—A ver, prueba a activarlo ahora —dice Lurdes después de ajustar unas gafas en la cabeza de Mikel.
Se encuentran en la sala de estar del apartamento del chico. Él aprieta un botón.
—¡No veo nada! —grita de repente—. ¡Estoy ciego!
—Qué idiota eres. —Sonríe, divertida—. La idea es que estas gafas vean por ti.
—Habla más bajo… —susurra, adelantando el rostro, a pesar de que Lurdes se haya colocado detrás de él—, está Lulú de cuerpo presente.
Una perra lazarillo, tumbada a pocos metros de ellos, levanta la cabeza al oír su nombre, atenta a las necesidades de su compañero de piso. Al comprobar que no le dice nada, vuelve a apoyarla en el suelo.
—Todavía no me creo que hayas llamado a la perra como yo.
—¿Qué perra? —Separa las manos hacia los lados como si no se enterase de nada—. Oye, tú casi me muerdes.
—Te interpusiste entre mi hamburguesa y mi boca.
—Reconoce que te atraigo.
—Uy, sí, me encanta cómo me miras.
—Ay —se agarra el pecho—, perra mala.
Lurdes se acerca a Lulú y la acaricia.
—Qué paciencia tienes, bonita. —Coge su móvil y desliza el dedo, revisando varias aplicaciones abiertas—. No sé qué pasa, debería funcionar.
—A estas redes neuronales parece que les falta la chispa… o un tornillo.
—Perdona, pero no eres el más indicado para hablar. —Se ríe ante la mueca de enfado de Mikel—. Llevas un sistema que ha sido entrenado con millones de imágenes, con trillones de sonidos y una cantidad obscena de vídeos de todas las clases. Nada porno.
—Menos mal, aunque sería toda una experiencia. Por otro lado, si consiste en buscar semejanzas entre lo que capta la cámara y las imágenes estudiadas…, ya sabes que las comparaciones son odiosas.
—Te ayudaría cuando olvides subirte la bragueta.
—Muy graciosa… ¿Has pulsado el botón de power, lista?
—Espera, ¿qué haces? —La joven se abalanza sobre el brazo del chico para ver lo que tiene en la mano. Mikel aprieta un mando similar a un cigarrillo electrónico—. Estás dando al botón de subir el volumen.
—Oye, me pones unas gafas superinteligentes y no les añades los mandos en las patillas.
—Es un prototipo y tú eres el afortunado en probarlo.
Le quita el mando y aprieta el botón de encendido.
—Hola, Mikel —una voz masculina sale de un pequeño altavoz colocado en la patilla derecha—, me complacerá ayudarte en todo lo que pueda.
—Vaya, es como un asistente del teléfono.
—Soy algo más: analizo el entorno en el que te mueves.
Los dos chicos se ríen ante la iniciativa del asistente.
—Está entrenado con tu forma de hablar y conversará contigo siempre que lo vea adecuado. Lo puedes desconectar con el mando o con el comando de voz «Sin Visión».
—Lo has llamado Visión, qué friki.
—Es que es para eso. Blanco y en botella.
—¿Y por qué no me dice qué tengo delante?
—El camino está despejado —contesta la voz de las gafas—. Si quieres una descripción más precisa: delante de ti hay un tresillo a dos metros; en la pared a tu derecha, a tres metros, una cama de perro con uno tumbado, y justo a tu izquierda, una lámpara de pie encendida.
—Te falta poner una cámara detrás.
—Justo detrás de ti hay una chica morena de pelo largo y alborotado. Te recomiendo moverte hacia delante para evitar el choque.
—Vaya control.
—Si algo viene deprisa por detrás, te avisará para que te apartes. Y te indicará hacia dónde.
—Oye, ¿y es guapa la chica que has visto?
—Cara sonriente, altura media, medidas proporcionadas, estilo alternativo, dentadura perfecta, ojos gris claro…
—Vale, vale. Sabe hasta el color de tus bragas.
—No llevo.
—Oh, qué provocona.
Ríen los dos con ganas.
—Pruébala una semana en tu día a día y apunta lo que funcione mal.
—¿Cómo voy a apuntar…? Ah, vale, Visión me ayudará.
—Efectivamente. Espera…
—La chica se sitúa delante de ti. Coge un cojín y lo lanza hacia tu pecho.
Mikel reacciona enseguida y agarra el cojín antes de que le impacte.
—¡Eh! ¡Que soy ciego!
—Muy bien. No pensaba que fueras a pararlo. La detección artificial es muy rápida, por lo que debería darte tiempo para reaccionar.
—También cuenta que tengo reflejos de ninja. —Mueve las manos dos veces como si cortara el aire.
—Sí…, eso también cuenta.
—La chica se acerca a la perra.
—A ver, Visión, ella se llama Lurdes y la perra, Lulú.
—Entendido. Lurdes se agacha y acaricia a Lulú. Te mira y guiña un ojo.
