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A cerca de mí

Bienvenidos a mi página. En este espacio encontraréis mis trabajos literarios. Novelas, relatos cotos, poemas e incluso canciones tienen cabida en estas páginas. Espero que os resulten por lo menos divertidos. La idea es que disfrutéis leyéndolos de la misma manera que yo he gozado escribiéndolos.

Nací en 1973 en San Sebastián, Guipúzcoa. Siempre estuve rodeado de libros heredados de mi padre. La cultura musical, cinematográfica y televisiva de los años ochenta y noventa fueron marcando mis gustos, martilleados por la prosa de autores literarios de todos los géneros. Lo que plasmo en todos los proyectos está salpicado por todas esas referencias.

La necesidad de contar aventuras divertidas me introdujo en el mundo de la animación 3D. Por causas laborales me especialicé en la dirección técnica dejando la parte artística en un segundo plano. Numerosos relatos se me amontonaban en la nube hasta que decidí descargar los nubarrones.

Actualmente compagino el trabajo como profesor de animación 3D y videojuegos, en una escuela de formación profesional, con la escritura.

Me gusta el cine, las series, el teatro, la música, la lectura y la escritura, en general cualquier tipo de arte que me cuente una historia.

Mi única pretensión es haceros pasar un buen rato.

Todos mis libros los podéis encontrar en Amazon. Desde 2017 hasta el 2020 participé en un grupo de escritores independientes de fantasía denominado Circulo de fantasía con los que colaboré en distintas actividades y en varias antologías.

Un abrazo.

Hoy, en este hemiciclo, España y el mundo despertarán

¡Buenas! Me complace ofreceros mi última novela titulada «Hoy, en este hemiciclo, España y el mundo despertarán». Va acompañada de nueve relatos cortos entre los que podéis encontrar un obra de teatro. También lleva cuatro canciones nuevas.

Lectura trepidante y cargada de aventuras. España se encuentra en un momento muy preocupante. Nada es lo que parece.

En esta novela presento una situación tensa y crítica en El Congreso de los Diputados español. Un grupo de hombres y mujeres lo asaltan en medio de un hecho que congrega a todos los representantes de la nación. Saltarán todas las alarmas y la presión sacará lo mejor y lo peor de los distintos talantes políticos.

«Apunto con mi pistola a la cabeza del presidente del gobierno. Lo tengo delante, a menos de dos metros. No podemos confiar en él ni en nadie de su círculo, a quienes debo mi lealtad por encima de todo lo demás. La situación es demasiado complicada para que me hicieran caso estando desarmado. Vuelvo a pedirles la mayor atención posible y, claro está, que no se muevan de sus escaños o serán castigados. Por lo menos no disparo y controlo mis nervios.

—Señor presidente, venimos a terminar con esta farsa en la que nos hemos metido sin apenas darnos cuenta».

Se trata de una novela corta de 150 páginas que viene acompañada de nueve relatos cortos y cuatro canciones nuevas. Los relatos al igual que la novela tienen un tono de ciencia ficción que se mezcla con el género de terror y de la fantasía. Siempre a mi estilo que consiste en combinarlo con la realidad más cercana.

En esta antología, que acompaña a la historia que da título al libro, hay una pequeña obra de teatro que escribí en clave de humor. He de decir que el humor siempre impregna mis textos y en este caso está presente en casi todos los cuentos.

Visión artificial

Un prototipo de visión artificial que sorprende por sus resultados y pone la vida de la desarrolladora y del primer usuario patas arriba.

—A ver, prueba a activarlo ahora —dice Lurdes después de ajustar unas gafas en la cabeza de Mikel.

Se encuentran en la sala de estar del apartamento del chico. Él aprieta un botón.

—¡No veo nada! —grita de repente—. ¡Estoy ciego!

—Qué idiota eres. —Sonríe, divertida—. La idea es que estas gafas vean por ti.

—Habla más bajo… —susurra, adelantando el rostro, a pesar de que Lurdes se haya colocado detrás de él—, está Lulú de cuerpo presente.

Una perra lazarillo, tumbada a pocos metros de ellos, levanta la cabeza al oír su nombre, atenta a las necesidades de su compañero de piso. Al comprobar que no le dice nada, vuelve a apoyarla en el suelo.

—Todavía no me creo que hayas llamado a la perra como yo.

—¿Qué perra? —Separa las manos hacia los lados como si no se enterase de nada—. Oye, tú casi me muerdes.

—Te interpusiste entre mi hamburguesa y mi boca.

—Reconoce que te atraigo.

—Uy, sí, me encanta cómo me miras.

—Ay —se agarra el pecho—, perra mala.

Lurdes se acerca a Lulú y la acaricia.

—Qué paciencia tienes, bonita. —Coge su móvil y desliza el dedo, revisando varias aplicaciones abiertas—. No sé qué pasa, debería funcionar.

—A estas redes neuronales parece que les falta la chispa… o un tornillo.

—Perdona, pero no eres el más indicado para hablar. —Se ríe ante la mueca de enfado de Mikel—. Llevas un sistema que ha sido entrenado con millones de imágenes, con trillones de sonidos y una cantidad obscena de vídeos de todas las clases. Nada porno.

—Menos mal, aunque sería toda una experiencia. Por otro lado, si consiste en buscar semejanzas entre lo que capta la cámara y las imágenes estudiadas…, ya sabes que las comparaciones son odiosas.

—Te ayudaría cuando olvides subirte la bragueta.

—Muy graciosa… ¿Has pulsado el botón de power, lista?

—Espera, ¿qué haces? —La joven se abalanza sobre el brazo del chico para ver lo que tiene en la mano. Mikel aprieta un mando similar a un cigarrillo electrónico—. Estás dando al botón de subir el volumen.

—Oye, me pones unas gafas superinteligentes y no les añades los mandos en las patillas.

—Es un prototipo y tú eres el afortunado en probarlo.

Le quita el mando y aprieta el botón de encendido.

—Hola, Mikel —una voz masculina sale de un pequeño altavoz colocado en la patilla derecha—, me complacerá ayudarte en todo lo que pueda.

—Vaya, es como un asistente del teléfono.

—Soy algo más: analizo el entorno en el que te mueves.

Los dos chicos se ríen ante la iniciativa del asistente.

—Está entrenado con tu forma de hablar y conversará contigo siempre que lo vea adecuado. Lo puedes desconectar con el mando o con el comando de voz «Sin Visión».

—Lo has llamado Visión, qué friki.

—Es que es para eso. Blanco y en botella.

—¿Y por qué no me dice qué tengo delante?

—El camino está despejado —contesta la voz de las gafas—. Si quieres una descripción más precisa: delante de ti hay un tresillo a dos metros; en la pared a tu derecha, a tres metros, una cama de perro con uno tumbado, y justo a tu izquierda, una lámpara de pie encendida.

—Te falta poner una cámara detrás.

—Justo detrás de ti hay una chica morena de pelo largo y alborotado. Te recomiendo moverte hacia delante para evitar el choque.

—Vaya control.

—Si algo viene deprisa por detrás, te avisará para que te apartes. Y te indicará hacia dónde.

—Oye, ¿y es guapa la chica que has visto?

—Cara sonriente, altura media, medidas proporcionadas, estilo alternativo, dentadura perfecta, ojos gris claro…

—Vale, vale. Sabe hasta el color de tus bragas.

—No llevo.

—Oh, qué provocona.

Ríen los dos con ganas.

—Pruébala una semana en tu día a día y apunta lo que funcione mal.

—¿Cómo voy a apuntar…? Ah, vale, Visión me ayudará.

—Efectivamente. Espera…

—La chica se sitúa delante de ti. Coge un cojín y lo lanza hacia tu pecho.

Mikel reacciona enseguida y agarra el cojín antes de que le impacte.

—¡Eh! ¡Que soy ciego!

—Muy bien. No pensaba que fueras a pararlo. La detección artificial es muy rápida, por lo que debería darte tiempo para reaccionar.

—También cuenta que tengo reflejos de ninja. —Mueve las manos dos veces como si cortara el aire.

—Sí…, eso también cuenta.

—La chica se acerca a la perra.

—A ver, Visión, ella se llama Lurdes y la perra, Lulú.

—Entendido. Lurdes se agacha y acaricia a Lulú. Te mira y guiña un ojo.

—Bueno, será mejor que os deje para que os vayáis conociendo. —La joven acerca más la cara a la perra—. Hasta otro día, guapa. Si esos dos te dan mucho la turra, avísame.

Lulú suelta un gemido a modo de despedida.

—Mañana vuelvo.

Mikel se mueve hacia ella.

—Lurdes está a dos metros… A un metro… A menos de un metro.

Se para y extiende el brazo para coger el de la chica.

—Sabes que te puedes quedar a dormir… —un silencio desconcertante los envuelve—, dientes perfectos.

—Lurdes está muy cerca —puntualizan las gafas.

Entonces es Mikel el que se extraña de la reacción.

—No me acuesto con ninjas.

—Espera, ya sé cómo eres, ¿pero tú cómo me ves a mí? ¿Estoy follable?

—Eres como Brad Pitt, aunque muchísimo más feo.

—O sea, como todos.

Ríen de nuevo.

—Algún día caerás en mis redes. Ahora tengo supervisión.

—Anda con cuidado hasta que te hagas con los mandos.

El aparato electrónico le describe cómo Lurdes sale del piso y cierra la puerta. Empieza a poner a prueba a Visión con un reconocimiento del entorno.

