—La niña que puede matarte con la mirada es capaz de devolver a través de sus ojos toda la violencia que ha visto y sufrido.
Maite escuchaba la frase de boca de Dadi, una esbelta mujer de Nigeria que vivía en el barrio. Estaban en la cola del supermercado. Iba acompañada de una amiga, no tan agraciada, y mantenían una conversación sobre leyendas de sus respectivos lugares de origen.
Llevaban poca compra y le habían pedido a Maite que les dejara pasar. A pesar del inmenso dolor que le produjo Dadi al agarrarla del brazo para llamar su atención, cedió sin problemas con una amplia sonrisa. Le caían muy bien. Sentía un gran respeto por los emigrantes y, sobre todo, por las mujeres. Para ella era inimaginable abandonar su hogar e introducirse en ese peligroso éxodo con la incertidumbre colgada del cuello; con una vida mucho más complicada.
El contraste de las pieles se acentuaba al estar al lado de la indígena local. Esta, blanca como la leche, se tapaba a pesar del caluroso verano que azotaba la zona, encontrando en el cobijo de su apartamento, junto a su marido, el lugar correcto para consumir su vida. La cantidad de ropa que portaban también las diferenciaba, pero, en este caso, Maite conseguía destacar sobre los demás.
—A mí la llorona me parece aterradora —dijo la acompañante de Dadi con el mismo acento exótico que su amiga.
—Pero es que esta pequeña presagia un final sangriento. En ocasiones suceden hechos horrorosos en los pueblos de los alrededores.
—¿En tu tierra?
—Sí.
Dadi miró a la menuda mujer blanca que las escuchaba.
—Es un alivio no preocuparnos por esos cuentos por aquí.
—Pienso que también viajan con nosotras. Esas historias no mueren nunca. Una vez me encontré a una anciana que sobrevivió a la niña.
La cajera les llamó la atención para que pasaran. El ritmo de la vida seguía e intentaba hacer que se movieran todos con él. Llegó el turno de Maite, todavía intrigada por la conversación de las dos extranjeras. Era una creyente convencida. En su cabeza entraban todo tipo de fenómenos sobrenaturales y, al contrario de muchos feligreses ególatras que defendían su única verdad, creía en la vinculación de todos ellos a lo largo del globo terrestre. Temía la presencia del diablo en cualquier lugar del mundo.
Puso los consumibles encima de la cinta transportadora mientras reflexionaba con la mirada perdida en el exterior del establecimiento. De repente se fijó en la espalda desnuda de una pequeña adolescente de tez morena. No le veía el rostro, ya que miraba hacia la calle, pero sus movimientos espasmódicos podían llamar la atención de cualquiera. Nadie se percataba de ella, solo la mujer pálida. El lector de códigos creaba un sonido con ritmo hipnótico mientras la niña parecía girarse. La piel curtida por el sol iba poco a poco dejando ver una boca con labios carnosos, pómulos suaves y una dentadura afilada y aterradora.
—Así son cincuenta y ocho con cincuenta ¿Tiene tarjeta de puntos? —La cajera sacó del trance a su clienta dándole un pequeño susto. La distrajo y, al volver a examinar el exterior, no vio a nadie.
Maite se disculpó por su despiste y continuó con su rutina, pero sus pensamientos estaban enmarañados. Se mezclaban sin remedio y volvían a reincidir en ese rostro hambriento que había creído ver en la niña de la puerta.
Hizo el camino a casa agobiada por la sensación de que alguien la observaba, la acechaba. Se hacía tarde y tenía muchas tareas antes de que llegara Elías, su marido.
En el apartamento todo parecía estar como siempre. La luz de la calle no iluminaba lo suficiente debido a la orientación de su fachada y tuvo que encender las luces.
Se acercaba la noche.
