Visión artificial

Un prototipo de visión artificial que sorprende por sus resultados y pone la vida de la desarrolladora y del primer usuario patas arriba.

—A ver, prueba a activarlo ahora —dice Lurdes después de ajustar unas gafas en la cabeza de Mikel.

Se encuentran en la sala de estar del apartamento del chico. Él aprieta un botón.

—¡No veo nada! —grita de repente—. ¡Estoy ciego!

—Qué idiota eres. —Sonríe, divertida—. La idea es que estas gafas vean por ti.

—Habla más bajo… —susurra, adelantando el rostro, a pesar de que Lurdes se haya colocado detrás de él—, está Lulú de cuerpo presente.

Una perra lazarillo, tumbada a pocos metros de ellos, levanta la cabeza al oír su nombre, atenta a las necesidades de su compañero de piso. Al comprobar que no le dice nada, vuelve a apoyarla en el suelo.

—Todavía no me creo que hayas llamado a la perra como yo.

—¿Qué perra? —Separa las manos hacia los lados como si no se enterase de nada—. Oye, tú casi me muerdes.

—Te interpusiste entre mi hamburguesa y mi boca.

—Reconoce que te atraigo.

—Uy, sí, me encanta cómo me miras.

—Ay —se agarra el pecho—, perra mala.

Lurdes se acerca a Lulú y la acaricia.

—Qué paciencia tienes, bonita. —Coge su móvil y desliza el dedo, revisando varias aplicaciones abiertas—. No sé qué pasa, debería funcionar.

—A estas redes neuronales parece que les falta la chispa… o un tornillo.

—Perdona, pero no eres el más indicado para hablar. —Se ríe ante la mueca de enfado de Mikel—. Llevas un sistema que ha sido entrenado con millones de imágenes, con trillones de sonidos y una cantidad obscena de vídeos de todas las clases. Nada porno.

—Menos mal, aunque sería toda una experiencia. Por otro lado, si consiste en buscar semejanzas entre lo que capta la cámara y las imágenes estudiadas…, ya sabes que las comparaciones son odiosas.

—Te ayudaría cuando olvides subirte la bragueta.

—Muy graciosa… ¿Has pulsado el botón de power, lista?

—Espera, ¿qué haces? —La joven se abalanza sobre el brazo del chico para ver lo que tiene en la mano. Mikel aprieta un mando similar a un cigarrillo electrónico—. Estás dando al botón de subir el volumen.

—Oye, me pones unas gafas superinteligentes y no les añades los mandos en las patillas.

—Es un prototipo y tú eres el afortunado en probarlo.

Le quita el mando y aprieta el botón de encendido.

—Hola, Mikel —una voz masculina sale de un pequeño altavoz colocado en la patilla derecha—, me complacerá ayudarte en todo lo que pueda.

—Vaya, es como un asistente del teléfono.

—Soy algo más: analizo el entorno en el que te mueves.

Los dos chicos se ríen ante la iniciativa del asistente.

—Está entrenado con tu forma de hablar y conversará contigo siempre que lo vea adecuado. Lo puedes desconectar con el mando o con el comando de voz «Sin Visión».

—Lo has llamado Visión, qué friki.

—Es que es para eso. Blanco y en botella.

—¿Y por qué no me dice qué tengo delante?

—El camino está despejado —contesta la voz de las gafas—. Si quieres una descripción más precisa: delante de ti hay un tresillo a dos metros; en la pared a tu derecha, a tres metros, una cama de perro con uno tumbado, y justo a tu izquierda, una lámpara de pie encendida.

—Te falta poner una cámara detrás.

—Justo detrás de ti hay una chica morena de pelo largo y alborotado. Te recomiendo moverte hacia delante para evitar el choque.

—Vaya control.

—Si algo viene deprisa por detrás, te avisará para que te apartes. Y te indicará hacia dónde.

—Oye, ¿y es guapa la chica que has visto?

—Cara sonriente, altura media, medidas proporcionadas, estilo alternativo, dentadura perfecta, ojos gris claro…

—Vale, vale. Sabe hasta el color de tus bragas.

—No llevo.

—Oh, qué provocona.

Ríen los dos con ganas.

—Pruébala una semana en tu día a día y apunta lo que funcione mal.

—¿Cómo voy a apuntar…? Ah, vale, Visión me ayudará.

—Efectivamente. Espera…

—La chica se sitúa delante de ti. Coge un cojín y lo lanza hacia tu pecho.

Mikel reacciona enseguida y agarra el cojín antes de que le impacte.

—¡Eh! ¡Que soy ciego!

—Muy bien. No pensaba que fueras a pararlo. La detección artificial es muy rápida, por lo que debería darte tiempo para reaccionar.

—También cuenta que tengo reflejos de ninja. —Mueve las manos dos veces como si cortara el aire.

—Sí…, eso también cuenta.

—La chica se acerca a la perra.

—A ver, Visión, ella se llama Lurdes y la perra, Lulú.

—Entendido. Lurdes se agacha y acaricia a Lulú. Te mira y guiña un ojo.

—Bueno, será mejor que os deje para que os vayáis conociendo. —La joven acerca más la cara a la perra—. Hasta otro día, guapa. Si esos dos te dan mucho la turra, avísame.

Lulú suelta un gemido a modo de despedida.

—Mañana vuelvo.

Mikel se mueve hacia ella.

—Lurdes está a dos metros… A un metro… A menos de un metro.

Se para y extiende el brazo para coger el de la chica.

—Sabes que te puedes quedar a dormir… —un silencio desconcertante los envuelve—, dientes perfectos.

—Lurdes está muy cerca —puntualizan las gafas.

Entonces es Mikel el que se extraña de la reacción.

—No me acuesto con ninjas.

—Espera, ya sé cómo eres, ¿pero tú cómo me ves a mí? ¿Estoy follable?

—Eres como Brad Pitt, aunque muchísimo más feo.

—O sea, como todos.

Ríen de nuevo.

—Algún día caerás en mis redes. Ahora tengo supervisión.

—Anda con cuidado hasta que te hagas con los mandos.

El aparato electrónico le describe cómo Lurdes sale del piso y cierra la puerta. Empieza a poner a prueba a Visión con un reconocimiento del entorno.

En la cocina fríe un par de huevos siguiendo las instrucciones de Visión y la charla entre ellos se vuelve de lo más fluida. Encuentran problemas para diferenciar la sal del azúcar, el aceite del vinagre, el agua del vodka y, en general, todo aquello que se parece mucho visualmente. Antes de apuntarlo como fallo del sistema, intenta enseñar a la inteligencia artificial a distinguirlos. Chequean las etiquetas para determinar el contenido de los recipientes. Se percata de que como lector de textos es una maravilla y no tarda en usarlo como guía de internet y como narrador de novelas a las que siempre le ha costado más acceder.

A través de la descripción detallada de Visión, imagina por primera vez cómo come su fiel compañera. Desde que Lurdes se ha marchado, lo persigue por la casa, pendiente de sus necesidades. Visión también le ha servido para localizar y entender mejor el comportamiento de la perra. En varias ocasiones lo ha impresionado con consejos certeros para acomodarla mejor.

Apunta un fallo que hay que tener en cuenta: no se lo puede llevar a la ducha. Más tarde borra la sugerencia por ser un poco turbia.

Unas voces lo despiertan. Tarda unos instantes en superar el estado somnoliento. Se acuerda de que en la mesilla ha puesto a cargar su nuevo juguete.

—Visión, ¿qué hora es?

—Son las tres y treinta de la madrugada del domingo 26 de mayo de 2024.

Tras varios segundos de silencio, las ganas de orinar lo animan a abandonar el cómodo colchón para vaciar la vejiga y poder conciliar el sueño. Lulú se levanta al verlo salir de la cama, ya que tiene un pequeño catre en el cuarto. Esta vez, Mikel va acompañado por su fiel compañera y el costoso prototipo de Lurdes. Sigue sus indicaciones con gran soltura y descarga, sentado en la taza, los sobrantes de las últimas horas. Aprovecha para comprobar los útiles de aseo de los que dispone en esos momentos y elabora un principio de lista de la compra para el lunes.

De vuelta por el pasillo, nota una caída de la temperatura muy pronunciada. La perra gruñe. A Mikel se le pone la piel de gallina.

—Hay un hombre en la puerta del salón —dice Visión.

Se queda inmóvil. Enseguida se da cuenta de que se refiere a lo que ve por la cámara trasera.

—De metro noventa, con un cuchillo en la mano derecha. Mira hacia nuestra posición.

