De nuevo la ardua labor de
esquivar a esos torpes gigantes que no sabían volar. Incapaces de levantar dos
palmos de suelo, se presentaban siempre como el mayor obstáculo para conseguir
unas migajas con las que alimentar a su polluelo. La pequeña gorriona se movía
espídica, precisa y nerviosa entre los numerosos usuarios de la plaza del
pueblo. Mientras los niños jugaban con ruidosas actividades acompañados de
proyectiles esféricos imprevisibles, los más grandes permanecían sentados en
grupos reducidos, comiendo y bebiendo distintas consumiciones. Alguno aislado y
sentado en los bancos del espacio público parecía observar a los demás e
incluso ofrecía alimentos extras a los pajarillos.
Hacía mucho tiempo ya que las
distintas especies de alados se habían acostumbrado a cohabitar en el entorno
urbano. Las aves más voluminosas no accedían de manera tan sencilla a las
diminutas pérdidas de sus raciones por parte de los humanos. En ese aspecto no
eran rivales, pero también atacaban a los plumíferos físicamente inferiores.
Palomas, gaviotas e incluso algún mirlo además de gorriones compartían el
territorio. Esto conllevaba enfrentamientos salvajes entre ellos. En pocos años
el lugar, únicamente frecuentado por gorriones, fue adoptando distintas clases
de pájaros no tan frecuentes.
Ese día la responsable madre
había conseguido dos buenas tajadas para su retoño. La primera con gran velocidad
se la ofreció al impaciente vástago. Cuando fue a recoger la segunda tuvo que
esquivar a varias palomas, estas sí, contrincantes formidables ante un
suculento bocado. Una mujer observaba la acción del pequeño animal, deseando
cambiar su vida por la del concienzudo recolector. Parecía una labor sencilla,
pensaba la espectadora: solo buscar comida y alimentar a sus allegados. Todas
las preocupaciones derivadas de asuntos económicos, problemas sociales o
inseguridades estéticas eran indiferentes para la bonita gorriona.
El nido de la minúscula familia
se encontraba en un árbol enfrente de un supermercado y encima de unos
contenedores de basura. La diminuta cría esperaba ansiosa la segunda tajada. Ya
tenía todo el plumaje, pero todavía no había intentado volar. Veía venir a su
progenitora, aleteando elegante. El corazón le dio un vuelco cuando una enorme
gaviota se cruzó en la trayectoria de la portadora de su sustento. Esta hizo un
par de quiebros y se desvió, perdiéndose por detrás de varios edificios.
En ese preciso momento se juntaron dos condicionantes de un hecho casi
trágico: el pajarillo salió de su hogar leñoso para visualizar la posición de
su madre y un camión de la basura se apresuraba a realizar su ronda, por
motivos desconocidos, antes de su horario habitual. La titánica máquina se paró
delante de uno de los contenedores colocados debajo del nido. Al descargar y
volver a colocar el primer recipiente de basura, dio un golpe en el suelo tan
fuerte que desequilibró a la cría, haciéndole caer sobre la tapa del siguiente
oloroso continente. Para cuando el
pequeño se pudo recuperar del golpe ya estaba siendo volcado sobre los desechos
anteriores ante la mirada aterrada de su allegada. Era una imagen desgarradora
para la responsable ave, quien no dudó en meterse de cabeza en el putrefacto
contenido del camión para sacar a su allegado. Coincidió esta acción con la
devolución del depósito vaciado por el potente mecanismo, y la tapa golpeó a la
preocupada pájara. Aturdida por el impacto, cayó dentro del contenedor,
quedando atrapada en su interior. Su hijo tuvo la suerte de encontrar un hueco
dentro de una lata que estaba alejada del compresor. Los dos insignificantes
animalillos resultaron prisioneros y separados por la más desagradable
evidencia de la presencia humana.
Rodeados de oscuridad, madre e
hijo luchaban por salir de sus celdas sin éxito. La adulta rebotaba contra las
paredes invisibles una y otra vez hasta que terminó cansada en el fondo del habitáculo.
Impotente y también cansado, el vástago se resignó a permanecer en su oscuro
emplazamiento.
La primera en salir fue la
progenitora, que salió disparada cuando un vecino levantó la tapa para verter
su basura. Le dio un susto de muerte y a punto estuvo de aplastarla al soltar
de golpe la cubierta. El proyectil en forma de gorriona no paró de aletear
hasta llegar al nido. Estaba nerviosa y no encontraba por ningún lado a su polluelo.