En la cocina fríe un par de huevos siguiendo las instrucciones de Visión y la charla entre ellos se vuelve de lo más fluida. Encuentran problemas para diferenciar la sal del azúcar, el aceite del vinagre, el agua del vodka y, en general, todo aquello que se parece mucho visualmente. Antes de apuntarlo como fallo del sistema, intenta enseñar a la inteligencia artificial a distinguirlos. Chequean las etiquetas para determinar el contenido de los recipientes. Se percata de que como lector de textos es una maravilla y no tarda en usarlo como guía de internet y como narrador de novelas a las que siempre le ha costado más acceder.

A través de la descripción detallada de Visión, imagina por primera vez cómo come su fiel compañera. Desde que Lurdes se ha marchado, lo persigue por la casa, pendiente de sus necesidades. Visión también le ha servido para localizar y entender mejor el comportamiento de la perra. En varias ocasiones lo ha impresionado con consejos certeros para acomodarla mejor.

Apunta un fallo que hay que tener en cuenta: no se lo puede llevar a la ducha. Más tarde borra la sugerencia por ser un poco turbia.

Unas voces lo despiertan. Tarda unos instantes en superar el estado somnoliento. Se acuerda de que en la mesilla ha puesto a cargar su nuevo juguete.

—Visión, ¿qué hora es?

—Son las tres y treinta de la madrugada del domingo 26 de mayo de 2024.

Tras varios segundos de silencio, las ganas de orinar lo animan a abandonar el cómodo colchón para vaciar la vejiga y poder conciliar el sueño. Lulú se levanta al verlo salir de la cama, ya que tiene un pequeño catre en el cuarto. Esta vez, Mikel va acompañado por su fiel compañera y el costoso prototipo de Lurdes. Sigue sus indicaciones con gran soltura y descarga, sentado en la taza, los sobrantes de las últimas horas. Aprovecha para comprobar los útiles de aseo de los que dispone en esos momentos y elabora un principio de lista de la compra para el lunes.

De vuelta por el pasillo, nota una caída de la temperatura muy pronunciada. La perra gruñe. A Mikel se le pone la piel de gallina.

—Hay un hombre en la puerta del salón —dice Visión.

Se queda inmóvil. Enseguida se da cuenta de que se refiere a lo que ve por la cámara trasera.

—De metro noventa, con un cuchillo en la mano derecha. Mira hacia nuestra posición.

Mikel nota cómo los testículos se le esconden dentro del cuerpo y le producen un profundo dolor, añadido al estado de entumecimiento que solo puede asemejarse a la sensación de terror que tantas veces se ha descrito en las películas y novelas de género.

—Se acerca. Está a cuatro metros… A tres metros… A dos metros… A un metro…

El chico y la perra corren hacia el cuarto mientras la inteligencia artificial intercala instrucciones para guiar a Mikel e informar del progreso del ser que ha aparecido en su salón.

Entran en el dormitorio y el humano termina de cerrar la puerta que su acompañante, nerviosa, ya ha empujado. Expectantes, se alejan de la robusta madera. Lulú no para de gruñir y él se agacha para calmarla. Nota sus temblores, pero el calor de su cuerpo lo tranquiliza también.

—Un brazo con un cuchillo atraviesa la puerta.

Mikel se cae hacia atrás y Lulú se mueve a su lado, ladrando y gimiendo.

—Ven, pequeña. —La agarra y la abraza. Se calma un poco, pero sigue gimiendo, asustada—. ¿Hay alguien ahí? —No se oye ningún ruido—. Visión, ¿ves algo?

—La puerta está cerrada y no hay nadie.

—¿Qué cojones?

Intenta pensar. Debería llamar a la policía, pero no sabe dónde ha dejado el móvil.

—¿Ves mi móvil?

—Levántate para que inspeccione el entorno.

El chico obedece.

—No está en la habitación. En el inventario del salón encuentro un teléfono.

—Joder. Te puse a cargar y me olvidé del móvil. Espera… Llama a la policía.

—Lo siento, el sistema no dispone de ese servicio.

—Pues manda un email.

—Tampoco puedo mandar emails. ¿Lo apunto como posible mejora del sistema?

Mikel no escucha la pregunta, tratando de dilucidar qué hacer. Poco a poco, se acerca hasta el acceso cerrado. Mira a su alrededor.

—¿Ves algo que me sirva para protegerme? —La voz le tiembla, alterada por el momento vivido.

—Hay un paraguas a tu izquierda, entre el armario y la pared.

—¿En serio?

Se extraña, ya que no se acuerda de ese rincón que seguramente no ha usado en varios meses. Explora el hueco y saca el objeto lleno de polvo. Tose un par de veces.

—¿Dónde está Lulú?

—A tus pies.

—Vale, preciosa, quédate aquí dentro. —La acaricia y esta le lame la cara—. Vete a tu sitio. —La perra se acurruca en su camastro, gimiendo.

Sale de la habitación con cuidado, empuñando el paraguas a modo de espada de acero valyrio.

—Visión, descríbeme todo.

—El pasillo está despejado. Al final, en el salón, se ve una luz parpadeante.

—¿Qué luz?

—La luz de un televisor.

De nuevo, baja la temperatura. Asume la imposibilidad del propio suceso: no tiene televisión desde hace años. Con el arma a punto, entra.

—En mitad de la estancia hay un tresillo y, a cada lado, un sillón. Tienes uno de ellos a dos metros… A un metro… Ahora estás sobre el sillón.

—No es real. —Se asombra ante ese descubrimiento.

—A tu derecha, hay un televisor encendido. Delante de ti, a un metro, está el tresillo. Un hombre desnudo se encuentra tumbado boca abajo sobre una mujer también desnuda y tumbada boca arriba. Parecen dormidos.

Mikel se acerca.

—Ambos tienen el cuerpo ensangrentado. O están muy malheridos o muertos. Hay un cuchillo manchado de sangre en el suelo, al lado del brazo de la chica, que cuelga desde el sofá.

—¿Cómo es?

—Rubia, delgada, de piel blanca. Tiene los ojos cerrados.

—¿Y él?

—Pelo muy corto y oscuro, complexión atlética y con un tatuaje tribal de un puñal en el brazo derecho. Ha abierto los ojos.

—¿Quién?

—La chica.

Se escucha un grito terrorífico en los altavoces de las gafas y Mikel se las quita por acto reflejo.

—Sin Visión.

El sonido se apaga y las gafas se desactivan.

Vuelve a su habitación por el camino que ya conoce, confuso y aún alterado. La temperatura parece normalizarse a la propia de ese mes del año. Al entrar en el cuarto, Lulú lo recibe nerviosa y alegre. Se sienta junto a la cama de la perra hasta que se queda dormida. Él también lo intenta, pero la cabeza le funciona a cien por hora, repleta de pensamientos oscuros. Su cuerpo llega al límite y cae rendido.

Al parecer, hay un problema de funcionamiento bastante considerable.

—¿Estás seguro de lo que viste…, digo, oíste? —Lurdes, en el tresillo, lo mira incrédula por lo que le acaba de narrar.

—Tengo un dolor de espalda tremendo por la noche que he pasado. Me lo contó al oído como si fuera una película de terror. Ese chisme está muy mal.

—Llevo tres meses probándolo y no me ha dado ningún problema.

—¿De día?

—Claro, de noche duermo como todo el mundo.

—Pues nos acojonó. Lulú, la pobre, no sabía qué hacer.

—Espera. Guardo un registro de todo lo que recogen las cámaras y los micrófonos.

—¿Cómo? ¿Y no me lo habías dicho antes?

—Es que no es muy legal. Solo lo he activado para esta fase de pruebas.

—Me siento… —pone una mueca de asco— violado.

—Perdóname, no pensaba revisarlo si no era necesario y te iba a pedir permiso.

—Necesitarás esforzarte más para compensar este ultraje.

Mikel cambia la cara y se muestra serio.

—¿Quieres un póster mío desnuda? —pregunta con una sonrisa pícara. Se conocen muy bien y nota cuándo le toma el pelo.

—Sabes que no sirve de nada.

—Claro —replica, divertida—, no tiene relieve.

—Qué arpía. ¿Y si me hubiera pajeado con las gafas puestas?

—Estarías en internet con millones de visualizaciones, pero deberías enfocar bien.

—Qué graciosa…

El chico mantiene el gesto de enfado mientras espera una respuesta.

—Venga, te estoy haciendo un favor con este proyecto. Somos pioneros. —Lurdes no da su brazo a torcer—. Vale… Te compro una caja de cervezas y dos calipos de limón.

Mikel gira la cabeza en su dirección, todavía enojado.

—Dos de limón y dos de fresa —dice y sonríe triunfal.

—Qué aprovechado eres, capullo.

Sonrientes, se disponen a enchufar las gafas en el portátil de la chica. Lurdes abre un software en el que se visualizan las cuatro cámaras integradas en las gafas. Transfiere los datos en un minuto y reproduce el vídeo, en el que aparece una línea de tiempo.

—¿A qué hora fue?

—A las tres y media.

—¿Esa no es la hora del diablo?

—Anda, tía, no me acojones aún más.

—A ver…

Conforme se reproducen las imágenes, se van seleccionando elementos del entorno que luego pasan a ser información para el usuario. Cuando llega la hora indicada, Mikel aparece frente al espejo del baño con las gafas puestas.

—Veo que duermes con pijama.

—Qué torta te daba.