Mikel nota cómo los testículos se le esconden dentro del cuerpo y le producen un profundo dolor, añadido al estado de entumecimiento que solo puede asemejarse a la sensación de terror que tantas veces se ha descrito en las películas y novelas de género.

—Se acerca. Está a cuatro metros… A tres metros… A dos metros… A un metro…

El chico y la perra corren hacia el cuarto mientras la inteligencia artificial intercala instrucciones para guiar a Mikel e informar del progreso del ser que ha aparecido en su salón.

Entran en el dormitorio y el humano termina de cerrar la puerta que su acompañante, nerviosa, ya ha empujado. Expectantes, se alejan de la robusta madera. Lulú no para de gruñir y él se agacha para calmarla. Nota sus temblores, pero el calor de su cuerpo lo tranquiliza también.

—Un brazo con un cuchillo atraviesa la puerta.

Mikel se cae hacia atrás y Lulú se mueve a su lado, ladrando y gimiendo.

—Ven, pequeña. —La agarra y la abraza. Se calma un poco, pero sigue gimiendo, asustada—. ¿Hay alguien ahí? —No se oye ningún ruido—. Visión, ¿ves algo?

—La puerta está cerrada y no hay nadie.

—¿Qué cojones?

Intenta pensar. Debería llamar a la policía, pero no sabe dónde ha dejado el móvil.

—¿Ves mi móvil?

—Levántate para que inspeccione el entorno.

El chico obedece.

—No está en la habitación. En el inventario del salón encuentro un teléfono.

—Joder. Te puse a cargar y me olvidé del móvil. Espera… Llama a la policía.

—Lo siento, el sistema no dispone de ese servicio.

—Pues manda un email.

—Tampoco puedo mandar emails. ¿Lo apunto como posible mejora del sistema?

Mikel no escucha la pregunta, tratando de dilucidar qué hacer. Poco a poco, se acerca hasta el acceso cerrado. Mira a su alrededor.

—¿Ves algo que me sirva para protegerme? —La voz le tiembla, alterada por el momento vivido.

—Hay un paraguas a tu izquierda, entre el armario y la pared.

—¿En serio?

Se extraña, ya que no se acuerda de ese rincón que seguramente no ha usado en varios meses. Explora el hueco y saca el objeto lleno de polvo. Tose un par de veces.

—¿Dónde está Lulú?

—A tus pies.

—Vale, preciosa, quédate aquí dentro. —La acaricia y esta le lame la cara—. Vete a tu sitio. —La perra se acurruca en su camastro, gimiendo.

Sale de la habitación con cuidado, empuñando el paraguas a modo de espada de acero valyrio.

—Visión, descríbeme todo.

—El pasillo está despejado. Al final, en el salón, se ve una luz parpadeante.

—¿Qué luz?

—La luz de un televisor.

De nuevo, baja la temperatura. Asume la imposibilidad del propio suceso: no tiene televisión desde hace años. Con el arma a punto, entra.

—En mitad de la estancia hay un tresillo y, a cada lado, un sillón. Tienes uno de ellos a dos metros… A un metro… Ahora estás sobre el sillón.

—No es real. —Se asombra ante ese descubrimiento.

—A tu derecha, hay un televisor encendido. Delante de ti, a un metro, está el tresillo. Un hombre desnudo se encuentra tumbado boca abajo sobre una mujer también desnuda y tumbada boca arriba. Parecen dormidos.

Mikel se acerca.

—Ambos tienen el cuerpo ensangrentado. O están muy malheridos o muertos. Hay un cuchillo manchado de sangre en el suelo, al lado del brazo de la chica, que cuelga desde el sofá.

—¿Cómo es?

—Rubia, delgada, de piel blanca. Tiene los ojos cerrados.

—¿Y él?

—Pelo muy corto y oscuro, complexión atlética y con un tatuaje tribal de un puñal en el brazo derecho. Ha abierto los ojos.

—¿Quién?

—La chica.

Se escucha un grito terrorífico en los altavoces de las gafas y Mikel se las quita por acto reflejo.

—Sin Visión.

El sonido se apaga y las gafas se desactivan.

Vuelve a su habitación por el camino que ya conoce, confuso y aún alterado. La temperatura parece normalizarse a la propia de ese mes del año. Al entrar en el cuarto, Lulú lo recibe nerviosa y alegre. Se sienta junto a la cama de la perra hasta que se queda dormida. Él también lo intenta, pero la cabeza le funciona a cien por hora, repleta de pensamientos oscuros. Su cuerpo llega al límite y cae rendido.

Al parecer, hay un problema de funcionamiento bastante considerable.

—¿Estás seguro de lo que viste…, digo, oíste? —Lurdes, en el tresillo, lo mira incrédula por lo que le acaba de narrar.

—Tengo un dolor de espalda tremendo por la noche que he pasado. Me lo contó al oído como si fuera una película de terror. Ese chisme está muy mal.

—Llevo tres meses probándolo y no me ha dado ningún problema.

—¿De día?

—Claro, de noche duermo como todo el mundo.

—Pues nos acojonó. Lulú, la pobre, no sabía qué hacer.

—Espera. Guardo un registro de todo lo que recogen las cámaras y los micrófonos.

—¿Cómo? ¿Y no me lo habías dicho antes?

—Es que no es muy legal. Solo lo he activado para esta fase de pruebas.

—Me siento… —pone una mueca de asco— violado.

—Perdóname, no pensaba revisarlo si no era necesario y te iba a pedir permiso.

—Necesitarás esforzarte más para compensar este ultraje.

Mikel cambia la cara y se muestra serio.

—¿Quieres un póster mío desnuda? —pregunta con una sonrisa pícara. Se conocen muy bien y nota cuándo le toma el pelo.

—Sabes que no sirve de nada.

—Claro —replica, divertida—, no tiene relieve.

—Qué arpía. ¿Y si me hubiera pajeado con las gafas puestas?

—Estarías en internet con millones de visualizaciones, pero deberías enfocar bien.

—Qué graciosa…

El chico mantiene el gesto de enfado mientras espera una respuesta.

—Venga, te estoy haciendo un favor con este proyecto. Somos pioneros. —Lurdes no da su brazo a torcer—. Vale… Te compro una caja de cervezas y dos calipos de limón.

Mikel gira la cabeza en su dirección, todavía enojado.

—Dos de limón y dos de fresa —dice y sonríe triunfal.

—Qué aprovechado eres, capullo.

Sonrientes, se disponen a enchufar las gafas en el portátil de la chica. Lurdes abre un software en el que se visualizan las cuatro cámaras integradas en las gafas. Transfiere los datos en un minuto y reproduce el vídeo, en el que aparece una línea de tiempo.

—¿A qué hora fue?

—A las tres y media.

—¿Esa no es la hora del diablo?

—Anda, tía, no me acojones aún más.

—A ver…

Conforme se reproducen las imágenes, se van seleccionando elementos del entorno que luego pasan a ser información para el usuario. Cuando llega la hora indicada, Mikel aparece frente al espejo del baño con las gafas puestas.

—Veo que duermes con pijama.

—Qué torta te daba.

—¿Para qué quieres un espejo en el baño? —Ríe y desliza el cursor hasta las imágenes de regreso al cuarto—. Hostias…

Sorprendida, Lurdes no puede dejar de mirar lo que sucede en el vídeo, donde el asistente narra la situación a Mikel. En realidad, no detecta nada raro en el entorno, pero el programa va marcando siluetas de objetos y personas que no están en el piso. Aprecia perfectamente cómo una de esas selecciones es la de un hombre que entra con un cuchillo enorme y sigue a su amigo hasta el dormitorio. Después ve salir a Mikel con un paraguas.

—¿Cogiste un paraguas? ¿Para enfrentarte a un cuchillo de carnicero? Vaya huevos.

—Tenía la mente nublada. Mejor que las cervezas, cómprame una porra extensible y un táser.

Lurdes lo revisa varias veces y no da crédito a lo que ven sus ojos.

—Es alucinante —dice mientras apoya la espalda en el sofá—. Esto sí que no me lo esperaba.

—¿Piensas que me invento algo así por gusto?

—Creía que era una treta tuya para que durmiera contigo.

—No necesito esas artimañas, guapa. Esto… Entonces, ¿te quedas esta noche?

Lurdes calla unos segundos.

—He de reconocer que como estrategia es muy buena.

—¡Bien! ¡Fiesta de pijamas! Nos lo vamos a pasar en grande.

—Pero nuestro amiguito visionario también está invitado.

—Tres son multitud —dice Mikel con fastidio—. Espera…, ¿te molan los tríos? —Se muestra expectante por la posible respuesta.