—Bueno, será mejor que os deje para que os vayáis conociendo. —La joven acerca más la cara a la perra—. Hasta otro día, guapa. Si esos dos te dan mucho la turra, avísame.
Lulú suelta un gemido a modo de despedida.
—Mañana vuelvo.
Mikel se mueve hacia ella.
—Lurdes está a dos metros… A un metro… A menos de un metro.
Se para y extiende el brazo para coger el de la chica.
—Sabes que te puedes quedar a dormir… —un silencio desconcertante los envuelve—, dientes perfectos.
—Lurdes está muy cerca —puntualizan las gafas.
Entonces es Mikel el que se extraña de la reacción.
—No me acuesto con ninjas.
—Espera, ya sé cómo eres, ¿pero tú cómo me ves a mí? ¿Estoy follable?
—Eres como Brad Pitt, aunque muchísimo más feo.
—O sea, como todos.
Ríen de nuevo.
—Algún día caerás en mis redes. Ahora tengo supervisión.
—Anda con cuidado hasta que te hagas con los mandos.
El aparato electrónico le describe cómo Lurdes sale del piso y cierra la puerta. Empieza a poner a prueba a Visión con un reconocimiento del entorno.
En la cocina fríe un par de huevos siguiendo las instrucciones de Visión y la charla entre ellos se vuelve de lo más fluida. Encuentran problemas para diferenciar la sal del azúcar, el aceite del vinagre, el agua del vodka y, en general, todo aquello que se parece mucho visualmente. Antes de apuntarlo como fallo del sistema, intenta enseñar a la inteligencia artificial a distinguirlos. Chequean las etiquetas para determinar el contenido de los recipientes. Se percata de que como lector de textos es una maravilla y no tarda en usarlo como guía de internet y como narrador de novelas a las que siempre le ha costado más acceder.
A través de la descripción detallada de Visión, imagina por primera vez cómo come su fiel compañera. Desde que Lurdes se ha marchado, lo persigue por la casa, pendiente de sus necesidades. Visión también le ha servido para localizar y entender mejor el comportamiento de la perra. En varias ocasiones lo ha impresionado con consejos certeros para acomodarla mejor.
Apunta un fallo que hay que tener en cuenta: no se lo puede llevar a la ducha. Más tarde borra la sugerencia por ser un poco turbia.
Unas voces lo despiertan. Tarda unos instantes en superar el estado somnoliento. Se acuerda de que en la mesilla ha puesto a cargar su nuevo juguete.
—Visión, ¿qué hora es?
—Son las tres y treinta de la madrugada del domingo 26 de mayo de 2024.
Tras varios segundos de silencio, las ganas de orinar lo animan a abandonar el cómodo colchón para vaciar la vejiga y poder conciliar el sueño. Lulú se levanta al verlo salir de la cama, ya que tiene un pequeño catre en el cuarto. Esta vez, Mikel va acompañado por su fiel compañera y el costoso prototipo de Lurdes. Sigue sus indicaciones con gran soltura y descarga, sentado en la taza, los sobrantes de las últimas horas. Aprovecha para comprobar los útiles de aseo de los que dispone en esos momentos y elabora un principio de lista de la compra para el lunes.
De vuelta por el pasillo, nota una caída de la temperatura muy pronunciada. La perra gruñe. A Mikel se le pone la piel de gallina.
—Hay un hombre en la puerta del salón —dice Visión.
Se queda inmóvil. Enseguida se da cuenta de que se refiere a lo que ve por la cámara trasera.
—De metro noventa, con un cuchillo en la mano derecha. Mira hacia nuestra posición.
Mikel nota cómo los testículos se le esconden dentro del cuerpo y le producen un profundo dolor, añadido al estado de entumecimiento que solo puede asemejarse a la sensación de terror que tantas veces se ha descrito en las películas y novelas de género.
—Se acerca. Está a cuatro metros… A tres metros… A dos metros… A un metro…
El chico y la perra corren hacia el cuarto mientras la inteligencia artificial intercala instrucciones para guiar a Mikel e informar del progreso del ser que ha aparecido en su salón.
Entran en el dormitorio y el humano termina de cerrar la puerta que su acompañante, nerviosa, ya ha empujado. Expectantes, se alejan de la robusta madera. Lulú no para de gruñir y él se agacha para calmarla. Nota sus temblores, pero el calor de su cuerpo lo tranquiliza también.
—Un brazo con un cuchillo atraviesa la puerta.
Mikel se cae hacia atrás y Lulú se mueve a su lado, ladrando y gimiendo.
—Ven, pequeña. —La agarra y la abraza. Se calma un poco, pero sigue gimiendo, asustada—. ¿Hay alguien ahí? —No se oye ningún ruido—. Visión, ¿ves algo?
—La puerta está cerrada y no hay nadie.
—¿Qué cojones?