Removía las plumas mudadas por los dos habitantes del pequeño cobijo como si
fuera posible encontrarlo escondido debajo. Se elevó y voló por la plaza
pendiente de cualquier movimiento reconocible. Acabó volviendo al nido cansada.
Sin saber qué hacer se acurrucó triste sobre los trazos de la presencia de su
allegado.
Los moradores del barrio al día siguiente no vieron revolotear ni recolectar a la plumífera. Esta permanecía quieta en su frío hogar. Fue de nuevo al anochecer cuando una fuerte vibración volvió a mover el árbol que sustentaba su refugio. Entonces saltó de su letargo y recordó excitada la trifulca con el artificial artefacto. A pesar de ser tarde para el estilo de vida que caracterizaba a esta especie aviar, parecía estar muy activa, siguiendo a la enorme máquina recogedora de basura.
Casi una hora después la
minúscula acosadora seguía detrás del camión en dirección al vertedero. Se posó
en un lado seguro y se dejó llevar hasta llegar a la extensa zona donde se
vertía lo recogido en la cuidada ciudad. Se lanzó sobre los deshechos sin
apreciar las dimensiones del terreno infectado que tenía delante. Curiosamente
encontraba comida por todos los lados. Se quedó medio dormida entre algodones
de distintas procedencias. El olor insoportable no le impedía descansar.
El polluelo se encontraba cerca
de su madre escondido dentro de una lata enorme de atún, prueba directa del
problema con el reciclaje en la zona. Había permanecido todo el día agazapado
intentando pasar inadvertido y gracias a los astros en ese infesto lugar había
muchas más distracciones que el pequeño aprendiz de vuelo. Nada más caer sobre
los antiguos restos de algún trastero reformado, se quedó paralizado por la
presencia de miles de gaviotas revoloteando sobre los escombros. En el entorno
también había sentido fauna terrestre, investigando y devorando todo lo que
encontraban en su camino. Había tenido que salir, medio corriendo medio
intentando volar, hasta llegar a la lata que ahora era su provisional hogar.
La noche se hizo larga.
A la mañana siguiente la estampa delante
de la inconsciente rescatadora no pintaba nada bien. Tuvo que elevarse para
huir de una enorme rata que con un ágil salto casi consigue atraparla. Huida
que la llevó justo hacia la nube de gaviotas que cubría la zona. Varias de
ellas se percataron de su presencia y salieron de su trayectoria, intentando
cambiar de objetivo. Entre choques y amagos cayeron en picado detrás de la
gorriona. Esta se estrelló cerca de su cría, llamando su atención. El ave
adulta demostraba una voluntad titánica y esquivaba a sus perseguidoras,
metiéndose en una vieja jaula oxidada. Las patas palmípedas de sus atacantes no
podían agarrar los finos alambres de la prisión metálica y manipularla se les
hacía muy difícil. A pesar de todo la zarandearon, intentando conseguir su preciado
manjar.
Dejaron de prestarle atención cuando desde la enorme lata salió el
asustado polluelo. Su progenitora le miró nerviosa entendiendo el peligro al
que se enfrentaba, pero la pequeña entrada a su peculiar refugio se encontraba
obstruida. Las dos amenazas habían dado la vuelta a la estructura que la
protegía, dejando la única abertura contra el suelo. Casi no podía pasar e
intentaba con todas sus fuerzas conseguirlo. Aleteaba contra el suelo y se
dejaba varias plumas en el esfuerzo mientras veía a las dos hambrientas aves
acercarse lentamente hasta su hijo. Este se volvió a esconder debajo de la
lata, pero ya le habían descubierto. De un fuerte golpe quedó de nuevo
indefenso. Parecía el final de la corta vida del pequeño ante el infructífero
intento de evasión de su madre.
De repente el terreno se movió, asustando a los dos palmípedos y
provocando un enorme caos en la zona. El espeso polvo que cubría la nueva
configuración de la inestable montaña de basura hacía imposible ver qué había
pasado con los dos gorriones. La maquinaria del vertedero removía los deshechos
acumulados, dejando paso a la siguiente tanda. Con el corrimiento de escombros
la angustiada mama se consiguió liberar de la jaula. Cuando se calmó el oloroso
trasiego de desperdicios localizó a su retoño atrapado en una pecera cuadrada
de cristal. Si no se producía otra acción de recolocación no podría salir de la
transparente cárcel.