—Mientras no sea con otro ciego, me apunto.

—No sé si vamos a dormir como sigas así.

—Ya te digo yo que no. Me voy a casa a por una muda y un cepillo de dientes.

—Y el pijama.

—No uso. —Sonríe, acercándose a la puerta.

—Qué fresca.

Antes de marcharse, Lurdes se gira para mirar al anfitrión.

—Me paso por el chino.

—De acuerdo, recuerda mis cervezas y los calipos. —Tras decir esto, le saca la lengua.

A las dos horas, llega con la compra, una mochila con sus enseres y una tableta electrónica muy potente desde la que puede monitorizar en tiempo real el sistema de cámaras de las gafas y, de esa manera, ganan movilidad para su futura sesión nocturna.

Lurdes se pasa la tarde investigando en su ordenador el posible error que ha cometido con la programación del prototipo. Realiza pruebas modificando las variables: con la luz apagada, con una distribución diferente del entorno, con varias cámaras tapadas y reajustando la precisión que utiliza la inteligencia artificial, y no encuentra nada extraño. Ese parámetro lo considera esencial. Si estuviese muy bajo, el sistema se inventaría lo que ve según lo que conoce: una farola podría identificarla como una columna o un árbol. En cambio, si estuviera demasiado alto, el objeto tendría que ser exactamente igual que el fotograma capturado y analizado para que lo reconociese.

Mikel se entretiene escuchando pódcast en los que se habla de apariciones fantasmales y de la hora del diablo. Algunos presentadores se proclaman videntes o personas con sensibilidad especial. Cae por azar en uno que dedica un programa a fotografías hechas a fantasmas y esto atrae la atención de los dos.

—Oye, a mí me cuadra. Has entrenado este chisme con fotos de fantasmas y ahora los ve por cualquier lado.

—Sé que hay bancos de imágenes para entrenar, pero no he visto todas. Es imposible. Qué raro… Si fuera así, ¿por qué no los vemos más a menudo?

—Joder, acabaremos llamando al tipo este del misterio.

—Es muy tarde. Vamos a cenar para luego estar preparados.

—Lo digo en serio, ¿no deberíamos llamar a un experto… o a un cura?

—A ver. Entiendo que da mal rollo, pero no te pasó nada, ¿no?

—No. Solo que dicen que a veces va a más.

—Usaremos el paraguas.

—Vete a la mierda… ¿Mañana no tienes que currar?

—Sí, iré como pueda.

La chica calla unos segundos mientras observa al chico ciego.

—Quizás seas una de esas personas especiales capaces de hablar con los muertos.

—Qué graciosa.

—No es broma. A mí no me ha ocurrido nunca. Si no se debe a una interferencia o a un mal funcionamiento, cabe la posibilidad de que tú lo provoques.

—El ciego vidente. Alguien en algún lado se está descojonando de nosotros.

—Puede que sea un error del prototipo. Voy calentando la cena.

Comen con ganas y conversan sobre cómo afrontar las horas que les quedan por delante. También intercambian confesiones personales que los unen con más fuerza. Se ríen, se calman mutuamente y juegan un poco con la perra.

A las dos de la mañana se quedan dormidos en el salón, en pijama.

A las tres y veinticinco, Lurdes se desvela. Todo parece en calma. Se pone las gafas.

—Visión, describe el entorno.

—No hay nada delante de ti. —Ella está segura de que es cierto, a pesar de la escasa luz—. Hay una pared a tres metros delante de ti y una puerta a cuatro metros y medio hacia tu derecha. El pasillo se encuentra más a la izquierda, a cinco metros de distancia.

La chica se mueve por el salón sin notar nada. Lleva la tableta electrónica en las manos y observa los resaltes que hace la aplicación sobre los distintos puntos de la estancia.

—Mikel, despierta. —Se acerca al sillón donde él duerme—. Mikel. Mikel.

—¿Qué…? ¿Qué pasa?

—Es la hora. Son las tres y media.

—¿Y qué?

—Tienes que ponerte las gafas.

—¿Qué dices? —pregunta, indignado—. Habíamos quedado en que te las ponías tú.

—Joder, tío. No puedo mirar la tablet y, a la vez, observar a mi alrededor. Además, conmigo funcionan normal.

—Pues eso me lo tenías que haber dicho.

—Póntelas, no seas cansino.

Accede a regañadientes y, nada más ponérselas, la temperatura baja por lo menos diez grados.

—Qué frío. Ayer pasó lo mismo.

—Esto no me lo habías contado.

—¿No escuchaste los pódcast o qué? Es lo primero que dicen.

—Estoy helada. —Lurdes se arrepiente de haber traído un pijama de verano—. Se me han puesto los pezones para colgar perchas.

—Hostias, qué dentera.

—Delante de ti —Visión interviene—, a cuatro metros, hay un hombre con un cuchillo de carnicero.

Ambos se tensan.

—Me cagüen la puta. ¿Lo estás viendo?

—Hay una silueta que parpadea en la imagen, parece que se ve un cuchillo.

—El hombre se acerca. Está a tres metros… A dos metros…

—Lurdes, ¿qué hago?

—Muévete a tu derecha. ¡Rápido!

Él obedece con torpeza.

—A un metro…

—¡Quítamelo! —Mikel corre como si llevara un avispero en las manos.

—A dos metros…

—Ahora de frente. Hay un sillón delante de él, no lo puede atravesar. —En la pantalla parpadea también el asiento seleccionado, además del hombre del cuchillo.

—A un metro…

—¡Quítamelo! —grita Mikel mientras corre hacia delante.

—Un poco a tu izquierda. Al pasillo. Cuidado con la pared.

—Está muy cerca… —puntualiza el asistente.

—¡Por Dios! ¡Quítamelo! —Mikel sigue agitando las manos.

—Ahora a la izquierda —dice Lurdes, apurada.

Los dos entran en la habitación donde aguarda Lulú tumbada en su camastro y cierran de inmediato.

—Un brazo atraviesa la puerta con el cuchillo —narra la voz artificial—. Desaparece. Aparece. Desaparece.

—Otra vez lo mismo. Esto es increíble. —Lurdes no da crédito a lo que sucede. Acaba de confirmar que lo que pensaba que era un fallo casual es un error perfectamente reproducible.

—Menos mal que el arroz es astringente —afirma Mikel, asustado.

—Espera… Sigue mirando a la puerta.

—Lurdes se acerca hasta la puerta y apoya la cabeza en ella.

—¿Qué haces? ¿Estás loca?

—Calla. —Tras unos segundos, dice—: No se oye nada.

De repente, un golpe hace vibrar la madera.

—Hostia.

—Lurdes corre hacia ti.

Se agarran, a la espera de lo que pueda entrar.

—Es una pasada —dice Mikel con cara de asombro—. ¿Has sentido el frío igual que yo?

—Sí, lo he notado. Lástima que no haya puesto un sensor de temperatura.

—Sería mejor que un detector de psicópatas infernales.

—Vamos a ver qué hay fuera.

—Joder. Tú estás loca.

—No creo que pueda hacernos nada.

—Hostias, no… ¿Y la temperatura y el golpe en la puerta? Ayer no la golpeó. Creo que hoy está más intenso.

—En la sala no nos perseguía porque la distribución era distinta. Está limitado por esa configuración. Además, dijiste que después no lo volviste a oír.

—Puuf. ¿Has traído algo?

—Como qué.

—Un crucifijo, una ristra de ajos, agua bendita…, ¡algo! ¿O tengo que usar el paraguas?

—¿Ahora eres creyente?

—No sé, toda ayuda es bienvenida.

—Venga. Te sigo.

—La puerta está a cuatro metros… A tres metros… A dos metros…

—¿Estás segura? —Mikel se para antes de abrirla—. ¿No prefieres echar un polvo?

—Qué pesado eres.

—Delante tienes el pasillo. Puedes girar a ambos lados. A tu derecha se encuentran los accesos a la sala de estar y al baño. Y, a la izquierda, otra habitación.

El chico se gira hacia el salón.

—¿Hay alguien?

—No. Todo despejado.

—Avísame de cualquier cambio.

—De acuerdo, Mikel. El acceso está a tres metros… A dos metros… A un metro… Has entrado en la sala.

—¿Ves algo raro?

—Todo está bien —contesta Visión.

—No, no está bien —replica Lurdes—. ¿Notas la bajada de la temperatura?

—Otra vez, nos va a matar de pulmonía.

—Céntrate.

—A ver, Visión, descríbeme el salón.

—Hay un tresillo en el medio, dos sillones…

—Vale. ¿Qué hay en el tresillo?