Intenta pensar. Debería llamar a la policía, pero no sabe dónde ha dejado el móvil.
—¿Ves mi móvil?
—Levántate para que inspeccione el entorno.
El chico obedece.
—No está en la habitación. En el inventario del salón encuentro un teléfono.
—Joder. Te puse a cargar y me olvidé del móvil. Espera… Llama a la policía.
—Lo siento, el sistema no dispone de ese servicio.
—Pues manda un email.
—Tampoco puedo mandar emails. ¿Lo apunto como posible mejora del sistema?
Mikel no escucha la pregunta, tratando de dilucidar qué hacer. Poco a poco, se acerca hasta el acceso cerrado. Mira a su alrededor.
—¿Ves algo que me sirva para protegerme? —La voz le tiembla, alterada por el momento vivido.
—Hay un paraguas a tu izquierda, entre el armario y la pared.
—¿En serio?
Se extraña, ya que no se acuerda de ese rincón que seguramente no ha usado en varios meses. Explora el hueco y saca el objeto lleno de polvo. Tose un par de veces.
—¿Dónde está Lulú?
—A tus pies.
—Vale, preciosa, quédate aquí dentro. —La acaricia y esta le lame la cara—. Vete a tu sitio. —La perra se acurruca en su camastro, gimiendo.
Sale de la habitación con cuidado, empuñando el paraguas a modo de espada de acero valyrio.
—Visión, descríbeme todo.
—El pasillo está despejado. Al final, en el salón, se ve una luz parpadeante.
—¿Qué luz?
—La luz de un televisor.
De nuevo, baja la temperatura. Asume la imposibilidad del propio suceso: no tiene televisión desde hace años. Con el arma a punto, entra.
—En mitad de la estancia hay un tresillo y, a cada lado, un sillón. Tienes uno de ellos a dos metros… A un metro… Ahora estás sobre el sillón.
—No es real. —Se asombra ante ese descubrimiento.
—A tu derecha, hay un televisor encendido. Delante de ti, a un metro, está el tresillo. Un hombre desnudo se encuentra tumbado boca abajo sobre una mujer también desnuda y tumbada boca arriba. Parecen dormidos.
Mikel se acerca.
—Ambos tienen el cuerpo ensangrentado. O están muy malheridos o muertos. Hay un cuchillo manchado de sangre en el suelo, al lado del brazo de la chica, que cuelga desde el sofá.
—¿Cómo es?
—Rubia, delgada, de piel blanca. Tiene los ojos cerrados.
—¿Y él?
—Pelo muy corto y oscuro, complexión atlética y con un tatuaje tribal de un puñal en el brazo derecho. Ha abierto los ojos.
—¿Quién?
—La chica.
Se escucha un grito terrorífico en los altavoces de las gafas y Mikel se las quita por acto reflejo.
—Sin Visión.
El sonido se apaga y las gafas se desactivan.
Vuelve a su habitación por el camino que ya conoce, confuso y aún alterado. La temperatura parece normalizarse a la propia de ese mes del año. Al entrar en el cuarto, Lulú lo recibe nerviosa y alegre. Se sienta junto a la cama de la perra hasta que se queda dormida. Él también lo intenta, pero la cabeza le funciona a cien por hora, repleta de pensamientos oscuros. Su cuerpo llega al límite y cae rendido.
Al parecer, hay un problema de funcionamiento bastante considerable.
—¿Estás seguro de lo que viste…, digo, oíste? —Lurdes, en el tresillo, lo mira incrédula por lo que le acaba de narrar.
—Tengo un dolor de espalda tremendo por la noche que he pasado. Me lo contó al oído como si fuera una película de terror. Ese chisme está muy mal.
—Llevo tres meses probándolo y no me ha dado ningún problema.
—¿De día?
—Claro, de noche duermo como todo el mundo.
—Pues nos acojonó. Lulú, la pobre, no sabía qué hacer.
—Espera. Guardo un registro de todo lo que recogen las cámaras y los micrófonos.
—¿Cómo? ¿Y no me lo habías dicho antes?
—Es que no es muy legal. Solo lo he activado para esta fase de pruebas.
—Me siento… —pone una mueca de asco— violado.
—Perdóname, no pensaba revisarlo si no era necesario y te iba a pedir permiso.
—Necesitarás esforzarte más para compensar este ultraje.
Mikel cambia la cara y se muestra serio.
—¿Quieres un póster mío desnuda? —pregunta con una sonrisa pícara. Se conocen muy bien y nota cuándo le toma el pelo.
—Sabes que no sirve de nada.
—Claro —replica, divertida—, no tiene relieve.
—Qué arpía. ¿Y si me hubiera pajeado con las gafas puestas?
—Estarías en internet con millones de visualizaciones, pero deberías enfocar bien.
—Qué graciosa…
El chico mantiene el gesto de enfado mientras espera una respuesta.
