar. El carnaval al que sometían a las más puras intenciones hacía las delicias de oscuras perversiones reprimidas por votos imposibles de cumplir. Solo así se explicaban las atrocidades cometidas. Los nubarrones se posicionaban sobre los afectados como si intentaran evitar que alguien en las alturas pudiera ver lo que estaba pasando. Rompía el aire un ruido cortante fruto de la fricción del látigo agitado con saña hacia un inminente castigo.

Fui condenada a reconocer al diablo como un ser superior facultado con un conocimiento profundo del que yo me beneficiaba. De esta manera reconocía la ignorancia de nuestro Señor, el Creador y su incapacidad de enseñarme lo que sabía.

La imaginación, como arma de doble filo, es capaz de alimentar el espíritu hasta empujarlo a realizar acciones maravillosas y, también, puede poblar tu cabeza con imágenes insanas, sin sentido, que te acercan a herramientas de tortura.

El poder siempre se manifiesta cuando lo sufren las personas. A menudo, los más débiles. Si viene envuelto por hábitos de cualquier tipo de interés se convierte en una prolongada tragedia.

Yo era un juguete en manos del Mal. Me lo repetían y estaba de acuerdo al ver mi estado y quien me lo decía. Las fuertes tormentas que asolaban los mares cumplían mis deseos de segar vidas en el nombre del príncipe de las tinieblas. Asistía a aquelarres mientras un diablo me suplantaba en mi hogar yaciendo con mi marido y relacionándose con el vecindario con el fin de encubrir mis abominables reuniones.

Con más huesos rotos que sanos, el hombre bueno con el que enlacé mi vida, acusado de gran hechicero, me echó en cara el haber tenido encuentros carnales con un demonio con mi aspecto, mi olor, mi calor.

¿Cuál era la verdad en toda esta historia? Mi mente se encontraba colapsada por tantos hechos fantásticos y tantos maltratos.

Cuando caí de rodillas en la húmeda mazmorra, me encontraba contenta y tranquila por haber vivido tanto tiempo. Gotas de sangre mojaban mi temblorosa mano. El rojo líquido cubría todas mis arrugas llenándolas hasta desbordarlas al igual que la lluvia cubre las heridas creadas sobre las montañas y los valles, confluyendo en caudalosos ríos que acaban por verter su contenido en los inmensos mares. Las fuerzas se me escapaban y no podía dejar de pensar en la arena mojada bajo mis pies, en la fría caricia del agua en la orilla sobre ellos, constante, agradable, relajante. Ahora me podía liberar del cuerpo, ancla terrenal, e ir a explorar sus vastas extensiones sin miedo a los temporales, sin nadie que me atase.

Dragones de Stygia III: Antología de relatos

Ya está disponible en kindle y tapa blanda la tercera entrega de relatos cortos del grupo de talentosos escritores de fantasía denominado «El Círculo de Fantasía».

Historias que te cautivarán y con las que pasaras ratos inolvidables.

Una manera ideal de conocer a nuevos escritores de fantasía a un precio que está al alcance de todos.

El tesoro de Nita: El lenguaje de la tierra

Después de más de un año de los sucesos con su padre, Nita, al borde de la adolescencia, intenta descifrar su camino. Corren los años ochenta. Recién salidos de la crisis del petróleo, se conjugaban varios aspectos en la vida cotidiana de Euskadi que marcarían a varias generaciones y por su puesto influirán en el entorno de la pequeña. Alrededor de ella y de sus increíbles poderes aparecen nuevos seres interesados en dominar un extraño idioma: «el lenguaje de la tierra». Su manipulación fue prohibida en los albores de la formación de los mundos. Todo es posible si sabes utilizarlo. De nuevo ella parece tener la calve.

Por otro lado, su amigo Jaime envuelto en una profunda oscuridad, como secuela de su «accidente», y Jon, el maltratador que tanto sufrimiento causó en el grupo de la niña, se mezclarán en esa búsqueda implorada por su progenitor. Una lucha constante intentado discernir entre el bien y el mal que forma parte de todo ser vivo.

Gum, el fiel gúmulo de cinco toneladas, el más grande del cantábrico, el hijo de las nubes y el viento, teme lo peor para su pupila y constata que muchas amenazas quieren acabar con su luz.

Nita, con trece años, añora su ingenua infancia mientras se prepara para la lucha.

Disponible en Amazon en dos formatos:

Es aconsejable leer la primera parte: «El no dragón hambriento».

Saga:

  1. El no dragón hambriento.
  2. El lenguaje de la tierra.
  3. T-Regina (próximamente)

Navidad sin suelto

Ya son las navidades y vuelvo a ver a la mujer rumana pidiendo. Salgo del portal y me la encuentro. No tengo suelto, pero me saluda con una bella sonrisa. Pensándolo bien, hacía mucho tiempo que no la veía, pero bueno, estas fechas suelen ser las indicadas para pedir ayuda y conseguir una buena respuesta. Andamos tiernos de corazón y nos gusta pensar que somos buenas personas al ofrecer una pequeña cantidad de nuestros recursos a los más necesitados. Alguno lo llamaría puro egoísmo. Deberíamos luchar para que no exista nadie en esta situación, pero eso es mucho más difícil.

Sigo mi camino y me encuentro a un chaval, también emigrante, de rodillas con la mano extendida. Una pose, imposible de mantener mucho tiempo, que surte efecto en las personas que pasan por delante. Podría estar de cuclillas o apoyado en sus talones, sin embargo, mantiene el tipo en esa posición tan incómoda. Vuelvo a recordar que no tengo suelto. Intento imaginarme cómo debía ser su vida en su lugar de origen para acabar de esta manera.

Al avanzar hacia mi tarea me encuentro con un amigo. Es momento de preguntas educadas y resúmenes anuales. Son fechas para interesarse también por tus seres queridos. Hablando sobre los agobios de los distintos atracones que nos quedan por delante, me fijo en una chica de mi edad, demandando limosna. Se trata de alguien autóctono, pero no me parece conocerla. Impresiona mucho más al ver las barbas de tu vecino cortar. Evidentemente sigo sin suelto y me pregunto si mi colega llevará algo encima. La verdad es que me corta pedir prestado, por lo que no le digo nada.

Después de varias horas de recados y distintos menesteres vuelvo a coincidir con el chaval de rodillas. En todo este tiempo no se ha movido. Recto, serio y soportando un frío invernal, sigue ofreciendo su mano en forma de cuenco. Miro en mis bolsillos… joder, no llevo suelto. Harto de mi nula liquidez decido comprar el periódico en un quiosco cercano, recibiendo varias monedas en el cambio, con un destino claro. Mi agnóstica existencia la extrapolo a muchos ámbitos sociales, ya que no creo en Dios, ni en la política, ni en el fútbol, pero me sorprendo cuando al final de la mañana llego a casa, después de volver a recibir el saludo de la rumana, y me doy cuenta de que me he quedado sin suelto. Es una sorpresa grata que me ayuda a seguir creyendo.