—Un hombre desnudo sobre una mujer, también sin ropa.

—Descríbelos.

—El hombre es de complexión atlética, pelo muy corto y oscuro, está depilado, piel morena, atractivo.

—¿Qué clase de asistente me has puesto?

—Calla.

—Sigue, Visión.

—La chica es rubia, de pelo rizado, piel blanca, atractiva.

—¿Tienen algo especial?

—Están ensangrentados. El hombre parece que ha muerto, presenta varias puñaladas en la espalda. Cuento doce.

—¿Se ha tragado un csi?

—¡Te quieres callar! —habla en voz baja, pero enfatiza cada fonema.

—Sigue, Visión.

—Lleva un tatuaje tribal en el brazo. Se asemeja a un cuchillo o a una punta de lanza.

—¿Y la chica?

—Lleva un pirsin en la nariz y una rosa tatuada en su antebrazo izquierdo. No hay ninguna marca de puñal a la vista, aunque la cubre mucha sangre. No está muerta.

—¿Por qué lo sabes?

—Ha abierto los ojos.

Un chillido terrorífico les hiela la sangre.

—Joder. Sin…

—No —le corta Lurdes—. Dile que te describa lo que pasa.

—Visión, ¿qué ocurre?

—La mujer llora y grita al ver al hombre muerto sobre el sofá.

—Creo que está confundiendo los lugares.

—¿En serio? —Mikel se lo piensa unos instantes—. Visión, inspecciona la sala.

—¿Qué haces?

—Déjame. Visión, adelante.

Los dos jóvenes se mueven por la estancia libre de obstáculos.

—Pasas por encima de los dos cuerpos. Estás frente a la puerta principal.

—¿Hay algún mueble?

—Sí, un recibidor a la derecha de la puerta. Estás a tres metros… A dos metros… A un metro. Hay llaves y cartas.

—¿Ves la dirección?

—La mujer ensangrentada está al lado tuyo.

—¿Qué?

Mikel se gira para mirar hacia atrás y nota que algo le quema la piel en el antebrazo derecho.

—¿quién eres? —La voz sale del altavoz de las gafas. Suena como si el príncipe de las tinieblas hubiera hablado por él.

—¡Ay, me quema! ¡Quítamelo!

—Apágalo —propone Lurdes.

—¡Corre! —Mikel sale disparado hacia el pasillo.

—La pared está a dos metros. Ve hacia la izquierda. Sigue recto un poco a la derecha. Ahora a la izquierda.

Lurdes lo sigue y Visión los dirige de nuevo al dormitorio. Dentro, en cuanto cierran la puerta, vuelven a sonar dos golpes fuertes contra la madera.

Se juntan en el camastro de la perra y esta se une al desconcierto.

—¿Qué ha ocurrido?

—Me ha tocado el brazo y quemaba como el hielo.

La chica le mira el antebrazo y lo ve enrojecido.

—Tenemos que ir a por algo para curarte.

—¿Y salir ahí? Puedo vivir sin un brazo, no me costará mucho.

—Vale, iré yo. Tú quédate con Lulú.

—No seas insensata. Esto es un rasguño. No quiero perderte —remata con voz afligida.

—Qué bobo eres.

—Vale, pero llévate el paraguas.

Ella se resigna a aguantar al teatrero de su amigo.

—Lurdes se aleja en dirección a la puerta.

—¿Lleva el paraguas?

—No.

—Insensata. ¡Ponte una rebequita!

La joven desaparece por la puerta. Y la cierra en cuanto sale.

—Tranquila, Lulú, mamá estará bien. Es más fuerte que nosotros.

La perra lo mira y le da dos lametones.

De pronto, se abre la puerta lentamente hasta pegar con la pared.

—¿Qué pasa, Visión?

—La mujer ensangrentada se encuentra en el umbral de la habitación.

Nada más oír a Visión, se apresura a buscar el paraguas por el suelo.

—¡tú lo has matado!

—Hostias. —Da un respingo por el susto del altavoz—. ¡Yo no he matado a nadie! ¡Había un hombre enorme con un cuchillo de carnicero!

—¡Lo has visto! —Esta vez, suena una voz dulce de mujer.

—Bueno, yo soy ciego, pero está grabado.

—¡te ríes de mí!

—La mujer está enfrente de ti.

Mikel chilla mientras coge el paraguas y lo abre. Se lo pone como escudo.

Durante unos segundos no sucede nada.

Alguien le quita el paraguas de las manos y Mikel pega otro grito.

—¿Qué pasa? —pregunta Lurdes.

Mikel se abraza a ella.

—Eres tú. Eres tú.

—Sí, y me estás ahogando.

—Ha funcionado. —Ríe, nervioso—. Ha funcionado.

—¿El qué?

—El paraguas.

—Apaga a Visión y déjame que te cure esa herida.

Mikel se deja querer por Lurdes, que le ofrece cuidados básicos, y consigue que se acueste con él, alegando que preferiría no estar solo esta noche. Por si acaso. Ella accede, ya que tampoco quiere quedarse sola. En la cama hablan de la insólita situación y elaboran hipótesis de las distintas posibilidades. La mujer de la pesadilla culpa a Mikel de haber matado al hombre, por lo que la teoría más fiable es que el extraño que empuñaba el cuchillo fuera el asesino.

Los momentos serios y las risas al recordar el pánico vivido los ayuda a tranquilizarse y conciliar el sueño.

Por la mañana, Mikel se despierta solo en la cama. Cuando llega al salón, se da cuenta de que Lurdes todavía anda por ahí.

—Te he preparado café.

—¿No tenías que ir a currar?

—Me he tomado el día libre. Por gripe.

—Qué mentirosilla y qué madrugadora.

—Digamos que me has echado de un pollazo.

—¿Qué?

—Que empezábamos a ser demasiados en esa cama.

—Ah, perdona, cosas de la física. Me pongo muy cariñoso por las mañanas —dice Mikel, sonriente, con los pelos alborotados y media funda de almohada grabada en la mejilla.

Se asea en el baño y vuelve al salón algo más presentable.

—¿Tú no tienes que ir a clase?

—Creo que me has pegado la gripe.

La joven sonríe, agradada por el comentario. Aunque está claro que Mikel no se puede enterar.

—Deja de mirarme con cara de boba —dice después de unos segundos en silencio.

—¿Qué dices, creidillo? —Se sorprende de que la haya descubierto.

—Uy, que te has enamorado.

—Sí —se ríe con lágrimas en los ojos—, los tíos que saben manejar el paraguas me ponen mucho.

—Ni se te ocurra dejar el cepillo de dientes —dice, riendo a la vez que ella.

—No, no, tranquilo.

Mientras Mikel saca a pasear a la perra, Lurdes prepara unas tostadas. Desayunan escuchando la radio.

—Antes de que te levantaras, he averiguado quién es la chica que nos visitó anoche.

—¿Qué cojones? ¿Llevamos tres horas mareando la perdiz y no me dices nada?

—No quería romper el momento. —Sonríe ante la estupefacción de él.

—Puedo sentir esa sonrisa de superioridad que muestra tu boca.

—Ah, ¿sí? Sientes mi boca.

—¡Quieres decirme quién es, que me estás poniendo de los nervios!

Lurdes tarda unos minutos en recuperarse de la risa.

—He vuelto a revisar lo que pasó y me he centrado en el mueble de la entrada. Tu idea fue muy buena. Así logramos ver el remite de alguna de las cartas.

—Soy una fuente inagotable de buenas ideas.

—Sí, pero siempre te quedas a medias. Le he pedido a Visión que analizara las imágenes y me ha dado varias opciones. He comprobado todas y resulta que en la cárcel de mujeres de Alcalá Meco hay una presa que se llama Rosalía García Castro, acusada de haber matado a su novio hace quince años.

—Puede ser una coincidencia y que no se trate de nuestra fantasma. Espera…, no está muerta.

—No. Creo que en breve la pasarán al tercer grado. La familia del novio todavía lucha para que no salga.

—Sigo pensando que no tiene por qué ser la de nuestro caso. Ni tú ni yo la hemos visto. Solo son manchas en una grabación.

—Pero Visión sí la ha visto y me lo ha confirmado. En una foto que he conseguido de internet sale con claridad el tatuaje en el antebrazo. Hay un artículo que te va a dejar con el culo torcido.

—Ya me espero cualquier cosa.

—Te leo: «r. g. c., de veintidós años y natural de Madrid, se declaró inocente. Alegó que en el apartamento había un chico con gafas que le confesó haber visto a un hombre con un cuchillo de carnicero. La credibilidad de la joven se debilitó cuando afirmó que el chico había desaparecido detrás de un paraguas justo en sus narices».