—Venga, te estoy haciendo un favor con este proyecto. Somos pioneros. —Lurdes no da su brazo a torcer—. Vale… Te compro una caja de cervezas y dos calipos de limón.
Mikel gira la cabeza en su dirección, todavía enojado.
—Dos de limón y dos de fresa —dice y sonríe triunfal.
—Qué aprovechado eres, capullo.
Sonrientes, se disponen a enchufar las gafas en el portátil de la chica. Lurdes abre un software en el que se visualizan las cuatro cámaras integradas en las gafas. Transfiere los datos en un minuto y reproduce el vídeo, en el que aparece una línea de tiempo.
—¿A qué hora fue?
—A las tres y media.
—¿Esa no es la hora del diablo?
—Anda, tía, no me acojones aún más.
—A ver…
Conforme se reproducen las imágenes, se van seleccionando elementos del entorno que luego pasan a ser información para el usuario. Cuando llega la hora indicada, Mikel aparece frente al espejo del baño con las gafas puestas.
—Veo que duermes con pijama.
—Qué torta te daba.
—¿Para qué quieres un espejo en el baño? —Ríe y desliza el cursor hasta las imágenes de regreso al cuarto—. Hostias…
Sorprendida, Lurdes no puede dejar de mirar lo que sucede en el vídeo, donde el asistente narra la situación a Mikel. En realidad, no detecta nada raro en el entorno, pero el programa va marcando siluetas de objetos y personas que no están en el piso. Aprecia perfectamente cómo una de esas selecciones es la de un hombre que entra con un cuchillo enorme y sigue a su amigo hasta el dormitorio. Después ve salir a Mikel con un paraguas.
—¿Cogiste un paraguas? ¿Para enfrentarte a un cuchillo de carnicero? Vaya huevos.
—Tenía la mente nublada. Mejor que las cervezas, cómprame una porra extensible y un táser.
Lurdes lo revisa varias veces y no da crédito a lo que ven sus ojos.
—Es alucinante —dice mientras apoya la espalda en el sofá—. Esto sí que no me lo esperaba.
—¿Piensas que me invento algo así por gusto?
—Creía que era una treta tuya para que durmiera contigo.
—No necesito esas artimañas, guapa. Esto… Entonces, ¿te quedas esta noche?
Lurdes calla unos segundos.
—He de reconocer que como estrategia es muy buena.
—¡Bien! ¡Fiesta de pijamas! Nos lo vamos a pasar en grande.
—Pero nuestro amiguito visionario también está invitado.
—Tres son multitud —dice Mikel con fastidio—. Espera…, ¿te molan los tríos? —Se muestra expectante por la posible respuesta.
—Mientras no sea con otro ciego, me apunto.
—No sé si vamos a dormir como sigas así.
—Ya te digo yo que no. Me voy a casa a por una muda y un cepillo de dientes.
—Y el pijama.
—No uso. —Sonríe, acercándose a la puerta.
—Qué fresca.
Antes de marcharse, Lurdes se gira para mirar al anfitrión.
—Me paso por el chino.
—De acuerdo, recuerda mis cervezas y los calipos. —Tras decir esto, le saca la lengua.
A las dos horas, llega con la compra, una mochila con sus enseres y una tableta electrónica muy potente desde la que puede monitorizar en tiempo real el sistema de cámaras de las gafas y, de esa manera, ganan movilidad para su futura sesión nocturna.
Lurdes se pasa la tarde investigando en su ordenador el posible error que ha cometido con la programación del prototipo. Realiza pruebas modificando las variables: con la luz apagada, con una distribución diferente del entorno, con varias cámaras tapadas y reajustando la precisión que utiliza la inteligencia artificial, y no encuentra nada extraño. Ese parámetro lo considera esencial. Si estuviese muy bajo, el sistema se inventaría lo que ve según lo que conoce: una farola podría identificarla como una columna o un árbol. En cambio, si estuviera demasiado alto, el objeto tendría que ser exactamente igual que el fotograma capturado y analizado para que lo reconociese.
Mikel se entretiene escuchando pódcast en los que se habla de apariciones fantasmales y de la hora del diablo. Algunos presentadores se proclaman videntes o personas con sensibilidad especial. Cae por azar en uno que dedica un programa a fotografías hechas a fantasmas y esto atrae la atención de los dos.
—Oye, a mí me cuadra. Has entrenado este chisme con fotos de fantasmas y ahora los ve por cualquier lado.
—Sé que hay bancos de imágenes para entrenar, pero no he visto todas. Es imposible. Qué raro… Si fuera así, ¿por qué no los vemos más a menudo?
—Joder, acabaremos llamando al tipo este del misterio.
—Es muy tarde. Vamos a cenar para luego estar preparados.
—Lo digo en serio, ¿no deberíamos llamar a un experto… o a un cura?
—A ver. Entiendo que da mal rollo, pero no te pasó nada, ¿no?