Todo estuvo en calma varias horas mientras la preocupada madre no se
despegaba de su cría, a pesar de que un extraño material les impedía
acurrucarse. La gorriona había intentado alimentar a su retoño sin conseguir
atravesar el cristal. Al final, agotada, se posó al lado de su hambriento
allegado impotente.
Apareció de entre dos bolsas de basura una enorme rata. El pájaro adulto
pudo elevarse y salvarse así de la amenaza, pero el polluelo no podía marcharse
de su prisión. La carroñera roedora se lanzó contra el cristal y rebotó
aturdida. Empezó a olfatear alrededor de la pecera y con gran brío se puso a
escarbar en un lateral. Poco a poco fue metiendo el hocico, mostrando sus
enormes paletas superiores. El pajarillo se fue apartando del violento intruso
a la vez que este introducía su cabeza. Al no poder llegar hasta su presa hizo
el agujero más grande para poder entrar entero. La pequeña ave asustada empezó
a picarle en la cabeza hasta darle en un ojo, arrancándoselo de cuajo. Su
progenitora se lanzó en picado y le propinó un fuerte picotazo en el lomo
trasero. Asustada, dolorida y sorprendida, la rata entró de golpe en el
continente cristalino para peces. Chocó, moviendo todo, y dejó una salida clara
para el pajarillo aterrorizado. Madre e hijo se dispusieron a alzar el vuelo. Este
último no pudo hacerlo a la primera, pero sacó fuerzas renovadas y potenciadas
por la adrenalina que le impulsaron hacia el cielo.
Volaron como si les persiguieran monstruos invisibles a sus ojos y
presentes en los demás sentidos. Acumularon una hora de frenético aleteo hasta
que la rescatadora cayó agotada hacia los matorrales de la zona montañosa colindante
con el vertedero. Se fue a posar encima de un árbol, que por su altura se
podría confundir con un arbusto, situado en un descampado. Necesitaba descansar
un rato para poder continuar. Su joven hijo se recuperaba mucho más rápido,
excitado por las posibilidades que le brindaba el poder volar. Pero sus
problemas no habían acabado. La madre se intentó mover en la rama, pero estaba
atrapada por una cola adhesiva. Se cayó al suelo derrotada y pegada a su trampa
a la vez que veía a su recién rescatado, intentando deshacerse de su
correspondiente lastre pegajoso. Un hombre rápidamente cogió a los dos
pajarillos y los metió en una caja de mimbre.
En la penumbra de la leñosa baliza, los dos pajarillos sufrían los
vaivenes del movimiento generado por el gigante que los había apresado. Estaban
vendidos, aunque intentarían escapar a la mínima oportunidad. Era necesario
descansar.
El captor los metió en una estancia llena de pequeñas aves, como los
gorriones, de distintas especies. Algunos tenían colores variados que
resaltaban ante los plumajes sobrios de los dos recién llegados. El humano
parecía tener bastantes años. A decir verdad, no les daba tanto miedo el trato
con personas, ya que casi siempre eran alimentados por ellas. La gorriona
estaba muy quieta, cansada. El hombre los puso en una de las perchas preparadas
para que se posaran los distintos alados. Estuvo poniendo comida en distintos
sitios mientras lo observaban sus nuevas adquisiciones. Al abandonar el poblado
habitáculo no lo hizo solo, ya que los dos gorriones salieron disparados detrás
de él antes de cerrar la puerta. El anciano miró como escapaban sus dos trofeos,
sorprendido por la increíble iniciativa de los animalillos. Escupió un
juramento mientras sonreía divertido.
Volaron sin mirar atrás hasta reconocer el hormigón a lo lejos. La
naturaleza se les hacía extraña, salvaje y peligrosa.
***
Una mujer en la plaza observaba el banquete que se estaban dando dos gorriones cerca de su mesa y se animó a ofrecerles más migas de pan sobrante de su actual consumición. Era incapaz de distinguir a la adulta del joven polluelo, con plumajes marrones y puntas negras, pero en su mente se repetía la misma idea: «Qué fácil y tranquila parecía la vida de un pajarillo comparada con sus problemas cotidianos».
FIN