—No me jodas.

—Lo del paraguas me lo he inventado. —Lurdes se ríe con ganas.

—Qué tía.

—Declaró que el chico salió corriendo, pero estoy segura de que pasó lo que vivimos ayer.

—Es una puta locura. —Mikel lleva con la cara de asombro un buen rato—. Entonces, me conoce… ¿Vamos a ir a visitarla?

—No sabemos quién es el culpable. Yo creo que sería precipitarse.

—¿Te imaginas estar quince años encerrada por algo que no has hecho?

—Ya, es muy fuerte.

—Si me ve, me puede meter en un lío.

—No creo que se acuerde y tú tenías siete años en aquella época.

—Deberíamos decirle que nosotros la creemos.

—Yo me encargo. Hay uno en el curro con muchos contactos.

Intentan pasar un día normal sin lograrlo. La nube de las apariciones de Rosalía se coloca sobre sus cabezas sin posibilidad de disiparse. Es entonces cuando Lulú los obliga a hacerla caso, a jugar con ella y a salir de la casa donde converge el espacio-tiempo de una manera inusual.

Al volver, ocurre lo que tenía que ocurrir. Esta vez sin invitar al tercero en la ecuación: Visión.

La pareja de pioneros tecnológicos trata de reproducir la anomalía una noche más para descubrir al verdadero asesino, pero después de que Mikel termine con una raja en la tripa, superficial gracias al paraguas, deciden regresar al mundo real y seguir su investigación por derroteros más normales. Cuatro días después, consiguen una cita con Rosalía en la cárcel de mujeres. Su abogado debe estar presente. Petición expresa del letrado.

—Está Rosalía sola —dice Lurdes.

Se encuentran en la penitenciaría.

—Visión, confirma ese dato. —Mikel se lleva la mano a las gafas.

—A cincuenta centímetros, tienes una puerta metálica con un ventanuco de cristal grueso, por el que se ve a una mujer sentada detrás de una mesa. Junto a ella hay una silla vacía y otras dos enfrente.

—Eres un poco capullo.

—No se lo tengas en cuenta, Visión.

—Te lo digo a ti.

—Ponte detrás de mí, muñeca. —Mikel le enseña el paraguas para acompañar su propuesta.

—Qué valiente eres ahora que no es de noche ni estamos en la hora del diablo. Y guarda ese chisme, que hace treinta grados a la sombra. Nos van a echar. Todavía no sé cómo te han dejado entrar con eso.

—Es una buena herramienta para un pobre ciego.

Un funcionario de la prisión les abre la puerta y pasan al interior.

—No…, no puede ser. —Rosalía mira incrédula al joven con gafas.

—Hola, Rosalía. Me llamo Lurdes y este es Mikel.

—Siento mucho todo lo que ha sucedido.

—Pero es imposible. Bueno, no estoy loca. —Se muestra impresionada tras esta afirmación—. Tú mataste a Javier.

—Se equivoca. Es verdad que estuve presente, pero, como usted dice, es imposible.

—¿No iba a asistir su abogado? —pregunta Lurdes.

—Ahora viene. —Desvía la mirada hacia el ventanuco de la puerta—. Ahí está.

El letrado entra y con rapidez se dirige a su asiento, al lado de su clienta. Nada más sentarse, se queda sin habla al ver a Mikel frente a él.

La temperatura desciende diez grados.

—Soy Rodrigo Momento.

—¿No habéis notado la bajada de temperatura? —pregunta Lurdes.

Confirman con la cabeza.

—Creo que hay alguien más con nosotros —asegura Mikel—. Permitidme que os presente a Visión. Por favor, Visión, descríbeme lo que ves.

—Delante de ti, a dos metros, hay un hombre corpulento al lado de una mujer rubia.

—Son Rodrigo y Rosalía.

—Encantado.

—Sigue.

—Junto a la mesa, hay un joven desnudo, con el cuerpo ensangrentado, que apunta con el dedo a la cabeza de Rodrigo.

Mikel se levanta con el paraguas preparado.

Clienta y abogado recuerdan ese objeto. Recuerdan haberlo visto la noche en la que murió Javier. Rosalía acaba de descubrir que Rodrigo, el hombre que le ha confesado un amor incondicional, es en realidad el asesino del único amor verdadero que ha tenido en su vida.

Karma 2.0

Asunto: karma v2.0. El diablo está presente en la red

De: aupa@jorgegarciagarrido.es

Para: iglesiacatólica@santísimatrinidad.es

Buenos días:

Necesito con urgencia que la Iglesia o el papa hagan algo y cierren una web que ha sido creada por el mismo señor de las tinieblas. Está en circulación y al alcance de todos. Yo acabé en ella por casualidad y casi no lo cuento.

Conocí a una chica nueva de mi oficina hace unos meses. Entre papeles y tediosas tareas rutinarias, congeniamos de una manera inusual. De repente, los días grises se convirtieron en una gama de colores excitantes y motivadores. Confesamos nuestros miedos, aficiones, gustos y religión.

Le atraía el budismo, por lo que me informé sobre él por internet. En un principio, quedé fascinado. Pienso que se deberían añadir varios de sus puntos al cristianismo, pero eso es otro tema. El caso es que apareció ante mí el concepto de karma. Según la explicación oficial, consiste en que todo lo que hagas en esta vida te influirá en el futuro o en tus vidas posteriores. También creen en la reencarnación, claro.

Numerosos budistas daban constancia de vidas pasadas y reconocían que su estatus actual se debía a su comportamiento anterior. Algunos se habían redimido de sus pecados o de sus actos negativos y ahora disfrutaban de una existencia notable.

Enlace a enlace y buceando por curiosidades, encontré la página titulada Karma 2.0. En ella se proponía un sencillo test para conocer las posibles repercusiones en un futuro cercano de nuestros últimos actos. Pulsé el botón que llevaba la etiqueta de «Karma Test».

La siguiente pantalla advertía:

Para un resultado óptimo, es necesaria la sinceridad y tomar en serio al oráculo.

Ningún dato aquí expuesto se guardará en un soporte digital.

Obviamente, estaba en internet y este tipo de apreciaciones me las pasé por… Bueno, no hice caso. Pulsé el botón de «continuar». La nueva pantalla me pidió que indicara cómo quería que me llamase. Escribí «Putoamo». En año de nacimiento, introduje el «69». Llegué a un decálogo de buenas acciones. En la pantalla hubo una interferencia rara, pero no le di importancia. Las diez acciones venían encabezadas por esta frase:

Hola, Puto, ¿has hecho algo bueno esta semana?

Me había cambiado el nombre. Me pareció muy cachondo, por lo que proseguí con mi elección. Además, no vi la manera de poder cambiarlo. Entre varias opciones altruistas y humanitarias, me decanté por una que rezaba: «He acabado todas mis tareas a tiempo». No era la más espectacular, pero como preveía la próxima pregunta, la consideré la más adecuada.

Pulsé en «Siguiente».

Muy bien, Puto, has sido una persona buena, pero puedes mejorar.

Ahora, Puto, ¿has hecho algo malo esta semana?

De las diez acciones de la lista, elegí la más destructiva: «He torturado y matado a un ser vivo». Podía haber respondido anteriormente que había salvado la vida de un ser vivo y no lo hice porque en mi cabeza sonaba razonable que se anularía el efecto por ser extremos opuestos: una vida por la otra.

El test ya no me preguntó nada más. Ante mis ojos aparecían y desaparecían palabras mientras unos cálculos pasaban por los distintos estados budistas. Después del séptimo, la aplicación me presentó un número de siete dígitos y me mandó un mensaje:

Posees un karma muy descompensado. Para llegar al equilibrio, perderás un ojo y un brazo en una semana.

Camina teniendo en cuenta a tus semejantes y trata a todos los seres vivos como te gustaría que te trataran a ti. Nos encontraremos de nuevo.

Sé feliz, Puto.

Me sorprendió la claridad de la sentencia. ¿Sería lo mismo matar a una hormiga que a una persona? El veredicto no necesitaba de esa aclaración. Si el muerto que confesaba era un insecto, no me salía a cuenta lo de mis posibles pérdidas. Sin embargo, a cambio de un asesinato, sí estaría más proporcionado.

Una mosca superdesarrollada, ya que era siete veces una normal, se estrelló contra el cristal de mis gafas, dándome un susto de muerte. El aleteo desconcertado del bicho duró un milisegundo, pero me aceleró el ritmo cardíaco. También ayudó que la aplicación me había sugestionado.