—No. Solo que dicen que a veces va a más.
—Usaremos el paraguas.
—Vete a la mierda… ¿Mañana no tienes que currar?
—Sí, iré como pueda.
La chica calla unos segundos mientras observa al chico ciego.
—Quizás seas una de esas personas especiales capaces de hablar con los muertos.
—Qué graciosa.
—No es broma. A mí no me ha ocurrido nunca. Si no se debe a una interferencia o a un mal funcionamiento, cabe la posibilidad de que tú lo provoques.
—El ciego vidente. Alguien en algún lado se está descojonando de nosotros.
—Puede que sea un error del prototipo. Voy calentando la cena.
Comen con ganas y conversan sobre cómo afrontar las horas que les quedan por delante. También intercambian confesiones personales que los unen con más fuerza. Se ríen, se calman mutuamente y juegan un poco con la perra.
A las dos de la mañana se quedan dormidos en el salón, en pijama.
A las tres y veinticinco, Lurdes se desvela. Todo parece en calma. Se pone las gafas.
—Visión, describe el entorno.
—No hay nada delante de ti. —Ella está segura de que es cierto, a pesar de la escasa luz—. Hay una pared a tres metros delante de ti y una puerta a cuatro metros y medio hacia tu derecha. El pasillo se encuentra más a la izquierda, a cinco metros de distancia.
La chica se mueve por el salón sin notar nada. Lleva la tableta electrónica en las manos y observa los resaltes que hace la aplicación sobre los distintos puntos de la estancia.
—Mikel, despierta. —Se acerca al sillón donde él duerme—. Mikel. Mikel.
—¿Qué…? ¿Qué pasa?
—Es la hora. Son las tres y media.
—¿Y qué?
—Tienes que ponerte las gafas.
—¿Qué dices? —pregunta, indignado—. Habíamos quedado en que te las ponías tú.
—Joder, tío. No puedo mirar la tablet y, a la vez, observar a mi alrededor. Además, conmigo funcionan normal.
—Pues eso me lo tenías que haber dicho.
—Póntelas, no seas cansino.
Accede a regañadientes y, nada más ponérselas, la temperatura baja por lo menos diez grados.
—Qué frío. Ayer pasó lo mismo.
—Esto no me lo habías contado.
—¿No escuchaste los pódcast o qué? Es lo primero que dicen.
—Estoy helada. —Lurdes se arrepiente de haber traído un pijama de verano—. Se me han puesto los pezones para colgar perchas.
—Hostias, qué dentera.
—Delante de ti —Visión interviene—, a cuatro metros, hay un hombre con un cuchillo de carnicero.
Ambos se tensan.
—Me cagüen la puta. ¿Lo estás viendo?
—Hay una silueta que parpadea en la imagen, parece que se ve un cuchillo.
—El hombre se acerca. Está a tres metros… A dos metros…
—Lurdes, ¿qué hago?
—Muévete a tu derecha. ¡Rápido!
Él obedece con torpeza.
—A un metro…
—¡Quítamelo! —Mikel corre como si llevara un avispero en las manos.
—A dos metros…
—Ahora de frente. Hay un sillón delante de él, no lo puede atravesar. —En la pantalla parpadea también el asiento seleccionado, además del hombre del cuchillo.
—A un metro…
—¡Quítamelo! —grita Mikel mientras corre hacia delante.
—Un poco a tu izquierda. Al pasillo. Cuidado con la pared.
—Está muy cerca… —puntualiza el asistente.
—¡Por Dios! ¡Quítamelo! —Mikel sigue agitando las manos.
—Ahora a la izquierda —dice Lurdes, apurada.
Los dos entran en la habitación donde aguarda Lulú tumbada en su camastro y cierran de inmediato.
—Un brazo atraviesa la puerta con el cuchillo —narra la voz artificial—. Desaparece. Aparece. Desaparece.
—Otra vez lo mismo. Esto es increíble. —Lurdes no da crédito a lo que sucede. Acaba de confirmar que lo que pensaba que era un fallo casual es un error perfectamente reproducible.
—Menos mal que el arroz es astringente —afirma Mikel, asustado.
—Espera… Sigue mirando a la puerta.
—Lurdes se acerca hasta la puerta y apoya la cabeza en ella.
—¿Qué haces? ¿Estás loca?
—Calla. —Tras unos segundos, dice—: No se oye nada.
De repente, un golpe hace vibrar la madera.
—Hostia.
—Lurdes corre hacia ti.
Se agarran, a la espera de lo que pueda entrar.
—Es una pasada —dice Mikel con cara de asombro—. ¿Has sentido el frío igual que yo?
—Sí, lo he notado. Lástima que no haya puesto un sensor de temperatura.
—Sería mejor que un detector de psicópatas infernales.
—Vamos a ver qué hay fuera.
—Joder. Tú estás loca.
—No creo que pueda hacernos nada.