Durante un rato se desplazó de una estancia a otra, apagando y encendiendo las lámparas. En una de estas ocasiones algo se movió entre las sombras, metiéndose en una de las habitaciones oscuras. Lo vio con el rabillo del ojo, pero no fue capaz de distinguirlo. Aterrada por el suceso del super, se acercó despacio hasta el habitáculo en penumbra y pulsó el interruptor. Los fotones inundaron el lugar, dejando ver su contenido. Nada fuera de lo corriente. La mujer se tranquilizó un momento desde el umbral. La calma duró muy poco, ya que miró a su derecha y, al alzar la vista, una niña semidesnuda la acechaba con un rostro demoníaco. Recordó la frase de Dadi y, al ver esos horrendos ojos, comprendió de repente a qué se refería. Si algo era mortal estaba atrapado en esas cuencas.
Sobresaltada, cerró la puerta y salió corriendo al pasillo. Se topó de bruces con su marido.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó algo enojado al verla tan alterada—. Aparta, que voy a cambiarme. —Maite no decía nada. No se atrevía a contarle su nuevo trastorno. Lo último que quería era que pensara que se estaba volviendo loca.
Elías se metió en la habitación ocupada por la niña. La mujer hizo un intento de avisarle, pero se quedó paralizada. Al parecer, su marido no se percató de nada. Con cuidado, la paliducha ama de casa entró de nuevo en la estancia examinando todos los rincones. La amenaza había desaparecido. El hombre la observaba extrañado, pero sin darle mucha importancia.
—Estará hecha la cena, ¿no? —Esperaba que su mujer hubiera aprovechado el tiempo en casa como él lo hacía en su trabajo.
Tras terminar de cenar, Maite recogió la mesa y se puso a fregar en la cocina. Tenían lavavajillas, pero no lo utilizaban por el ruido y la falsa sensación de consumir demasiado. En realidad, era ella la que prefería ser más silenciosa para no molestar a su marido. Este se había terminado una botella de tinto y, cuando la mujer fue a tirarla, se le escapó de las manos, armando mucho ruido en la cocina. Paralizada, esperaba una queja o gesto de desaprobación por parte de su cónyuge. El silencio devolvió la normalidad a sus pulsaciones.
Cuando iba a continuar con sus quehaceres, algo se desplazó en el costado de la nevera. Desde la rendija lateral del electrodoméstico aparecieron unos dedos ensangrentados que hicieron fuerza hasta sacar el espectral cuerpo de la niña. Su cara estaba aplanada, pero seguía dando mucho miedo. Poco a poco ganó un volumen normal mientras se le acercaba. Maite cogió una escoba para hacerle frente. Le temblaba todo el cuerpo.
Recibió un fuerte golpe que le arrebató la escoba de las manos y la empujó contra la pared. Fue golpeada varias veces en la cara, acompañada de la sonrisa maléfica de la niña. Un último empujón acabó en un traumatismo craneal cuando la estrelló contra el granito de la encimera. Se apagaron las luces en su cabeza.
***
Por la mañana se despertó en la misma posición en la que se había quedado la noche anterior. Le dolía todo el cuerpo. Sabía que su marido se levantaba muy temprano, no desayunaba y seguro que no habría pasado por la cocina. Las imágenes de la espectral presencia que la atacó seguían muy vivas en su cabeza. Varios recuerdos la hicieron levantarse de golpe, resintiéndose de sus contusiones en el acto. Con gran esfuerzo, llegó hasta el aseo y sacó varios antiinflamatorios que tragó de sopetón. En el espejo le pareció ver de nuevo a su atacante y se pegó un susto de muerte. Un intenso dolor se propagó de nuevo por su cuerpo desde el cuello hasta la rabadilla.
Entonces le vino a la mente la conversación en el supermercado y la última frase de Dadi en la que indicaba que conocía a alguien que había sobrevivido a la niña. Se vistió con prisas y salió en busca de la nigeriana. En el barrio había varios locutorios donde era probable que la encontrara. Además, pensaba que trabajaba en uno de ellos.