—¿Para qué quieres un espejo en el baño? —Ríe y desliza el cursor hasta las imágenes de regreso al cuarto—. Hostias…

Sorprendida, Lurdes no puede dejar de mirar lo que sucede en el vídeo, donde el asistente narra la situación a Mikel. En realidad, no detecta nada raro en el entorno, pero el programa va marcando siluetas de objetos y personas que no están en el piso. Aprecia perfectamente cómo una de esas selecciones es la de un hombre que entra con un cuchillo enorme y sigue a su amigo hasta el dormitorio. Después ve salir a Mikel con un paraguas.

—¿Cogiste un paraguas? ¿Para enfrentarte a un cuchillo de carnicero? Vaya huevos.

—Tenía la mente nublada. Mejor que las cervezas, cómprame una porra extensible y un táser.

Lurdes lo revisa varias veces y no da crédito a lo que ven sus ojos.

—Es alucinante —dice mientras apoya la espalda en el sofá—. Esto sí que no me lo esperaba.

—¿Piensas que me invento algo así por gusto?

—Creía que era una treta tuya para que durmiera contigo.

—No necesito esas artimañas, guapa. Esto… Entonces, ¿te quedas esta noche?

Lurdes calla unos segundos.

—He de reconocer que como estrategia es muy buena.

—¡Bien! ¡Fiesta de pijamas! Nos lo vamos a pasar en grande.

—Pero nuestro amiguito visionario también está invitado.

—Tres son multitud —dice Mikel con fastidio—. Espera…, ¿te molan los tríos? —Se muestra expectante por la posible respuesta.

—Mientras no sea con otro ciego, me apunto.

—No sé si vamos a dormir como sigas así.

—Ya te digo yo que no. Me voy a casa a por una muda y un cepillo de dientes.

—Y el pijama.

—No uso. —Sonríe, acercándose a la puerta.

—Qué fresca.

Antes de marcharse, Lurdes se gira para mirar al anfitrión.

—Me paso por el chino.

—De acuerdo, recuerda mis cervezas y los calipos. —Tras decir esto, le saca la lengua.

A las dos horas, llega con la compra, una mochila con sus enseres y una tableta electrónica muy potente desde la que puede monitorizar en tiempo real el sistema de cámaras de las gafas y, de esa manera, ganan movilidad para su futura sesión nocturna.

Lurdes se pasa la tarde investigando en su ordenador el posible error que ha cometido con la programación del prototipo. Realiza pruebas modificando las variables: con la luz apagada, con una distribución diferente del entorno, con varias cámaras tapadas y reajustando la precisión que utiliza la inteligencia artificial, y no encuentra nada extraño. Ese parámetro lo considera esencial. Si estuviese muy bajo, el sistema se inventaría lo que ve según lo que conoce: una farola podría identificarla como una columna o un árbol. En cambio, si estuviera demasiado alto, el objeto tendría que ser exactamente igual que el fotograma capturado y analizado para que lo reconociese.

Mikel se entretiene escuchando pódcast en los que se habla de apariciones fantasmales y de la hora del diablo. Algunos presentadores se proclaman videntes o personas con sensibilidad especial. Cae por azar en uno que dedica un programa a fotografías hechas a fantasmas y esto atrae la atención de los dos.

—Oye, a mí me cuadra. Has entrenado este chisme con fotos de fantasmas y ahora los ve por cualquier lado.

—Sé que hay bancos de imágenes para entrenar, pero no he visto todas. Es imposible. Qué raro… Si fuera así, ¿por qué no los vemos más a menudo?

—Joder, acabaremos llamando al tipo este del misterio.

—Es muy tarde. Vamos a cenar para luego estar preparados.

—Lo digo en serio, ¿no deberíamos llamar a un experto… o a un cura?

—A ver. Entiendo que da mal rollo, pero no te pasó nada, ¿no?

—No. Solo que dicen que a veces va a más.

—Usaremos el paraguas.

—Vete a la mierda… ¿Mañana no tienes que currar?

—Sí, iré como pueda.

La chica calla unos segundos mientras observa al chico ciego.

—Quizás seas una de esas personas especiales capaces de hablar con los muertos.

—Qué graciosa.

—No es broma. A mí no me ha ocurrido nunca. Si no se debe a una interferencia o a un mal funcionamiento, cabe la posibilidad de que tú lo provoques.

—El ciego vidente. Alguien en algún lado se está descojonando de nosotros.

—Puede que sea un error del prototipo. Voy calentando la cena.

Comen con ganas y conversan sobre cómo afrontar las horas que les quedan por delante. También intercambian confesiones personales que los unen con más fuerza. Se ríen, se calman mutuamente y juegan un poco con la perra.

A las dos de la mañana se quedan dormidos en el salón, en pijama.

A las tres y veinticinco, Lurdes se desvela. Todo parece en calma. Se pone las gafas.

—Visión, describe el entorno.

—No hay nada delante de ti. —Ella está segura de que es cierto, a pesar de la escasa luz—. Hay una pared a tres metros delante de ti y una puerta a cuatro metros y medio hacia tu derecha. El pasillo se encuentra más a la izquierda, a cinco metros de distancia.

La chica se mueve por el salón sin notar nada. Lleva la tableta electrónica en las manos y observa los resaltes que hace la aplicación sobre los distintos puntos de la estancia.

—Mikel, despierta. —Se acerca al sillón donde él duerme—. Mikel. Mikel.

—¿Qué…? ¿Qué pasa?

—Es la hora. Son las tres y media.

—¿Y qué?

—Tienes que ponerte las gafas.

—¿Qué dices? —pregunta, indignado—. Habíamos quedado en que te las ponías tú.

—Joder, tío. No puedo mirar la tablet y, a la vez, observar a mi alrededor. Además, conmigo funcionan normal.

—Pues eso me lo tenías que haber dicho.

—Póntelas, no seas cansino.

Accede a regañadientes y, nada más ponérselas, la temperatura baja por lo menos diez grados.

—Qué frío. Ayer pasó lo mismo.

—Esto no me lo habías contado.

—¿No escuchaste los pódcast o qué? Es lo primero que dicen.

—Estoy helada. —Lurdes se arrepiente de haber traído un pijama de verano—. Se me han puesto los pezones para colgar perchas.

—Hostias, qué dentera.

—Delante de ti —Visión interviene—, a cuatro metros, hay un hombre con un cuchillo de carnicero.

Ambos se tensan.

—Me cagüen la puta. ¿Lo estás viendo?

—Hay una silueta que parpadea en la imagen, parece que se ve un cuchillo.

—El hombre se acerca. Está a tres metros… A dos metros…

—Lurdes, ¿qué hago?

—Muévete a tu derecha. ¡Rápido!

Él obedece con torpeza.

—A un metro…

—¡Quítamelo! —Mikel corre como si llevara un avispero en las manos.

—A dos metros…

—Ahora de frente. Hay un sillón delante de él, no lo puede atravesar. —En la pantalla parpadea también el asiento seleccionado, además del hombre del cuchillo.

—A un metro…

—¡Quítamelo! —grita Mikel mientras corre hacia delante.

—Un poco a tu izquierda. Al pasillo. Cuidado con la pared.

—Está muy cerca… —puntualiza el asistente.

—¡Por Dios! ¡Quítamelo! —Mikel sigue agitando las manos.

—Ahora a la izquierda —dice Lurdes, apurada.

Los dos entran en la habitación donde aguarda Lulú tumbada en su camastro y cierran de inmediato.

—Un brazo atraviesa la puerta con el cuchillo —narra la voz artificial—. Desaparece. Aparece. Desaparece.

—Otra vez lo mismo. Esto es increíble. —Lurdes no da crédito a lo que sucede. Acaba de confirmar que lo que pensaba que era un fallo casual es un error perfectamente reproducible.

—Menos mal que el arroz es astringente —afirma Mikel, asustado.

—Espera… Sigue mirando a la puerta.

—Lurdes se acerca hasta la puerta y apoya la cabeza en ella.

—¿Qué haces? ¿Estás loca?

—Calla. —Tras unos segundos, dice—: No se oye nada.

De repente, un golpe hace vibrar la madera.

—Hostia.

—Lurdes corre hacia ti.

Se agarran, a la espera de lo que pueda entrar.

—Es una pasada —dice Mikel con cara de asombro—. ¿Has sentido el frío igual que yo?

—Sí, lo he notado. Lástima que no haya puesto un sensor de temperatura.

—Sería mejor que un detector de psicópatas infernales.

—Vamos a ver qué hay fuera.

—Joder. Tú estás loca.

—No creo que pueda hacernos nada.

—Hostias, no… ¿Y la temperatura y el golpe en la puerta? Ayer no la golpeó. Creo que hoy está más intenso.

—En la sala no nos perseguía porque la distribución era distinta. Está limitado por esa configuración. Además, dijiste que después no lo volviste a oír.

—Puuf. ¿Has traído algo?

—Como qué.

—Un crucifijo, una ristra de ajos, agua bendita…, ¡algo! ¿O tengo que usar el paraguas?

—¿Ahora eres creyente?

—No sé, toda ayuda es bienvenida.

—Venga. Te sigo.

—La puerta está a cuatro metros… A tres metros… A dos metros…

—¿Estás segura? —Mikel se para antes de abrirla—. ¿No prefieres echar un polvo?

—Qué pesado eres.

—Delante tienes el pasillo. Puedes girar a ambos lados. A tu derecha se encuentran los accesos a la sala de estar y al baño. Y, a la izquierda, otra habitación.

El chico se gira hacia el salón.