—Hostias, no… ¿Y la temperatura y el golpe en la puerta? Ayer no la golpeó. Creo que hoy está más intenso.
—En la sala no nos perseguía porque la distribución era distinta. Está limitado por esa configuración. Además, dijiste que después no lo volviste a oír.
—Puuf. ¿Has traído algo?
—Como qué.
—Un crucifijo, una ristra de ajos, agua bendita…, ¡algo! ¿O tengo que usar el paraguas?
—¿Ahora eres creyente?
—No sé, toda ayuda es bienvenida.
—Venga. Te sigo.
—La puerta está a cuatro metros… A tres metros… A dos metros…
—¿Estás segura? —Mikel se para antes de abrirla—. ¿No prefieres echar un polvo?
—Qué pesado eres.
—Delante tienes el pasillo. Puedes girar a ambos lados. A tu derecha se encuentran los accesos a la sala de estar y al baño. Y, a la izquierda, otra habitación.
El chico se gira hacia el salón.
—¿Hay alguien?
—No. Todo despejado.
—Avísame de cualquier cambio.
—De acuerdo, Mikel. El acceso está a tres metros… A dos metros… A un metro… Has entrado en la sala.
—¿Ves algo raro?
—Todo está bien —contesta Visión.
—No, no está bien —replica Lurdes—. ¿Notas la bajada de la temperatura?
—Otra vez, nos va a matar de pulmonía.
—Céntrate.
—A ver, Visión, descríbeme el salón.
—Hay un tresillo en el medio, dos sillones…
—Vale. ¿Qué hay en el tresillo?
—Un hombre desnudo sobre una mujer, también sin ropa.
—Descríbelos.
—El hombre es de complexión atlética, pelo muy corto y oscuro, está depilado, piel morena, atractivo.
—¿Qué clase de asistente me has puesto?
—Calla.
—Sigue, Visión.
—La chica es rubia, de pelo rizado, piel blanca, atractiva.
—¿Tienen algo especial?
—Están ensangrentados. El hombre parece que ha muerto, presenta varias puñaladas en la espalda. Cuento doce.
—¿Se ha tragado un csi?
—¡Te quieres callar! —habla en voz baja, pero enfatiza cada fonema.
—Sigue, Visión.
—Lleva un tatuaje tribal en el brazo. Se asemeja a un cuchillo o a una punta de lanza.
—¿Y la chica?
—Lleva un pirsin en la nariz y una rosa tatuada en su antebrazo izquierdo. No hay ninguna marca de puñal a la vista, aunque la cubre mucha sangre. No está muerta.
—¿Por qué lo sabes?
—Ha abierto los ojos.
Un chillido terrorífico les hiela la sangre.
—Joder. Sin…
—No —le corta Lurdes—. Dile que te describa lo que pasa.
—Visión, ¿qué ocurre?
—La mujer llora y grita al ver al hombre muerto sobre el sofá.
—Creo que está confundiendo los lugares.
—¿En serio? —Mikel se lo piensa unos instantes—. Visión, inspecciona la sala.
—¿Qué haces?
—Déjame. Visión, adelante.
Los dos jóvenes se mueven por la estancia libre de obstáculos.
—Pasas por encima de los dos cuerpos. Estás frente a la puerta principal.
—¿Hay algún mueble?
—Sí, un recibidor a la derecha de la puerta. Estás a tres metros… A dos metros… A un metro. Hay llaves y cartas.
—¿Ves la dirección?
—La mujer ensangrentada está al lado tuyo.
—¿Qué?
Mikel se gira para mirar hacia atrás y nota que algo le quema la piel en el antebrazo derecho.
—¿quién eres? —La voz sale del altavoz de las gafas. Suena como si el príncipe de las tinieblas hubiera hablado por él.
—¡Ay, me quema! ¡Quítamelo!
—Apágalo —propone Lurdes.
—¡Corre! —Mikel sale disparado hacia el pasillo.
—La pared está a dos metros. Ve hacia la izquierda. Sigue recto un poco a la derecha. Ahora a la izquierda.
Lurdes lo sigue y Visión los dirige de nuevo al dormitorio. Dentro, en cuanto cierran la puerta, vuelven a sonar dos golpes fuertes contra la madera.
Se juntan en el camastro de la perra y esta se une al desconcierto.
—¿Qué ha ocurrido?
—Me ha tocado el brazo y quemaba como el hielo.
La chica le mira el antebrazo y lo ve enrojecido.
—Tenemos que ir a por algo para curarte.
—¿Y salir ahí? Puedo vivir sin un brazo, no me costará mucho.
—Vale, iré yo. Tú quédate con Lulú.
—No seas insensata. Esto es un rasguño. No quiero perderte —remata con voz afligida.
—Qué bobo eres.
—Vale, pero llévate el paraguas.
Ella se resigna a aguantar al teatrero de su amigo.
—Lurdes se aleja en dirección a la puerta.