Me reí en soledad para quitarle hierro al asunto y negar que algo tan aleatorio pudiera influir en mis convicciones.

El móvil vibró, llamando mi atención sobre un chat que compartía con un grupo de amigos. Llegaron siete mensajes casi seguidos, por lo que no pude desatenderlo. Un amigo nos proponía que fuéramos a dar una vuelta por una feria medieval que se celebraba en el centro. Se hacía una vez al año y, casualidad, coincidía que era ese fin de semana. Había puestos de venta ambulante construidos con maderas y se adornaba una amplia zona para ambientar el festejo. Es común en muchas ciudades y pueblos españoles. Entre las actividades propias de aquellos años, se encontraban las exhibiciones de arco y flechas, de tiro con ballestas y de duelos con espadas.

¿Qué podría salir mal?, pensé cuando me saltaron varias alarmas sobre las probabilidades de que mi integridad física sufriera daños, confirmando la sentencia de la prueba online. Las dudas se me disiparon nada más ver en una de las historias que mi compañera de oficina ya estaba en la feria. Me imaginaba una tarde agradable en la que sumaría puntos si le regalaba algo de bisutería esotérica. Sabía que le encantaba.

Todo por amor.

Con mis metas más optimistas, tomé rumbo al lugar donde se divertían mis amigos. He de reconocer que, justo en el momento que atravesaba el umbral de mi casa, no pude evitar santiguarme como se lo había visto hacer a mis abuelas y a las ancianas del pueblo. Miré hacia los lados antes de conjurar la costumbre católica para asegurarme que no me viera nadie.

La ruta más directa pasaba por al lado de unas obras urgentes, de esas que cambian la configuración vial de toda la ciudad y deben realizarse en fin de semana. Me sorprendí buscando otra alternativa menos aparatosa y más segura. Después de pensarlo y reconocer lo absurdo de la situación, escogí el camino más corto. Las risas que se iban a echar los colegas a mi costa cuando se lo contase me animaron a restarle importancia y a continuar con mi vida.

La incredulidad me duró hasta que un martillo neumático me hizo dar un brinco hacia el escaparate de un comercio que tenía la persiana echada. La estructura metálica sonó casi más fuerte que la herramienta, sobresaltando a los transeúntes. El golpe me había dejado dolorido el hombro izquierdo, pero me cercioré de que mi extremidad colgaba sin problema de mi cuerpo.

—Estoy bien, estoy bien… —quise tranquilizar al personal y a mí mismo.

El tránsito volvió a la normalidad medio segundo después de comprobar que se trataba de un imbécil con una atracción extraña hacia las persianas.

Reanudé la marcha y una paloma me pasó por encima. Me agaché como si el cuervo del infierno viniera a sacarme los ojos. Un grito agudo de pavor salió de mi tensa garganta.

—¡Joder! —protestó un cincuentón que casi me atropella.

—Perdona.

En mi defensa he de decir que la afición de varios tipos de aves urbanitas por visitar las terrazas hace que sus vuelos sean cada vez más rasantes sobre nuestras cabezas. Suelen tener buenos reflejos, pero ese día podría ser que me topara con un pájaro torpe.

En cada cruce regulado por semáforos sufría una crisis que me paralizaba y me obligaba a comprobar la seguridad del tráfico. Al final, corría de una acera a otra como si me quemara los pies en la arena, ante la cara de asombro de la gente que me rodeaba.

Los intentos por seguir con mi vida de manera normal no surtían efecto. Me doy cuenta de que es una de tantas razones para cerrar esa dichosa página. Ya sé que en estos entresijos de la fe resulta crucial el temor al ser omnipotente al que se venera, sin embargo, tanto temor me carga.

Me puse los cascos inalámbricos para ver si me calmaba. Ahora lo veo como una temeridad: anular el sentido del oído en semejante estado de emergencia no se encontraba entre las primeras opciones lógicas, pero en ese momento lo consideré una buena idea. Evité el death metal, ya que, en mi opinión, era muy adecuado para un accidente gore, y elegí un disco de hard rock.

El riff pegadizo de la primera canción me provocó una tranquilidad casi inmediata.

Jimmy ya no es ese joven soñador.

La vida cruel ha roto su corazón.

Un idiota infiel que, error tras error,

acabó por perder a su único amor.

El aislamiento que conseguí me hizo avanzar rápido e ignorar las señales que con anterioridad habían alterado mi conducta. Un chico en un patinete eléctrico pasó a pocos milímetros de mi espalda. Había decidido tocar su timbre para que me apartara en vez de aminorar la marcha. Lo vi despotricar mientras se alejaba a una velocidad, a mi parecer, fuera de lo normalizado.

Alguien se percató de que estaba tarareando la siguiente estrofa en un imperfecto inglés. Me lanzó un gesto sutil pero evidente con el que me demostraba el poco interés de los demás por mis gustos musicales. Me sentí como si fuera en un coche con la música a tope y las ventanillas bajadas.

Mara, decepcionada, sin su juventud,

apuesta con su alma a favor de la luz

que vio en esa mirada vestida de azul.

Dos aves enjauladas, una vida en común.

El suelo vibró justo cuando llegaba el subidón del estribillo. La canción me tenía ganado y en ese momento era uno más del coro de la banda de rock.

Woah, decían que se amaban,

oh-oh, ninguno, midió sus palabras.

Woah, anhelaban viejos tiempos.

Oh-oh, sus manos entrelazadas.

Esa fuerza imparable que ardía por las noches

y hacía dulces las mañanas.

¿Dónde quedaron? ¿Por qué abandonaron la batalla?

Cuando me di la vuelta, encontré el motivo del movimiento de baldosas: un bloque de hormigón de la obra que condicionaba el tránsito por esa calle había caído unos metros detrás de mí. Los obreros se apresuraron a parar la circulación y lo recogieron de inmediato. Gracias a Dios, no hubo que lamentar ningún daño personal. Me quité los cascos, asustado, y corrí hacia mi destino. No iba a dar más oportunidades al karma para demostrar su saber hacer.

Frené justo al llegar a la peatonal en la que se había montado la feria. El ambiente era espectacular. Personas de todas las edades disfrutaban de los puestos y de las atracciones medievales. Numerosas ofertas gastronómicas hacían las delicias de padres y madres mientras sus retoños se balanceaban en columpios de madera o se preparaban para girar en un tiovivo impulsado por un ingenioso mecanismo que el feriante activaba con esfuerzo y una manivela.

Los miedos sugestionados reaparecieron. Un puesto con apetitosos preñados de chorizo se convertía, en mi mente, en un lugar con contenedores de grasa que amenazaban con dispararla y destrozarme el ojo. La sección de cetrería, llena de picos y garras, me inspiraba escenas grotescas en las que la frase «cría cuervos y te sacarán los ojos» cobraba un realismo insoportable. Las espadas, escudos, hachas y demás armas de la época no ayudaban a apaciguar una imaginación intoxicada con películas, series y cómics en los que proliferaban las amputaciones de extremidades sin ningún miramiento.

Alterado, me dispuse a encontrar a mis amigos, a ver si en compañía me distraía y lograba superar el mal trago. Había demasiada gente para poder localizarlos. Era difícil concentrarse con tanto peligro potencial a mi alrededor. Un niño gritó por alguna razón y yo casi lo imité por acto reflejo. Un ladrido de un perro minúsculo me perforó el tímpano. Una mano en mi espalda acabó sacando ese alarido que estaba conteniendo.

—¿Qué te pasa, tío? —Era Pedro, mi colega.

—Nada, nada. —Forcé una risa.

—Estamos en las gradas para la demostración de tiro con arco y ballesta.

—Qué bien… Yo…

—Venga, que nos lo vamos a perder.

Me guio hasta el lugar donde se sentaban otros dos amigos. El espectáculo estaba a punto de empezar. Lo veíamos desde un lateral, en la tercera fila de una grada con seis alturas. En el medio de una pista de arena, un arquero con los ojos vendados pedía al público que guardara silencio, necesitaba concentrarse en su objetivo. Delante de él, a veinte metros, tenía una manzana sobre una columna de madera de metro setenta. Hizo dos veces la gracia de apuntar a las gradas mientras preguntaba si alguien había dicho algo. Todos reían, menos yo, que me retorcía aterrado en mi asiento.

El arquero movió el pie atado a un cordel y agitó un cascabel que se situaba a poca distancia de la manzana. Respiró hondo y la flecha atravesó la fruta hasta clavarse en una barrera de madera que había más adelante. Todos aplaudimos la hazaña.