—¿Hay alguien?

—No. Todo despejado.

—Avísame de cualquier cambio.

—De acuerdo, Mikel. El acceso está a tres metros… A dos metros… A un metro… Has entrado en la sala.

—¿Ves algo raro?

—Todo está bien —contesta Visión.

—No, no está bien —replica Lurdes—. ¿Notas la bajada de la temperatura?

—Otra vez, nos va a matar de pulmonía.

—Céntrate.

—A ver, Visión, descríbeme el salón.

—Hay un tresillo en el medio, dos sillones…

—Vale. ¿Qué hay en el tresillo?

—Un hombre desnudo sobre una mujer, también sin ropa.

—Descríbelos.

—El hombre es de complexión atlética, pelo muy corto y oscuro, está depilado, piel morena, atractivo.

—¿Qué clase de asistente me has puesto?

—Calla.

—Sigue, Visión.

—La chica es rubia, de pelo rizado, piel blanca, atractiva.

—¿Tienen algo especial?

—Están ensangrentados. El hombre parece que ha muerto, presenta varias puñaladas en la espalda. Cuento doce.

—¿Se ha tragado un csi?

—¡Te quieres callar! —habla en voz baja, pero enfatiza cada fonema.

—Sigue, Visión.

—Lleva un tatuaje tribal en el brazo. Se asemeja a un cuchillo o a una punta de lanza.

—¿Y la chica?

—Lleva un pirsin en la nariz y una rosa tatuada en su antebrazo izquierdo. No hay ninguna marca de puñal a la vista, aunque la cubre mucha sangre. No está muerta.

—¿Por qué lo sabes?

—Ha abierto los ojos.

Un chillido terrorífico les hiela la sangre.

—Joder. Sin…

—No —le corta Lurdes—. Dile que te describa lo que pasa.

—Visión, ¿qué ocurre?

—La mujer llora y grita al ver al hombre muerto sobre el sofá.

—Creo que está confundiendo los lugares.

—¿En serio? —Mikel se lo piensa unos instantes—. Visión, inspecciona la sala.

—¿Qué haces?

—Déjame. Visión, adelante.

Los dos jóvenes se mueven por la estancia libre de obstáculos.

—Pasas por encima de los dos cuerpos. Estás frente a la puerta principal.

—¿Hay algún mueble?

—Sí, un recibidor a la derecha de la puerta. Estás a tres metros… A dos metros… A un metro. Hay llaves y cartas.

—¿Ves la dirección?

—La mujer ensangrentada está al lado tuyo.

—¿Qué?

Mikel se gira para mirar hacia atrás y nota que algo le quema la piel en el antebrazo derecho.

—¿quién eres? —La voz sale del altavoz de las gafas. Suena como si el príncipe de las tinieblas hubiera hablado por él.

—¡Ay, me quema! ¡Quítamelo!

—Apágalo —propone Lurdes.

—¡Corre! —Mikel sale disparado hacia el pasillo.

—La pared está a dos metros. Ve hacia la izquierda. Sigue recto un poco a la derecha. Ahora a la izquierda.

Lurdes lo sigue y Visión los dirige de nuevo al dormitorio. Dentro, en cuanto cierran la puerta, vuelven a sonar dos golpes fuertes contra la madera.

Se juntan en el camastro de la perra y esta se une al desconcierto.

—¿Qué ha ocurrido?

—Me ha tocado el brazo y quemaba como el hielo.

La chica le mira el antebrazo y lo ve enrojecido.

—Tenemos que ir a por algo para curarte.

—¿Y salir ahí? Puedo vivir sin un brazo, no me costará mucho.

—Vale, iré yo. Tú quédate con Lulú.

—No seas insensata. Esto es un rasguño. No quiero perderte —remata con voz afligida.

—Qué bobo eres.

—Vale, pero llévate el paraguas.

Ella se resigna a aguantar al teatrero de su amigo.

—Lurdes se aleja en dirección a la puerta.

—¿Lleva el paraguas?

—No.

—Insensata. ¡Ponte una rebequita!

La joven desaparece por la puerta. Y la cierra en cuanto sale.

—Tranquila, Lulú, mamá estará bien. Es más fuerte que nosotros.

La perra lo mira y le da dos lametones.

De pronto, se abre la puerta lentamente hasta pegar con la pared.

—¿Qué pasa, Visión?

—La mujer ensangrentada se encuentra en el umbral de la habitación.

Nada más oír a Visión, se apresura a buscar el paraguas por el suelo.

—¡tú lo has matado!

—Hostias. —Da un respingo por el susto del altavoz—. ¡Yo no he matado a nadie! ¡Había un hombre enorme con un cuchillo de carnicero!

—¡Lo has visto! —Esta vez, suena una voz dulce de mujer.

—Bueno, yo soy ciego, pero está grabado.

—¡te ríes de mí!

—La mujer está enfrente de ti.

Mikel chilla mientras coge el paraguas y lo abre. Se lo pone como escudo.

Durante unos segundos no sucede nada.

Alguien le quita el paraguas de las manos y Mikel pega otro grito.

—¿Qué pasa? —pregunta Lurdes.

Mikel se abraza a ella.

—Eres tú. Eres tú.

—Sí, y me estás ahogando.

—Ha funcionado. —Ríe, nervioso—. Ha funcionado.

—¿El qué?

—El paraguas.

—Apaga a Visión y déjame que te cure esa herida.

Mikel se deja querer por Lurdes, que le ofrece cuidados básicos, y consigue que se acueste con él, alegando que preferiría no estar solo esta noche. Por si acaso. Ella accede, ya que tampoco quiere quedarse sola. En la cama hablan de la insólita situación y elaboran hipótesis de las distintas posibilidades. La mujer de la pesadilla culpa a Mikel de haber matado al hombre, por lo que la teoría más fiable es que el extraño que empuñaba el cuchillo fuera el asesino.

Los momentos serios y las risas al recordar el pánico vivido los ayuda a tranquilizarse y conciliar el sueño.

Por la mañana, Mikel se despierta solo en la cama. Cuando llega al salón, se da cuenta de que Lurdes todavía anda por ahí.

—Te he preparado café.

—¿No tenías que ir a currar?

—Me he tomado el día libre. Por gripe.

—Qué mentirosilla y qué madrugadora.

—Digamos que me has echado de un pollazo.

—¿Qué?

—Que empezábamos a ser demasiados en esa cama.

—Ah, perdona, cosas de la física. Me pongo muy cariñoso por las mañanas —dice Mikel, sonriente, con los pelos alborotados y media funda de almohada grabada en la mejilla.

Se asea en el baño y vuelve al salón algo más presentable.

—¿Tú no tienes que ir a clase?

—Creo que me has pegado la gripe.

La joven sonríe, agradada por el comentario. Aunque está claro que Mikel no se puede enterar.

—Deja de mirarme con cara de boba —dice después de unos segundos en silencio.

—¿Qué dices, creidillo? —Se sorprende de que la haya descubierto.

—Uy, que te has enamorado.

—Sí —se ríe con lágrimas en los ojos—, los tíos que saben manejar el paraguas me ponen mucho.

—Ni se te ocurra dejar el cepillo de dientes —dice, riendo a la vez que ella.

—No, no, tranquilo.

Mientras Mikel saca a pasear a la perra, Lurdes prepara unas tostadas. Desayunan escuchando la radio.

—Antes de que te levantaras, he averiguado quién es la chica que nos visitó anoche.

—¿Qué cojones? ¿Llevamos tres horas mareando la perdiz y no me dices nada?

—No quería romper el momento. —Sonríe ante la estupefacción de él.

—Puedo sentir esa sonrisa de superioridad que muestra tu boca.

—Ah, ¿sí? Sientes mi boca.

—¡Quieres decirme quién es, que me estás poniendo de los nervios!

Lurdes tarda unos minutos en recuperarse de la risa.

—He vuelto a revisar lo que pasó y me he centrado en el mueble de la entrada. Tu idea fue muy buena. Así logramos ver el remite de alguna de las cartas.

—Soy una fuente inagotable de buenas ideas.

—Sí, pero siempre te quedas a medias. Le he pedido a Visión que analizara las imágenes y me ha dado varias opciones. He comprobado todas y resulta que en la cárcel de mujeres de Alcalá Meco hay una presa que se llama Rosalía García Castro, acusada de haber matado a su novio hace quince años.

—Puede ser una coincidencia y que no se trate de nuestra fantasma. Espera…, no está muerta.

—No. Creo que en breve la pasarán al tercer grado. La familia del novio todavía lucha para que no salga.

—Sigo pensando que no tiene por qué ser la de nuestro caso. Ni tú ni yo la hemos visto. Solo son manchas en una grabación.

—Pero Visión sí la ha visto y me lo ha confirmado. En una foto que he conseguido de internet sale con claridad el tatuaje en el antebrazo. Hay un artículo que te va a dejar con el culo torcido.

—Ya me espero cualquier cosa.

—Te leo: «r. g. c., de veintidós años y natural de Madrid, se declaró inocente. Alegó que en el apartamento había un chico con gafas que le confesó haber visto a un hombre con un cuchillo de carnicero. La credibilidad de la joven se debilitó cuando afirmó que el chico había desaparecido detrás de un paraguas justo en sus narices».

—No me jodas.

—Lo del paraguas me lo he inventado. —Lurdes se ríe con ganas.

—Qué tía.

—Declaró que el chico salió corriendo, pero estoy segura de que pasó lo que vivimos ayer.