Los vecinos del barrio la vieron correr de un negocio a otro muy alterada. Se extrañaban de que una persona tan discreta como ella mostrara tal desasosiego en público.
Finalmente encontró a la bella africana.
—¡Dadi, Dadi! —la llamó nerviosa.
—Hola, guapa. ¿Qué te ocurre? —Maite era una de las personas que la habían ayudado alguna vez y la apreciaba muchísimo.
—¿Podemos hablar en privado? —La pregunta parecía una súplica.
—Sí, por supuesto, vamos al despacho.
Las dos mujeres se metieron en una pequeña oficina en la trastienda del local.
—¿Qué te pasa, cariño? Te veo muy alterada.
—Ayer os oí hablar de un demonio. De una niña. —Dadi la miraba intrigada—. Resulta que la he visto. Me atacó ayer por la noche.
—¿Estás segura? Son habladurías de viejas supersticiosas.
—Pero tú dijiste que conocías a alguien que sobrevivió. Me lanzó contra el granito.
—¿Y tu marido?
—Él no sabe nada, no quiero que piense que estoy loca.
—Ay, no, mi amor —dijo cogiéndole de la mano—, tú no estás loca, eres un ángel. —La africana sentía deseos de abrazarla—. ¿Me dejas ver qué te ha hecho?
Maite se apartó a la defensiva, no quería remangarse delante de ella. Se levantó e hizo el amago de marcharse, molesta e incómoda, pensando que era inútil hablar con Dadi.
—Espera. Conocí a una mujer que luchó por su vida contra la dura mirada de esa pequeña. —Con eso consiguió captar la atención de su interlocutora—. Ese ser maldito viene buscando sangre y hay que darle lo que pide. Siempre hay varias formas de que se conforme, unas benefician a unos y otras a otros.
Maite se marchó sin saber lo que tenía que hacer. Recordó la primera vez que vio a la nigeriana. Los primeros meses en el pueblo fueron muy duros para ella. Tenía que comprar alimentos para su bebé y se arriesgó a cogerlos en el super, confiando en que se los fiarían. Pero no fue así y pasó un momento muy apurado hasta que Maite le pagó la cuenta. Fuera del supermercado le dijo que viniera a la misma hora todos los días y ella le ayudaría con lo que necesitara de comida. También había ayudado a, por lo menos, otras dos compañeras de trabajo.
Dadi siempre la consideró una persona especial que echaba una mano a los demás sin ningún interés. La vida de la emigrante mejoró, pero no pudo devolverle el inmenso favor que le había hecho. La bondadosa mujer se mostraba hermética ante cualquier vecino y nadie sabía nada de su vida privada. Sin embargo, a Dadi no se le escapaba ningún detalle. Sus ojos habían presenciado demasiada humillación, violencia e injusticia. Algo o alguien estaba maltratando a su altruista amiga.
***
Maite llegó a casa alterada después de sentir que todo el barrio la observaba. Odiaba ser el centro de atención y, a pesar de que a nadie le interesaba su estado actual, su cerebro le indicaba lo contrario. Todos se giraban para mirarla con rostros siniestros y diabólicos.
Cerró la puerta de la entrada y en la cocina se puso a rezar el Padre nuestro de manera compulsiva. Temía que se hubiera vuelto loca de verdad ¿Qué diría su marido al respecto? No quería decírselo por vergüenza y, sobre todo, por miedo. ¿Y si pensara que no merecía la pena? La abandonaría a su fatal suerte. Se apoyó en la encimera sintiendo la fría piedra mientras un aluvión de dudas asfixiaba su cerebro.
—Hola, cariño. —Su marido estaba en la puerta de la cocina con un ramo de rosas. Le dio un susto de muerte—. Me siento fatal por lo de anoche —dijo acercándose. Esta se quedó confundida—. Quiero que me perdones. Fue el puto alcohol, que me trastorna.