Vi a lo lejos pasar a Mónica, mi compañera de trabajo. Me levanté como un resorte para llamar su atención y perdí el equilibrio. Caí dos filas y me di un golpe muy fuerte. La arena que habían echado no amortiguó nada mi caída y, en cambio, me llenó la sudadera de granos y barro. Algún refresco había hecho argamasa con la arena y con los distintos materiales existentes en el suelo.

—Estoy bien, estoy bien —dije mientras me ponía en pie deprisa y me sacudía la ropa. Notaba varios puntos de dolor en mi cuerpo, insignificantes comparados con la brecha en mi orgullo.

—¿Estás bien, tío?

Mis colegas llegaron a mi posición con cara de susto.

—Sí, sí, me he tropezado.

Mónica, al parecer, no se había dado cuenta. No la veía por ningún lado.

—Vaya hostión. Ja, ja.

No podían parar de reír. Las lágrimas fueron inevitables. Me lo iban a recordar durante mucho tiempo.

—Qué cabrones. Voy a ver si encuentro a una compañera de curro.

Creí entender que me habían escuchado, aunque no podía distinguir bien sus gestos entre tanta carcajada.

Me fui en la dirección en la que había pasado Mónica y, tras examinar el laberinto de puestos de artículos artesanos, la localicé: estaba agachada, acariciando a un perrito muy mono. Tras un saludo prometedor y una conversación interesante sobre perros, acabé con una cita para ver en mi casa la última superproducción de Hollywood con ella y con un cachorro de dos meses recién adoptado. Un día redondo en el que gané todos los puntos posibles. Los ataques imaginarios continuaron, pero ella no les dio importancia.

Rayo, mi nuevo compañero de piso, es un torbellino, pura energía.

Por cierto, tengo el brazo derecho escayolado y un parche en el ojo izquierdo. A los dos días de adoptarlo, se me cruzó cuando yo salía de la ducha y me resbalé. Deberían cerrar esa página del diablo para que no ocurran más desgracias. Me costará tres meses recuperarme. ¿Quizás por haber mentido no perdí para siempre el brazo ni el ojo?

Espero impaciente su respuesta.

Jorge

Asunto: karma v2.0. Rectifico.

De: aupa@jorgegarciagarrido.es

Para: iglesiacatólica@santísimatrinidad.es

Hola de nuevo:

Vuelvo a ponerme en contacto con ustedes para que se olviden de mi mensaje anterior. Decidí volver a hacer el test. En este caso, puse la verdad: que había ayudado a mejorar la vida de un ser vivo. Me dio como resultado siete números con los que probé suerte. Soy muy afortunado.

El caso es que han pasado dos meses y aún no he recibido su contestación. ¿Han hecho el test? ¿Por qué nadie responde?

Saludos, Jorge

Elisea siente

¿Y si fueras capaz de sentir lo que sienten los demás?

Descubrirías quién miente, quién está triste, quién te desea, quién es un perturbado. ¿Y si no pudieras controlarlo? Tendrías un verdadero problema para saber cuáles son tus propios sentimientos y harías lo que no estás dispuesto a hacer.

Elisea, asesora de la policía, posee ese don y lo utiliza para intentar atrapar a un asesino en serie con características sobrehumanas que aterroriza a la ciudad.

Catorce nuevas canciones ilustran el contenido con momentos inolvidables. Desde el pop más actual hasta el folk de todos los tiempos. Fado, jota, música disco, rock y diferentes estilos retratados con letras cargadas de historias conmovedoras.

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Empezar a leer los primeros capítulos.

Tonos

«Cuando lo ves todo negro te agarras a cualquier gris oscuro»

Sigue la vida de cuatro personajes que intentan salir de la oscuridad que envuelve sus vidas. Deseos obsesivos, esclavitud sexual, amenazas de muerte y depresiones se mezclan para crear distintas tonalidades que tiñen sus trayectorias sin remedio aparente.

Una lucha por lo importante de verdad contra monstruos alojados cómodamente en nuestra sociedad.

Catorce nuevas canciones ilustran el contenido con momentos inolvidables, situaciones hilarantes y encrucijadas desesperadas. Desde el pop más actual hasta el folk del otro lado del atlántico. Tango, joropo, música disco, rock y diferentes estilos retratados con letras cargadas de historias conmovedoras.

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Empezar a leer los primeros capítulos.

Txoritxo

De nuevo la ardua labor de esquivar a esos torpes gigantes que no sabían volar. Incapaces de levantar dos palmos del suelo, se presentaban siempre como el mayor obstáculo para conseguir unas migajas con las que alimentar a su polluelo. La pequeña gorrión se movía espídica, precisa y nerviosa entre los numerosos transeúntes en la plaza del pueblo. Mientras los niños jugaban con ruidosas actividades acompañados de proyectiles esféricos imprevisibles, los más grandes permanecían sentados en grupos reducidos, comiendo y bebiendo. Había uno aislado y sentado en uno de los bancos, ofrecía alimento a los pajaritos.

En pocos años, el lugar fue adoptando distintas clases de pájaros no tan frecuentes. Las aves más voluminosas no accedían de manera tan sencilla a las pérdidas de sus raciones por parte de los humanos. En ese aspecto no eran rivales, aunque atacaban a los plumíferos inferiores. Palomas, gaviotas y mirlos, además de gorriones, compartían el territorio. Esto conllevaba enfrentamientos salvajes.

Ese día, la responsable madre había conseguido dos buenas tajadas para su retoño. La primera se la ofreció veloz al impaciente vástago. Cuando fue a recoger la segunda tuvo que esquivar a varias palomas, contrincantes formidables. Una mujer observaba al pequeño animal, deseando cambiar su vida por la del concienzudo recolector. Parecía una labor sencilla, pensaba la espectadora: solo buscar comida y alimentar a su progenie. Todas las preocupaciones derivadas de asuntos económicos, problemas sociales o inseguridades estéticas eran indiferentes para la bonita gorrión.

El nido de la minúscula familia se encontraba en un árbol enfrente de un supermercado y encima de unos contenedores de basura. La diminuta cría esperaba ansiosa la segunda tajada. Ya tenía todo el plumaje, pero todavía no había intentado volar. Veía venir a su progenitora, aleteando elegante. El corazón le dio un vuelco cuando una enorme gaviota se cruzó en la trayectoria de su madre. Esta hizo un par de quiebros y se desvió, perdiéndose por un callejón.

En ese preciso momento se juntaron dos condicionantes para un hecho casi trágico: el pajarito salió de su hogar para visualizar la posición de su madre y un camión de la basura se aproximaba, por motivos desconocidos, antes de su horario habitual. La titánica máquina se paró delante de uno de los contenedores bajo el nido. Al descargar y volver a colocar el primer recipiente, dio un golpe tan fuerte en el suelo que desequilibró a la cría, haciéndola caer sobre la tapa del siguiente contenedor. Para cuando el pequeño se pudo recuperar del golpe ya estaba siendo volcado sobre los desechos anteriores ante la mirada aterrada de su madre. Era una imagen desgarradora para el ave, quien no dudó en meterse de cabeza en el putrefacto camión. Coincidió esto con la devolución del depósito vacío; la tapa golpeó a la preocupada pájara. Aturdida por el impacto, cayó dentro del contenedor, quedando atrapada en su interior. Su hijo tuvo la suerte de encontrar un hueco dentro de una lata que estaba alejada del compresor. Los dos insignificantes animalitos resultaron prisioneros y separados por la más desagradable evidencia de la presencia humana.

Rodeados de oscuridad, madre e hijo luchaban por salir de sus celdas sin éxito. La adulta rebotaba contra las paredes una y otra vez hasta que terminó cansada en el fondo del habitáculo. Impotente y también cansado, el vástago se resignó a permanecer en su oscuro refugio.

La primera en salir fue la progenitora, que voló rauda cuando un vecino levantó la tapa para verter su basura. Le dio un susto de muerte y a punto estuvo de aplastarla al soltar de golpe la cubierta. El proyectil en forma de gorrión no paró de aletear hasta llegar al nido. Estaba nerviosa y no encontraba por ningún lado a su polluelo. Removía las plumas mudadas por los dos habitantes del pequeño cobijo como si fuera posible encontrarlo escondido debajo. Se elevó y voló por la plaza pendiente de cualquier movimiento reconocible. Acabó volviendo al nido cansada. Sin saber qué hacer se acurrucó triste sobre los restos que dejó su hijo.

Los moradores del barrio al día siguiente no vieron revolotear ni recolectar a la plumífera. Esta permanecía quieta en su frío hogar. Fue de nuevo al anochecer cuando una fuerte vibración volvió a mover el árbol que sustentaba su refugio. Entonces salió de su letargo y recordó excitada la trifulca con el artefacto. A pesar de ser tarde para un gorrión se activó de inmediato. Siguió a la enorme máquina.