—Es una puta locura. —Mikel lleva con la cara de asombro un buen rato—. Entonces, me conoce… ¿Vamos a ir a visitarla?

—No sabemos quién es el culpable. Yo creo que sería precipitarse.

—¿Te imaginas estar quince años encerrada por algo que no has hecho?

—Ya, es muy fuerte.

—Si me ve, me puede meter en un lío.

—No creo que se acuerde y tú tenías siete años en aquella época.

—Deberíamos decirle que nosotros la creemos.

—Yo me encargo. Hay uno en el curro con muchos contactos.

Intentan pasar un día normal sin lograrlo. La nube de las apariciones de Rosalía se coloca sobre sus cabezas sin posibilidad de disiparse. Es entonces cuando Lulú los obliga a hacerla caso, a jugar con ella y a salir de la casa donde converge el espacio-tiempo de una manera inusual.

Al volver, ocurre lo que tenía que ocurrir. Esta vez sin invitar al tercero en la ecuación: Visión.

La pareja de pioneros tecnológicos trata de reproducir la anomalía una noche más para descubrir al verdadero asesino, pero después de que Mikel termine con una raja en la tripa, superficial gracias al paraguas, deciden regresar al mundo real y seguir su investigación por derroteros más normales. Cuatro días después, consiguen una cita con Rosalía en la cárcel de mujeres. Su abogado debe estar presente. Petición expresa del letrado.

—Está Rosalía sola —dice Lurdes.

Se encuentran en la penitenciaría.

—Visión, confirma ese dato. —Mikel se lleva la mano a las gafas.

—A cincuenta centímetros, tienes una puerta metálica con un ventanuco de cristal grueso, por el que se ve a una mujer sentada detrás de una mesa. Junto a ella hay una silla vacía y otras dos enfrente.

—Eres un poco capullo.

—No se lo tengas en cuenta, Visión.

—Te lo digo a ti.

—Ponte detrás de mí, muñeca. —Mikel le enseña el paraguas para acompañar su propuesta.

—Qué valiente eres ahora que no es de noche ni estamos en la hora del diablo. Y guarda ese chisme, que hace treinta grados a la sombra. Nos van a echar. Todavía no sé cómo te han dejado entrar con eso.

—Es una buena herramienta para un pobre ciego.

Un funcionario de la prisión les abre la puerta y pasan al interior.

—No…, no puede ser. —Rosalía mira incrédula al joven con gafas.

—Hola, Rosalía. Me llamo Lurdes y este es Mikel.

—Siento mucho todo lo que ha sucedido.

—Pero es imposible. Bueno, no estoy loca. —Se muestra impresionada tras esta afirmación—. Tú mataste a Javier.

—Se equivoca. Es verdad que estuve presente, pero, como usted dice, es imposible.

—¿No iba a asistir su abogado? —pregunta Lurdes.

—Ahora viene. —Desvía la mirada hacia el ventanuco de la puerta—. Ahí está.

El letrado entra y con rapidez se dirige a su asiento, al lado de su clienta. Nada más sentarse, se queda sin habla al ver a Mikel frente a él.

La temperatura desciende diez grados.

—Soy Rodrigo Momento.

—¿No habéis notado la bajada de temperatura? —pregunta Lurdes.

Confirman con la cabeza.

—Creo que hay alguien más con nosotros —asegura Mikel—. Permitidme que os presente a Visión. Por favor, Visión, descríbeme lo que ves.

—Delante de ti, a dos metros, hay un hombre corpulento al lado de una mujer rubia.

—Son Rodrigo y Rosalía.

—Encantado.

—Sigue.

—Junto a la mesa, hay un joven desnudo, con el cuerpo ensangrentado, que apunta con el dedo a la cabeza de Rodrigo.

Mikel se levanta con el paraguas preparado.

Clienta y abogado recuerdan ese objeto. Recuerdan haberlo visto la noche en la que murió Javier. Rosalía acaba de descubrir que Rodrigo, el hombre que le ha confesado un amor incondicional, es en realidad el asesino del único amor verdadero que ha tenido en su vida.

Margareta y la dama oscura

Esta aventura sería una historia normal de crecimiento y de aprendizaje si no fuera por las bestias que atosigan a Margareta, si no fuera por las consecuencias tan terribles de sus actos, si el mundo la tratara como a los demás y no como a la diana de sus perversiones. Margareta debería estar muerta si fuera normal. La dama oscura ronda a su alrededor silenciosa, implacable, obrando como solo ella sabe para lograr volver a la normalidad.

Después de casi un año sin haber podido publicar ninún relato largo, os presento mi siguiente novela titulada: Margareta y la dama oscura. Se trata de una novela de aprendizaje y crecimiento personal un tanto atípica ya que los hechos sorprendentes que envuelven la trayectoria de Margareta nos llevan a situaciones impresionantes de las que la protagonista deberá salir mediante su ingenio y sus cualidades especiales.

La historia pertenece al mundo creado en Elisea siente. Es un personaje que sale de refilón en esa aventura a la espera de tener su porpio espacio. Y ahora es el momento de dar a conocer de dónde viene.

Esta es la primera parte de su biografía ficticia donde encontraremos las claves que froman el carácter y la forma de actuar de Margareta.

Esta aventura sería una historia normal de crecimiento y de aprendizaje si no fuera por las bestias que atosigan a Margareta, si no fuera por las consecuencias tan terribles de sus actos, si el mundo la tratara como a los demás y no como a la diana de sus perversiones. Margareta debería estar muerta si fuera normal. La dama oscura ronda a su alrededor silenciosa, implacable, obrando como solo ella sabe para lograr volver a la normalidad.

Sinopsis de Margareta y la dama oscura.

Margareta sufre una maldición que proviene de sus ancestros y se propaga por su linaje. Es la causa de su extraño compartamiento y de su mayor sufrimiento.

«Busca a las bestias para comprobar si están detrás de esa orden destructiva, pero no hay nadie a los mandos. Solo está ella. Ella es la bestia».

Extracto de Margareta y la dama oscura, 2024

Espero que disfrutéis de este compendio de aventuras, acción y momentos intensos tanto como yo disfruté escribiéndola.

Audio relato: Visión de futuro.

Las cruces tumularias de Toledo. Un recuerdo a los infames excomulgados.
«Seré para ti tu valor contra el enemigo. Un puñal afilado, un aliento continuo.»

Os presento el relato corto titulado Visión de futuro, esta vez en versión audible. Lo podéis escuchar ahora locutado por Juan Carlos Albarracín en su proyecto personal Locuciones Hablando Claro.

En él encontraréis una historia relacionada con las cruces tumularias de Toledo.

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Visión de futuro

Las cruces tumularias de Toledo. Un recuerdo a los infames excomulgados.
«Seré para ti tu valor contra el enemigo. Un puñal afilado, un aliento continuo.»

«Su mirada limpia, cargada de inocencia y capaz de destrozar el más grueso de los muros, impactó contra los cimientos agrietados que aguantaban mi confianza férrea con un resultado atronador: mi vida ya no me pertenecía y moriría por verla sonreír. Ya nada sería lo mismo. Todo se magnificó ante mis ojos, que se asombraban con la intensidad de los tonos y la variedad de colores presentes en la primavera junto a ella; con el excitante verano amarrado a su cadera; con el cálido invierno, que no nos asustaba con gélidas embestidas, y con el otoño rojizo, que obraba un bello contraste con su tez pálida.

»Proyectaba una luz brillante que nadie parecía apreciar. No le daban mayor importancia que a un candil encendido en pleno día. Se apresurarían a apagarlo por el mero hecho de no derrochar la llama, pero de ahí no pasaban. Solo yo sentía el esplendor con el que deleitaba a todo ser vivo. Dejaba de percibir la podredumbre que reinaba a sus anchas en estos tiempos oscuros ayudado por el vigor que aparentemente recobraba el paisaje a mi alrededor.

»Cómo me inmovilizaba el lodo de la desesperanza sobre mis pies hundidos y cómo empujaba su mano entrelazada con la mía. Tirones sutiles y constantes que me arrastraban hacia la luz de su vientre con la fuerza de mil bestias astadas. Atravesamos juntos la espesa condición que envolvía la existencia de nuestra casta con maderos nuevos y piedras trabajadas que formaron los cimientos de un pequeño hogar en el que cabía todo lo que soñábamos y compartíamos.

»Y esa canción que al ser cantada por su dulce voz estrujaba y calentaba a la vez el corazón más frío. A mí me hacía creer en Dios. Un dios que brillaba por su ausencia.

Ve a luchar, mi amor, yo no me rindo.

Mantendré el calor del hogar siempre vivo.

Seré para ti tu valor contra el enemigo.

Un puñal afilado, un aliento continuo.

Recuerda la flor de mi pelo

en el último festejo alrededor del fuego.

Recuerda el brillo en mis ojos

y la sonrisa satisfecha en mi rostro.

»Donde antes veía un lugar devastador para perpetuar mi linaje, para escuchar las risas de los niños por encima del dolor, ahora pensaba que así debía ser, que no había paraje mejor. Verla sonreír con su tripa abultada, con el brillo añadido al suyo natural y con la inminente llegada de nuestro retoño, me hacía superar cualquier mal que se presentaba en mi camino.