—¿Lleva el paraguas?
—No.
—Insensata. ¡Ponte una rebequita!
La joven desaparece por la puerta. Y la cierra en cuanto sale.
—Tranquila, Lulú, mamá estará bien. Es más fuerte que nosotros.
La perra lo mira y le da dos lametones.
De pronto, se abre la puerta lentamente hasta pegar con la pared.
—¿Qué pasa, Visión?
—La mujer ensangrentada se encuentra en el umbral de la habitación.
Nada más oír a Visión, se apresura a buscar el paraguas por el suelo.
—¡tú lo has matado!
—Hostias. —Da un respingo por el susto del altavoz—. ¡Yo no he matado a nadie! ¡Había un hombre enorme con un cuchillo de carnicero!
—¡Lo has visto! —Esta vez, suena una voz dulce de mujer.
—Bueno, yo soy ciego, pero está grabado.
—¡te ríes de mí!
—La mujer está enfrente de ti.
Mikel chilla mientras coge el paraguas y lo abre. Se lo pone como escudo.
Durante unos segundos no sucede nada.
Alguien le quita el paraguas de las manos y Mikel pega otro grito.
—¿Qué pasa? —pregunta Lurdes.
Mikel se abraza a ella.
—Eres tú. Eres tú.
—Sí, y me estás ahogando.
—Ha funcionado. —Ríe, nervioso—. Ha funcionado.
—¿El qué?
—El paraguas.
—Apaga a Visión y déjame que te cure esa herida.
Mikel se deja querer por Lurdes, que le ofrece cuidados básicos, y consigue que se acueste con él, alegando que preferiría no estar solo esta noche. Por si acaso. Ella accede, ya que tampoco quiere quedarse sola. En la cama hablan de la insólita situación y elaboran hipótesis de las distintas posibilidades. La mujer de la pesadilla culpa a Mikel de haber matado al hombre, por lo que la teoría más fiable es que el extraño que empuñaba el cuchillo fuera el asesino.
Los momentos serios y las risas al recordar el pánico vivido los ayuda a tranquilizarse y conciliar el sueño.
Por la mañana, Mikel se despierta solo en la cama. Cuando llega al salón, se da cuenta de que Lurdes todavía anda por ahí.
—Te he preparado café.
—¿No tenías que ir a currar?
—Me he tomado el día libre. Por gripe.
—Qué mentirosilla y qué madrugadora.
—Digamos que me has echado de un pollazo.
—¿Qué?
—Que empezábamos a ser demasiados en esa cama.
—Ah, perdona, cosas de la física. Me pongo muy cariñoso por las mañanas —dice Mikel, sonriente, con los pelos alborotados y media funda de almohada grabada en la mejilla.
Se asea en el baño y vuelve al salón algo más presentable.
—¿Tú no tienes que ir a clase?
—Creo que me has pegado la gripe.
La joven sonríe, agradada por el comentario. Aunque está claro que Mikel no se puede enterar.
—Deja de mirarme con cara de boba —dice después de unos segundos en silencio.
—¿Qué dices, creidillo? —Se sorprende de que la haya descubierto.
—Uy, que te has enamorado.
—Sí —se ríe con lágrimas en los ojos—, los tíos que saben manejar el paraguas me ponen mucho.
—Ni se te ocurra dejar el cepillo de dientes —dice, riendo a la vez que ella.
—No, no, tranquilo.
Mientras Mikel saca a pasear a la perra, Lurdes prepara unas tostadas. Desayunan escuchando la radio.
—Antes de que te levantaras, he averiguado quién es la chica que nos visitó anoche.
—¿Qué cojones? ¿Llevamos tres horas mareando la perdiz y no me dices nada?
—No quería romper el momento. —Sonríe ante la estupefacción de él.
—Puedo sentir esa sonrisa de superioridad que muestra tu boca.
—Ah, ¿sí? Sientes mi boca.
—¡Quieres decirme quién es, que me estás poniendo de los nervios!
Lurdes tarda unos minutos en recuperarse de la risa.
—He vuelto a revisar lo que pasó y me he centrado en el mueble de la entrada. Tu idea fue muy buena. Así logramos ver el remite de alguna de las cartas.
—Soy una fuente inagotable de buenas ideas.
—Sí, pero siempre te quedas a medias. Le he pedido a Visión que analizara las imágenes y me ha dado varias opciones. He comprobado todas y resulta que en la cárcel de mujeres de Alcalá Meco hay una presa que se llama Rosalía García Castro, acusada de haber matado a su novio hace quince años.
—Puede ser una coincidencia y que no se trate de nuestra fantasma. Espera…, no está muerta.
—No. Creo que en breve la pasarán al tercer grado. La familia del novio todavía lucha para que no salga.
—Sigo pensando que no tiene por qué ser la de nuestro caso. Ni tú ni yo la hemos visto. Solo son manchas en una grabación.