Elías se acercó más ofreciéndole las flores. Las dudas desaparecieron: fue su marido quien le dio la paliza por la noche. Todo encajaba. No tenía que haber hecho ruido con la botella. Esto le sacó de sus casillas y la atacó hasta dejarla inconsciente. La situación era brutal pero conocida. Se sintió tan machada como frustrada. Incluso algo tan imposible como la niña siniestra se había podido colar en su mente para justificar lo injustificable.
Cuando decidió coger las flores vio en el umbral de nuevo a la horrorosa niña. Sonreía complacida. Maite retrocedió asustada. Se dio cuenta de que no era solo una jugarreta de su cerebro.
—Son para ti. No quiero hacerte daño.
La mujer se alejó según se acercaba la niña por la espalda de su marido. Este se enfadó de manera desmedida.
—¡Estoy intentado arreglar las cosas! ¡Así me lo agradeces! —Maite no le oía ante el presagio de un terrible final. Miraba hacia la puerta y veía todavía más excitado al espectro. Entonces, el maltratador se lanzó sobre ella tras estrellar el ramo de flores contra la pared. La agarró del cuello con las dos manos—. ¡Mírame a la cara cuando te hablo! —Le apretaba el cuello cada vez más fuerte. Maite se volvía a estremecer de terror al ver como las manos de la niña aparecían por los hombros de su agresor. Trepaba por su espalda—. ¡Crees que eres mejor que yo, que no te merezco? —Se había convertido en un monstruo de dos cabezas: una humana y cruel y otra fantasmagórica. Esa expresión de pavor descontrolado vertió más gasolina sobre la ira que inflamaba al hombre.
Maite abrió la boca para coger aire y el pequeño espíritu se lanzó de cabeza intentando entrar por el orificio. Como el estrangulador apretaba demasiado, el espectro se quedó atascado en la garganta. Esta empezó a hincharse. La mujer tenía la mandíbula desencajada y un fantasma pataleando en su boca con la clara intención de poseerla. Cualquiera de las opciones que se le presentaban a Maite eran trágicas: morir o ser poseída.
La agredida, medio poseída, lanzó una patada al estómago del marido. Este se sorprendió, ya que era la primera vez que ella se defendía. Aflojó un poco y el ente se introdujo del todo. El rostro de Maite se transformó en algo demoníaco que asustó a Elías e hizo que se apartara de ella.
—¡Me ibas a matar, cariño! —gritó la posesa con la mismísima voz del diablo. La puerta de la cocina se cerró de repente, dando otro susto al monstruo de carne y hueso—. Me traes rosas sin espinas. Qué detalle más bonito. —La desfigurada mujer se acercó más a su torturador—. Me gustan más las moradas que hacen juego con mis golpes —dijo entre espasmos mientras se arrancaba el vestido. Su cuerpo estaba lleno de moretones y cicatrices.
—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que quieres? —Elías balbuceaba nervioso ante la inquietante cara de su esposa.
—Quiero llegar a tu corazón.
Mostrando una sonrisa grotesca, atravesó el pecho de su marido con la mano y sacó el corazón por la espalda. Luego el cuerpo cayó muerto sobre su hombro. La boca sin vida de Elías quedó a la altura de la suya y le dio un larguísimo beso ensangrentado. La asesina lo tiró a un lado y luego se empezó a retorcer de dolor.
El espectro salió de su cuerpo, provocando la caída del recipiente.
Sobre las frías baldosas, Maite observaba el rostro sin vida de su marido mientras un dolor intenso le atacaba la garganta. Respiraba con dolor, pero estaba viva.
***
Dadi, fuera del pequeño supermercado, con una compra muy parecida a la que le había regalado Maite hacía unos años, contemplaba seria las ambulancias que asistieron al matrimonio. Una niña que solo ella podía ver le tiró de la falda, llamando su atención. La nigeriana la miró y esta sonrió con la mismísima sonrisa del diablo.