»Había dejado de empuñar una espada. Ya no me representaba. Mi futuro se vestía de elegante alegría, amor y felicidad. Sabía que era una provocación, una bravuconada de un niño rico aburrido. Podía haber vivido con el honor dañado junto a ella y sin embargo…»,pensó mientras el tejido orgánico que formaba las paredes de su corazón era atravesado por el acero de la espada toledana. Un germen implacable y mortal. Su cuerpo lo rechazaba, pero no era suficiente. La oscuridad, a modo de océano desbordante, diluyó su vida hasta hacerla desaparecer.

El duelo acabó y el ganador sonrió, satisfecho con su hazaña.

Pocos días después, una mano temblorosa también usaba el preciado metal para dibujar, entre lágrimas, una cruz en la piedra. Otra señal para la misericordia.

Basado en las cruces tumularias de Toledo.

Audio Relato: Fuera de servicio

En un oscuro caserio situado en los montes del País Vasco ocurre esta inquietante historia. La podéis leer en Fuera de servicio y la podéis escuchar ahora locutado por Juan Carlos Albarracín en su proyecto personal Locuciones Hablando Claro.

Audio relato: Fuera de servicio. Autor: Jorge García Garrido. Locutor: Juan Carlos Albarracín. ©Jorge García Garrido.

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Fuera de servicio

Tenemos el caserío rodeado. Gracias a un trozo de helecho, abundante en este monte guipuzcoano, ha sido posible acotar la búsqueda. En realidad, fue la coincidencia del rastro vegetal en dos de los lugares donde desaparecieron los niños lo que activó los radares de la científica.

La estructura de la casa está muy deteriorada. Se nota el paso del tiempo. La densa vegetación envuelve las piedras de sus muros y parece engullirla poco a poco. Un acceso casi invisible nos ha facilitado, por decirlo de algún modo, que lleguemos desde una carretera secundaria bastante alejada.

Empieza la operación. Entro la tercera por la puerta principal. Otros tres agentes se introducen por la puerta de atrás. En breves instantes tenemos asegurada la primera planta. Iker, el cargo al mando, sube con dos compañeros por las escaleras para inspeccionar el piso de arriba mientras los demás buscamos algún acceso a una estancia oculta.

El interior se encuentra igual de destartalado que la parte externa y se aprecian indicios de una ocupación rudimentaria.

Hace un frío inusual que contrasta con el cielo despejado y la temperatura agradable de fuera.

—¡Por aquí!

Nerviosos, nos acercamos hasta el hallazgo. Una pequeña puerta detrás de la nevera indica que existe ese sitio presente en nuestra imaginación desde el comienzo de los desgarradores sucesos, en donde tememos que han acabado los pobres críos. Toda la comunidad se encuentra impactada hasta extremos impensables debido al terror que se ha instalado a nuestro alrededor.

La solución está delante de nosotros.

De una patada, un agente revienta la puerta. Entramos con nuestras armas y linternas, dispuestos a terminar con este sinsentido. Varios escalones maltrechos nos llevan a una estancia oscura y húmeda. Predomina la roña que cubre útiles de labranza de distintas épocas, algunos parecen tener cientos de años. La luz solar se cuela por las grietas de la parte alta de las paredes, ya que un gran porcentaje de su superficie se halla por debajo del suelo. Se nota el deterioro de años sin ningún tipo de mantenimiento.

Inspeccionamos el lugar con las linternas. Es muy amplio y nos dispersamos un poco. Veo algo en el suelo.

—¡Hay un rastro de sangre por aquí!

Sigo las manchas con cuidado mientras mis compañeros se acercan.

De entre dos trillos pesados sale un hombre enorme, como el de las descripciones, y me empuja con mucha fuerza contra unas maderas. Tiene el brazo izquierdo ensangrentado. El chaleco me ha mitigado casi todo el golpe, aunque me caigo con la columna dolorida.

—¡Quieto, Ertzaintza!

Lo veo coger un azadón y alejarse de mí. Me reincorporo y lo persigo. Se escuchan gritos de «alto» y de dolor. Dos disparos terminan con el ruido. Cuando llego, encuentro una estampa horrorosa: uno de mis compañeros yace con el cuello reventado y al otro le cuelga el brazo izquierdo. El sospechoso está tumbado boca arriba con dos impactos de bala en el tórax.

—¡Agente herido! —informo tras pulsar el botón de la radio—. ¡Agente herido! ¡Solicito dos unidades médicas! —Me agacho junto a mi compañero—. Igor, ¿me oyes? ¡Igor!

Mira y asiente con lentitud.

—Viene ya la ayuda.

Cojo un trapo, lo sacudo y lo pongo en la herida de la garganta del otro agente. No sé dónde apretar, ya que parece ahogarse.

—¿Qué sucede aquí? —Llega el resto del equipo.

—Estaba escondido. Nos ha pillado por sorpresa.

Iker se pone encima de la bestia que ha hecho esto.

—¡Aún respira! ¿Dónde están los niños? —Le propina un par de bofetadas al no obtener respuesta—. ¡Dónde están los niños!

—No… No he conseguido salvarlos.

—¡Dónde están!

—Me obligó. No podía soportarlo más.

—¿Quién te ayudó?

—Le he cortado la cabeza. Hay que quemarla al sol.

—¿Qué dices?

—No se deben juntar las partes.

—¡Dónde están los niños! —Iker empieza a perder la paciencia.

—¡Tengo que acabarlo! —Un arrebato de energía le proporciona fuerzas extras para lanzar hacia atrás al mando. Coge de nuevo el azadón y se incorpora ante nuestras miradas de asombro—. ¡Vais a morir si no lo termino!

De un golpe aparta una de las pistolas que lo encañonan, pero el resto cumplen su cometido y lo acribillamos a disparos. Cae al suelo y fija la mirada en mí.

—No lo entendéis… Vais a… morir.

Ahora estoy segura de que ha pronunciado sus últimas palabras.

—Este tío es un zumbado. Elena, ¿estás bien?

Asiento para dejarle claro a mi superior que no me he roto nada y oculto el mal cuerpo que me ha provocado esta situación. Las miradas de mis compañeros dicen que el sentimiento es mutuo.

—Hay que parar esas hemorragias.

Me quedo helada mientras busco la pieza que falta en este tétrico puzle. Recuerdo que he seguido el rastro de sangre hasta encontrar al sospechoso. Ese rastro no sé de dónde venía. Él tenía una herida en el brazo cuando lo he descubierto, por lo que debe habérsela hecho en otro lugar.

Me dispongo a localizar de nuevo las manchas carmesí en un escenario alborotado por los acontecimientos. Hay muchos más charcos de sangre que antes. Me centro en las señales y al final doy con una vía desconocida.

—¡Oficial!

—¿Qué ocurre?

Le enseño las gotas que se acaban delante de un armario de madera de roble.

—Estaba herido cuando lo hemos encontrado, seguro que hay algo en ese armario.

—Joder, a ver si llegan las ambulancias. ¡Jesús, Jokin, quedaos con los heridos!

Tras recibir sus respectivas confirmaciones, nos disponemos a inspeccionar el mueble. Lo abre mientras yo le cubro, preparada para terminar con lo que salga de ahí. Demasiado estrés como para andar con miramientos.

No sale nadie y suelto un soplido de alivio. He aguantado la respiración todo el rato. El interior está vacío.

—Elena, tranquila. Coge aire, no puedes disparar a todo lo que se mueva. Si se trata de uno de los niños…

Lo miro, intentando disimular el temblor de mis manos. Sostener el arma con fuerza me ayuda.

Mi respiración vuelve a fallar cuando un ser atrapa a Iker y lo mete en la negrura del armario. Asustada, enfoco las maderas del fondo y veo destellos de su arma y su linterna por algunas rendijas. Empujo las tablas, pero no ceden. ¿Cómo cojones ha conseguido atravesarlas sin romperlas? Parece cosa de brujería barata en una película de bajo presupuesto.

Tengo que rescatar a Iker. Localizo una robusta azada y cargo contra la barrera de roble. Con mucho esfuerzo, la reviento y descubro una galería oscura en cuyo final se aprecia una tenue luz cálida.

Mis compañeros están alejados de nuestra posición. No puedo esperar más. Entro con los nervios a flor de piel. Camino con rapidez, pendiente de cualquier movimiento extraño por el suelo o por las paredes. Ahora parece que es más importante disparar instintivamente que con cabeza, pero temo hacerlo. Todavía no entiendo cómo se lo ha llevado delante de mis ojos. Ha sido en un puto pestañeo.

La galería finaliza en una estancia austera iluminada por muchas velas. Recuerda a una antigua bodega excavada en la montaña. Las paredes muestran un tratamiento rudimentario pero efectivo. Apesta a carne en proceso de putrefacción, orines y heces.

Una muchacha se encuentra encima de Iker, agachada y dándome la espalda. Lleva un camisón blanco transparente que desvela la ausencia de ropa interior. Solo escucho sonidos guturales, como si se estuviera alimentando.

No puedo pensar, diría que es una de las niñas, pero no estoy segura.

—¡Quieta!

Se gira hacia mí y me horroriza ver que su cabeza cuelga a un lado. Solo algunos cartílagos evitan que caiga.

Mi compañero tiene el cuello desgarrado.

Disparo cuatro veces contra la muchacha y recibe un par de balazos. Se mueve muy rápido. Tras dos saltos ágiles, consigue cubrirse con una caja de madera llena de arena.

No le encuentro el pulso a Iker. Miro hacia uno de los rincones y descubro la fuente del mal olor: son los cadáveres de los seis críos desaparecidos. Tienen dentelladas y los huesos sin carne en algunas zonas de su anatomía.