—Pero Visión sí la ha visto y me lo ha confirmado. En una foto que he conseguido de internet sale con claridad el tatuaje en el antebrazo. Hay un artículo que te va a dejar con el culo torcido.
—Ya me espero cualquier cosa.
—Te leo: «r. g. c., de veintidós años y natural de Madrid, se declaró inocente. Alegó que en el apartamento había un chico con gafas que le confesó haber visto a un hombre con un cuchillo de carnicero. La credibilidad de la joven se debilitó cuando afirmó que el chico había desaparecido detrás de un paraguas justo en sus narices».
—No me jodas.
—Lo del paraguas me lo he inventado. —Lurdes se ríe con ganas.
—Qué tía.
—Declaró que el chico salió corriendo, pero estoy segura de que pasó lo que vivimos ayer.
—Es una puta locura. —Mikel lleva con la cara de asombro un buen rato—. Entonces, me conoce… ¿Vamos a ir a visitarla?
—No sabemos quién es el culpable. Yo creo que sería precipitarse.
—¿Te imaginas estar quince años encerrada por algo que no has hecho?
—Ya, es muy fuerte.
—Si me ve, me puede meter en un lío.
—No creo que se acuerde y tú tenías siete años en aquella época.
—Deberíamos decirle que nosotros la creemos.
—Yo me encargo. Hay uno en el curro con muchos contactos.
Intentan pasar un día normal sin lograrlo. La nube de las apariciones de Rosalía se coloca sobre sus cabezas sin posibilidad de disiparse. Es entonces cuando Lulú los obliga a hacerla caso, a jugar con ella y a salir de la casa donde converge el espacio-tiempo de una manera inusual.
Al volver, ocurre lo que tenía que ocurrir. Esta vez sin invitar al tercero en la ecuación: Visión.
La pareja de pioneros tecnológicos trata de reproducir la anomalía una noche más para descubrir al verdadero asesino, pero después de que Mikel termine con una raja en la tripa, superficial gracias al paraguas, deciden regresar al mundo real y seguir su investigación por derroteros más normales. Cuatro días después, consiguen una cita con Rosalía en la cárcel de mujeres. Su abogado debe estar presente. Petición expresa del letrado.
—Está Rosalía sola —dice Lurdes.
Se encuentran en la penitenciaría.
—Visión, confirma ese dato. —Mikel se lleva la mano a las gafas.
—A cincuenta centímetros, tienes una puerta metálica con un ventanuco de cristal grueso, por el que se ve a una mujer sentada detrás de una mesa. Junto a ella hay una silla vacía y otras dos enfrente.
—Eres un poco capullo.
—No se lo tengas en cuenta, Visión.
—Te lo digo a ti.
—Ponte detrás de mí, muñeca. —Mikel le enseña el paraguas para acompañar su propuesta.
—Qué valiente eres ahora que no es de noche ni estamos en la hora del diablo. Y guarda ese chisme, que hace treinta grados a la sombra. Nos van a echar. Todavía no sé cómo te han dejado entrar con eso.
—Es una buena herramienta para un pobre ciego.
Un funcionario de la prisión les abre la puerta y pasan al interior.
—No…, no puede ser. —Rosalía mira incrédula al joven con gafas.
—Hola, Rosalía. Me llamo Lurdes y este es Mikel.
—Siento mucho todo lo que ha sucedido.
—Pero es imposible. Bueno, no estoy loca. —Se muestra impresionada tras esta afirmación—. Tú mataste a Javier.
—Se equivoca. Es verdad que estuve presente, pero, como usted dice, es imposible.
—¿No iba a asistir su abogado? —pregunta Lurdes.
—Ahora viene. —Desvía la mirada hacia el ventanuco de la puerta—. Ahí está.
El letrado entra y con rapidez se dirige a su asiento, al lado de su clienta. Nada más sentarse, se queda sin habla al ver a Mikel frente a él.
La temperatura desciende diez grados.
—Soy Rodrigo Momento.
—¿No habéis notado la bajada de temperatura? —pregunta Lurdes.
Confirman con la cabeza.
—Creo que hay alguien más con nosotros —asegura Mikel—. Permitidme que os presente a Visión. Por favor, Visión, descríbeme lo que ves.
—Delante de ti, a dos metros, hay un hombre corpulento al lado de una mujer rubia.
—Son Rodrigo y Rosalía.
—Encantado.
—Sigue.
—Junto a la mesa, hay un joven desnudo, con el cuerpo ensangrentado, que apunta con el dedo a la cabeza de Rodrigo.
Mikel se levanta con el paraguas preparado.
Clienta y abogado recuerdan ese objeto. Recuerdan haberlo visto la noche en la que murió Javier. Rosalía acaba de descubrir que Rodrigo, el hombre que le ha confesado un amor incondicional, es en realidad el asesino del único amor verdadero que ha tenido en su vida.