Casi una hora después seguía detrás del camión en dirección al vertedero. Se posó en el techo del vehículo y se dejó llevar hasta la extensa zona donde se vertía lo recogido en la cuidada ciudad. Sobrevoló los deshechos sin apreciar las dimensiones del terreno infectado que tenía delante. Curiosamente, encontraba comida por todos los lados. Se quedó medio dormida entre algodones de distintas procedencias. El olor insoportable no le impedía descansar.

El polluelo se encontraba cerca de su madre, escondido dentro de una lata de atún, prueba directa del problema con el reciclaje en la zona. Había permanecido todo el día agazapado intentando pasar inadvertido y, gracias a los astros, en ese infesto lugar había muchas más distracciones que el pequeño aprendiz de vuelo. Nada más caer sobre los antiguos restos de algún trastero reformado, se quedó paralizado por la presencia de miles de gaviotas revoloteando sobre los escombros. En el entorno también había sentido fauna terrestre que investigaba y devoraba todo lo que encontraba en su camino. Había tenido que salir, medio corriendo medio intentando volar, hasta llegar a la lata que ahora era su provisional hogar.

La noche se hizo larga.

A la mañana siguiente la estampa delante de la rescatadora no pintaba nada bien. Tuvo que elevarse para huir de una enorme rata que casi consiguió atraparla. La huida la llevó justo hacia la nube de gaviotas que sobrevolaba la zona. Varias de ellas se percataron de su presencia y fueron a por ella. Entre choques y amagos cayeron en picado detrás de la gorrión. Esta se estrelló cerca de su cría, llamando su atención. El ave adulta demostraba una voluntad titánica y esquivaba a sus perseguidoras con destreza. Luego se refugió en una vieja jaula oxidada. Las patas palmípedas de sus atacantes no podían traspasar los finos alambres de la prisión metálica y manipularla se les hacía muy difícil. A pesar de todo la zarandearon sin éxito.

Dejaron de prestarle atención cuando desde la enorme lata salió el asustado polluelo. Su progenitora lo miró nerviosa entendiendo el peligro al que se enfrentaba. La pequeña entrada a su peculiar refugio se encontraba obstruida. La única abertura estaba contra el suelo. No podía pasar e intentaba con todas sus fuerzas conseguirlo. Aleteaba contra el suelo y se dejaba las plumas en el esfuerzo mientras veía a las dos gaviotas acercarse a su hijo. Este se volvió a esconder debajo de la lata, pero ya le habían descubierto. De un fuerte golpe quedó de nuevo indefenso. Parecía el final de la corta vida del pequeño.

De repente, el terreno se movió, asustando a los dos palmípedos y provocando un enorme caos. La espesa nube de polvo que se levantó hacía imposible ver qué había pasado con los dos gorriones. La maquinaria del vertedero removía los deshechos acumulados, dejando paso a la siguiente tanda. Con el corrimiento de escombros, la angustiada mamá consiguió liberarse de la jaula. Cuando se calmó el oloroso trasiego de desperdicios localizó a su retoño atrapado en una pecera de cristal. Si no se producía otro movimiento de los deshechos no podría salir de la transparente e indiscreta cárcel.

Todo estuvo en calma varias horas mientras la preocupada madre no se despegaba de su cría, a pesar de que un extraño material les impedía reunirse. La gorrión había intentado alimentar a su retoño sin conseguir atravesar el cristal. Al final, agotada, se posó impotente al lado del hambriento pajarito.

De entre dos bolsas de basura apareció una enorme rata. El pájaro adulto pudo elevarse y salvarse así de la amenaza, pero el polluelo no podía salir de su prisión. La roedora se lanzó contra el cristal y rebotó aturdida. Empezó a olfatear alrededor de la pecera y, con gran brío, se puso a escarbar en un lateral. Poco a poco fue metiendo el hocico, mostrando sus enormes paletas superiores. El pajarito se apartó del violento intruso a la vez que este introducía la cabeza. Al no poder llegar hasta su presa hizo el agujero más grande. La pequeña ave empezó a picarle asustada en la cabeza hasta darle en un ojo, arrancándoselo de cuajo. Su progenitora se lanzó en picado y le propinó un fuerte picotazo en el lomo. Dolorida y sorprendida, la rata entró de golpe en la pecera. Chocó y lo movió todo, dejando con ello una salida clara para el pajarito. Madre e hijo se dispusieron a alzar el vuelo. Este último no pudo hacerlo a la primera, pero encontró fuerzas renovadas y potenciadas por la adrenalina que lo impulsaron hacia el cielo.

Volaron como si les persiguieran monstruos invisibles a sus ojos y presentes para los demás sentidos. Acumularon una hora de frenético aleteo hasta que la rescatadora cayó agotada entre los matorrales de las montañas colindantes con el vertedero. Se fue a posar en la rama de lo que parecía un arbusto, situado en un descampado. Necesitaba descansar un rato para poder continuar. Su joven hijo se recuperaba mucho más rápido, excitado por las posibilidades que le brindaba el poder volar. Sin embargo, sus problemas no habían acabado. La madre se intentó mover en la rama, pero estaba atrapada por una cola adhesiva. Se cayó al suelo derrotada y pegada a la trampa, a la vez que veía a su recién rescatado hijo tratando de deshacerse de su correspondiente lastre pegajoso. Un hombre apareció de repente, cogió a los dos pajaritos y los metió en una caja de mimbre.

En la penumbra de la leñosa baliza, los dos alados sufrían los vaivenes de los pasos del gigante que los había apresado. Estaban vendidos, aunque intentarían escapar a la mínima oportunidad. Era necesario descansar.

El captor los metió en una estancia llena de otras pequeñas aves de distintas especies. Algunos tenían colores que resaltaban ante los plumajes sobrios de los dos recién llegados. El humano parecía tener muchos años. A decir verdad, no les daba tanto miedo el trato con personas, ya que casi siempre eran alimentados por ellas. La gorrión estaba muy quieta, cansada. El hombre los puso en una de las perchas preparadas para posarse. Abasteció con comida distintos recipientes mientras sus nuevas adquisiciones lo observaban.

Cuando el hombre abandonó el habitáculo no lo hizo solo, ya que los dos gorriones salieron disparados detrás de él antes de que este cerrase la puerta. El anciano miró como escapaban sus dos trofeos, sorprendido por la increíble iniciativa de los animalillos. Escupió un juramento mientras sonreía divertido.

Volaron sin mirar atrás hasta reconocer el hormigón a lo lejos. La naturaleza se les hacía extraña, salvaje y peligrosa.

***

Una mujer en la plaza observaba el banquete que se estaban dando dos gorriones cerca de su mesa y se animó a ofrecerles más migas de pan. Era incapaz de distinguir a la adulta del joven polluelo, con plumajes marrones y puntas negras, pero en su mente se repetía la misma idea: «Qué fácil y tranquila era la vida de un pajarito comparada con sus problemas cotidianos».

FIN

A cerca de mí

Bienvenidos a mi página. En este espacio encontraréis mis trabajos literarios. Novelas, relatos cotos, poemas e incluso canciones tienen cabida en estas páginas. Espero que os resulten por lo menos divertidos. La idea es que disfrutéis leyéndolos de la misma manera que yo he gozado escribiéndolos.

Nací en 1973 en San Sebastián, Guipúzcoa. Siempre estuve rodeado de libros heredados de mi padre. La cultura musical, cinematográfica y televisiva de los años ochenta y noventa fueron marcando mis gustos, martilleados por la prosa de autores literarios de todos los géneros. Lo que plasmo en todos los proyectos está salpicado por todas esas referencias.

La necesidad de contar aventuras divertidas me introdujo en el mundo de la animación 3D. Por causas laborales me especialicé en la dirección técnica dejando la parte artística en un segundo plano. Numerosos relatos se me amontonaban en la nube hasta que decidí descargar los nubarrones.

Actualmente compagino el trabajo como profesor de animación 3D y videojuegos, en una escuela de formación profesional, con la escritura.

Me gusta el cine, las series, el teatro, la música, la lectura y la escritura, en general cualquier tipo de arte que me cuente una historia.

Mi única pretensión es haceros pasar un buen rato.

Todos mis libros los podéis encontrar en Amazon. Desde 2017 hasta el 2020 participé en un grupo de escritores independientes de fantasía denominado Circulo de fantasía con los que colaboré en distintas actividades y en varias antologías.

Un abrazo.