Mi estómago no soporta tanta sobreestimulación y vomito todo su contenido.

—¡Sal de ahí! —Encañono al monstruo. La caja está rota y entre las tablas, las astillas y la arena derramada veo que hay un hacha cubierta de una sustancia oscura similar a la que mancha el atuendo de la muchacha.

—Espera, no me hagas daño. —Su voz suena angelical, frágil.

—¡Sal de ahí!

Obedece. Está nerviosa y asustada, además de llevar la cabeza colgando. La herida se empequeñece un poco, sin llegar a cerrarse.

—Él me ha hecho esto. Me obliga a matar para que cumpla sus deseos. —El tono suave de sus palabras me relaja y el horror que debería sentir pierde mucho terreno.

—¿Qué… demonios eres?

—Soy una caminante nocturna. Me llamo Eva. No quiero dañar a nadie. Necesito sangre para vivir.

—Habéis matado a esos niños. —La ira me sobrecoge y mi dedo tira del gatillo con rabia.

—No. —Consigue detenerme. El ambiente, al igual que yo, reacciona ante sus gestos y sonidos—. No me hagas nada. Puedo sobrevivir a base de animales. Vasile no me dejaba alimentarme de otra forma. —Adelanta las manos pálidas y sucias—. Ponme los grilletes. No quiero dañar a nadie más.

La situación me sobrepasa. Noto una nebulosa en los ojos. Sacudo la cabeza y le lanzo las esposas.

—Póntelas por la espalda y date la vuelta.

Me obedece y me calma un poco más saber que está esposada.

—¿Qué va a ser de mí? He hecho cosas horribles.

—Deberás pagar por ellas.

—Jamás he tenido la oportunidad de vivir mi vida. El yugo de los hombres siempre ha dominado mi destino. ¿Acaso crees que voy a ser juzgada con dignidad por un juez que solo conoce las leyes humanas?

—Eres una abominación. —Un sopor me invade. Demasiadas emociones—. Eran niños y están destrozados. ¿Te los has comido?

—Me han transformado en un monstruo. Yo solo quiero sobrevivir. El mundo es muy duro. Tú lo sabes bien.

Me vienen imágenes del pasado, cuando tuve que parar las intenciones de varios de mis compañeros; la mirada de superioridad de cualquier hombre con uniforme que me encontraba en el cuartel; el esfuerzo extra para demostrar mis aptitudes.

—Vámonos. Camina.

—Pese al esfuerzo por llegar hasta aquí —parece que lee mi mente—, siempre estarás bajo sus batutas.

Se me acerca liviana, rodeada de un aura mágica a pesar de su horrible estado. Me aparto para que enfile la galería. Se trata de un ser imposible, algo creado para alimentar cuentos y leyendas aleccionadoras, y sin embargo existe.

Avanza justo delante de mí. De repente, se para.

—No lo van a entender. Nadie lo entiende.

—Continúa.

Se da la vuelta.

—Es mejor que acabes conmigo y así dejaré de sufrir. O puedes aprovechar una oportunidad genuina.

—¿Qué dices?

—Te ofrezco gloria y fortuna. Ayúdame y te serviré el resto de tu vida.

—¿De qué me sirve un monstruo asesino?

—Solo mataré lo que tú quieras que muera y soy muy fuerte para acabar con cualquier peligro que nos aceche.

Me excita recibir una propuesta tan sugerente. Pierdo de vista a la bestia y aprecio a la bella y excepcional criatura que se ofrece a cumplir mis deseos. Pero significa ir contra la ley; hacer la vista gorda sobre hechos atroces; continuar un plan con tintes antinaturales.

—¿Tienes miedo? —Intuyo que no quiere salir de aquí. Es muy poderosa, pero prefiere no exponerse—. ¿Temes a la luz del sol?

—Me condenaron a caminar por la oscuridad. Podemos beneficiarnos mutuamente, preciosa.

—¿Qué clase de trato hiciste con el de ahí fuera? —Intento luchar contra el cansancio.

—Era un cerdo degenerado. Me traía esos niños y me convertía en su ángel sexual. El fluido vital de esos pequeños me dio un vigor extraordinario. —Un calor agradable y un hormigueo sanguíneo en mis genitales potencian esa imagen lujuriosa—. Pero también puedo alimentarme de otros seres y vivir con cierta plenitud.

Baja un poco el nivel de radiación animal mientras mantiene mis sentidos expectantes. Me encandila demasiado. Empiezo a pensar en sacar a Iker y decir a todos que se nos ha escapado.

—Es fácil que lleguemos a un compromiso.

Me tiene en la palma de su mano.

—Hay que planear cómo esconderte.

Examino la caja con la arena y un brillo en el metal del hacha me recuerda la mirada de Vasile y sus últimas palabras. Estaba aterrorizado y no parecía ser el pervertido que me ha descrito la criatura. Nos decía que no lo soportaba más y que tenía que terminarlo. Lo habíamos interrumpido justo en el momento en el que había cortado el cuello a la muchacha. Era un siervo de este ser malvado.

Consigo que la niebla de mis ojos se disipe y me acerco a la caja. Eva hace un gesto y la reconstruye astilla por astilla. Entiendo que ha recurrido a algo similar cuando se ha llevado a Iker. Se me parte el alma al recordar que está muerto. Levanto el hacha y me encaro con el monstruo.

—Eres una mentirosa. Te sirves de nosotros para conseguir tus fines. Hoy no vas a jugar con nadie más.

—No, por favor. —La galería está a su espalda. Se gira, indecisa—. No, no tengo por qué mentirte.

—Me necesitas para salvarte y después a saber qué es lo que me harás. Quieres que llegue la noche y tu prioridad es ganar tiempo.

Su rostro se vuelve monstruoso. Intenta en vano quitarse las esposas. Debe estar muy debilitada debido a la herida en el cuello. Me mira enfadada y se abalanza sin miedo contra mi pistola. Logro pegarle un tiro, pero no la para, y me estampa contra la pared. Su cabeza lanza dentelladas y noto sus colmillos en mi antebrazo derecho. Pierdo el arma.

—Te equivocas, mortal, la noche siempre llega. La oscuridad no responde ante nadie.

Con las piernas consigo quitármela de encima y ruedo a un lado mientras sujeto con las dos manos el hacha. Vuelve a atacar y yo trato de incrustarle el filo. Me esquiva. Percibo que se mueve más lenta. El líquido ponzoñoso de su cuerpo sale a borbotones por la herida. Aprovecho para propinarle un golpe y la desequilibro. Cae de rodillas a poca distancia de mí y no lo pienso más: la decapito con todas mis fuerzas.

El ambiente se libera de una carga que lo controlaba y lo oprimía. Escucho cómo el corazón me martillea la cabeza tras el esfuerzo. Las piernas no me sostienen y me arrodillo con el arma todavía en las manos.

Cierro los ojos, respiro hondo. Una imagen de Eva levitando ante mí me colapsa la mente y me altera de nuevo. La conexión con ella persiste, esto no ha terminado.

Levanto el cuerpo y me lo echo al hombro. Es más ligero de lo que pensaba. Agarro la cabeza y salgo por la galería. Mis compañeros me miran atónitos. No entienden nada. Para ellos han pasado treinta segundos desde que nos adentramos en el armario. Sin hacerles caso, saco el cadáver del caserío y lo expongo al sol. Reacciona incrementando la temperatura de la piel. Me fijo en las paredes de la casa y encuentro lo que preveía encontrar: un bidón de gasolina. Vasile lo había preparado. Lo derramo sobre Eva y entra en combustión al instante.

En menos de dos minutos, solo queda el rastro del fuego sobre el terreno. Da la impresión de que estaba vacía por dentro.

Las sirenas de las ambulancias se oyen con mayor intensidad conforme llegan al caserío lo más rápido que pueden. Me siento en el suelo y trato de darle sentido a lo que acabo de vivir. Sé que he obrado bien y, a pesar de ello, sigo asustada. Solo pensar en que haya más seres como Eva me hiela el alma. El brazo me abrasa justo donde ese monstruo me ha mordido.

Audio relato: Causa un fuerte oleaje

Os presento el relato de fantasía celta, ambientado en el pueblo costero de Santoña, Causa un fuerte oleaje ahora locutado por Juan Carlos Albarracín en su proyecto personal Locuciones Hablando Claro.

Se trata de un audio de 46 minutos en el que podréis disfrutar de la historia de una manera diferente.

Viejos dioses, viejas aventuras y acción a raudales.

Audio relato: Causa un fuerte oleaje. Autor: Jorge García Garrido. Locutor: Juan Carlos Albarracín. ©Jorge García Garrido.

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Causa un fuerte oleaje

Cojo de la cocina el hacha de cortar carne y me dirijo a la habitación donde juega mi nieta para acabar de una vez por todas con esta tortura. El metal frío intenta compensar el calor que ejerce mi mano sobre el mango. Demasiada tensión acumulada durante más de sesenta años.

Solo espero que el arma cumpla su cometido.

Saúl, mi hijo, me ve cruzar la sala. Ni siquiera se inmuta. Está ensimismado en las distracciones que lo bombardean desde el televisor. Mercedes, su mujer, ordena este hogar que han construido y del que parece ser responsable. Como lo hacía mi esposa… Taranis la tenga en su gloria.

En el dormitorio, se escucha cómo la niña juega con su último videojuego. Me cuesta mucho abrir la puerta. Alguien presiente mis intenciones. Con un empujón derribo todas las barreras.

—¡No! ¡Abuelo!

El grito de la pequeña coincide con la hoja surcando el aire.

Un fuerte dolor en el hombro me avisa del golpe fallido y del esfuerzo realizado para no incrustar el hacha en mi pierna. La molestia no se irá en varias semanas.

La niña ha desaparecido, arrastrada a esa maldita tableta para cumplir su voluntad. La voluntad de un ser poderoso que acecha en las sombras. Muchas veces he pensado que todo esto no es más que un divertimento para hacer más llevadera su existencia eterna.

Hoy, los gritos artificiales de mi pequeño ángel me han superado. Tengo que destrozar esa tableta; pero mis dos hachazos solo la deterioran, sin terminar de desconectarla.

—¡¿Qué haces, papá?! ¡Estás loco! —Me agarra de los brazos para detener mi rabia. Consigue desarmarme, ya que me vence la desesperación.

—¡Te levantas del sofá para esto!

—¡Qué hostias dices! ¿Dónde está Julia? —El temor parece bombear sangre por su cuerpo y lo saca del letargo en el que se ha acomodado—. ¡Julia! —Mira debajo del escritorio y de la cama sin encontrar nada. También nota la extraña sensación de que algo sobrenatural ha ocurrido. Sin embargo, hay muchas explicaciones posibles que descartar aún.

—Es inútil que busques.

—No digas tonterías.

Saúl me ignora y abandona la estancia para explorar exhaustivamente por toda la casa. Alterado, pide de malas maneras a su mujer que lo ayude.

Cuando la voz de Manannán me ha despertado de la siesta, pensaba que seguía soñando con aquel suceso. Esa pesadilla recurrente no me permite olvidar ni mi deuda ni mis trampas para no pagarla. Lo que me reclama es demasiado grande. Aprovecha mis sueños para fiscalizar mis acciones desde hace años. Pide lo que es suyo y está en mi poder; soy incapaz de desprenderme de ello.

Una estúpida serie rompe el silencio del salón. Me siento en una de las sillas de la mesa. La madera se clava en mis huesos resentidos y temblorosos. No me quedan fuerzas para hacer lo que debo hacer. Si pudiera confiar en mi hijo…

—¿Se puede saber dónde está Julia?

—Él… se la ha llevado.

—¿Quién? —pregunta mi nuera, sorprendida.

La tableta emite fogonazos sobre el escritorio. Suena algo entrecortado. No debería haberla roto. Me miran mientras atravieso la puerta y recojo el dispositivo electrónico. Lo observo. Un trozo de vidrio cae al suelo.

—¿Qué hacía la niña? —pregunto ante la necesidad de darle la vuelta a este momento.

—Jugaba a un juego de piratas.

—Joder, ¿de dónde lo ha sacado? —Sé que debe instalarse y la pequeña, con once años, no ha podido hacerlo.

—¡Qué más da eso!

—¡Es muy importante, todo es importante!

—¡Te estás volviendo loco!

—¡¿Quién ha instalado este juego?!

—¡Me vas a decir dónde está Julia!

—¡Callad los dos! —Mercedes me quita la tableta y pone el volumen a tope.

Solo se oyen interferencias.

—¡Papá! —resuena en el salón—. ¡Abuelo! ¡Mamá!

—¿Dónde estás, hija? —su madre grita con la voz quebrada.

—Me hace daño…

Un grito aterrador rompe la comunicación y nos hiela la sangre.

—¡Hija! ¡Julia! —No recibe respuesta.

—¡¿Quién ha instalado este juego?!

—¡Joder, papá! Lo hice yo la semana pasada. Ella me lo pidió y primero comprobé que no era nada malo.

—¿Había soñado con el juego?

—No creo. Lo tendría alguna amiga. Pero ¿qué pasa con ella? ¿Dónde se ha metido?

Ambos me miran asustados, temblorosos. Quieren saber qué ocurre. Llevo décadas ocultando la verdad para que no les salpique, a pesar de que es imposible que algo así no haya condicionado nuestras vidas.

¿Cómo explicarles que todo lo que han considerado una realidad indiscutible desde que tienen consciencia de sí mismos no es cierto? Resulta demasiado traumático tanto para beatos ortodoxos como para agnósticos convencidos. Las creencias que me implantaron con tesón en mi niñez sobre el origen de la humanidad y su lugar en el mundo cayeron en un pozo de falsedad después de aquella inocente excursión durante el verano de mi mayoría de edad.

Mis dos mejores amigos y yo navegábamos en paralelo a la costa, a poca distancia de ella, desde el embarcadero de Santoña hasta el Faro del Caballo con la intención de hacer submarinismo esa preciosa mañana de agosto. Los reflejos solares sobre el mar inquieto nos obligaban a entrecerrar los párpados, fieles guardianes de unas retinas carentes de protección artificial. Solo Juan, el dueño del velero, se había acordado de coger las gafas de sol. El cansancio por la interminable noche anterior agudizaba el sopor que producía el bamboleo constante del agua y la temperatura veraniega.

Enseguida quedamos expuestos al Fuerte de San Carlos, cuyos ojos vigilantes se mimetizaban con la roca, desprovistos en la actualidad de su carácter ofensivo. Seguimos avanzando mientras admirábamos las calas que ofrecía el terreno montañoso en su afán por parar un oleaje perpetuo. Al cabo de unos minutos, estábamos frente a la plataforma que sostenía el faro.

Fantaseábamos con la idea de hallar un tesoro, sin saber diferenciar con certeza lo que era valioso de lo que llevaba pocos años en el fondo marino. Se rumoreaba que un viejo pescador había encontrado por allí una espada celta en perfectas condiciones. Costaba creerlo, escondida entre los sedimentos durante siglos; sin embargo, eso alimentaba nuestras ganas de aventuras.

El agua fría se soportaba sin usar indumentaria especial. El bañador era suficiente. Nos sumergimos con unas gafas de buceo para poder deleitarnos con la amplia diversidad de especies propias de esa zona tranquila.

Llegamos con bastante rapidez a las rocas más profundas, a veinte metros de la superficie, ya que llevábamos todo el mes poniendo a prueba nuestros pulmones con descensos en apnea cada vez más prolongados. Espanté varios cangrejos de tamaño considerable y escarbé bajo varias piedras, en busca de algo que se hubiera quedado retenido en sus grietas a lo largo del tiempo.

Alguien me agarró del hombro y me dio un susto de muerte. Se trataba de Juan. Sin saber qué pretendía, lo seguí hasta una roca con una curiosa forma casi cúbica semienterrada a veinte metros de nuestra posición. Me animó a ayudarlo a levantarla.

Gastamos todo nuestro aguante sin conseguirlo.

Decidimos hacerlo entre los tres y volvimos a sumergirnos. Fue difícil localizarla de nuevo, pero al final dimos con ella. Resbalaba mucho, no había manera de agarrarla, por lo que parecía imposible moverla, hasta que encontré un hueco por donde introducir cuatro dedos de mi mano derecha. Una corriente eléctrica me recorrió el brazo, calentándome la sangre, y mis venas brillaron debajo de la piel. Todo mi sistema vascular quedó al descubierto. Resplandecía especialmente el corazón, que bombeaba luz. Asustado y sin poder separar el brazo de la roca, tiré hacia arriba, y esta cedió unos diez centímetros. Entonces se activó un mecanismo que hundió parte del suelo arenoso y creó una corriente que nos arrastró a un pasadizo oscuro.

El camino nos resultó confuso. Nos pegábamos contra las paredes de piedra mientras el aire abandonaba nuestros pulmones como si pronosticara nuestro aterrador e inminente final. Los bañadores se rasgaron y desaparecieron entre el barullo.

Nos ahogábamos en la plenitud de la vida. Aquel maravilloso verano se iba a convertir en la última huella que dejábamos en los pocos que nos conocían.

No podíamos gritar de impotencia y rabia sin aire que expulsar en un agujero perdido, olvidado, en el mejor de los casos, por habitantes ancestrales.

La corriente cambió de sentido y nos hizo ascender por el tubo rocoso, propulsándonos al interior de una enorme cueva. La luz no llegaba hasta ese lugar. Solo veíamos lo que iluminaba mi flujo sanguíneo. Asombrados, agradecimos esa insólita capacidad de mi cuerpo.

Todavía notábamos la adrenalina cuando recobramos el aliento en dirección a una orilla cercana, donde abandonar el control del agua. Fue muy terapéutico sentir el efecto de la gravedad en su plenitud.

Tenía las venas hinchadas, pero no percibía un dolor profundo. Se asemejaba al hormigueo de cuando se obstruía la circulación en una de mis extremidades. A medida que se calmaba, disminuía la intensidad de la luz.

Pronto nos quedaríamos a oscuras.

Caminamos por las penumbras hasta descubrir una estructura artificial en una zona bastante alejada de la orilla. Parecía la entrada a un lugar de culto. Delante de ella, formaban un semicírculo seis piedras como la que habíamos levantado en el fondo marino. Nerviosos, las rebasamos. Una congestión me invadió, alimentando el efecto luminoso que había adquirido. Hasta los capilares de los ojos iluminaban el escenario. Temimos por mi salud, pero debíamos seguir adelante para encontrar la salida.

Llegamos a una estancia muy amplia alumbrada por el fluido interno de algas, musgos y líquenes. A pesar de ello, dominaba la oscuridad. En el lado opuesto al que nos encontrábamos, había una estatua sentada en un trono situado sobre un altar a tres metros de altura. La flora brillante la rodeaba.

No tardamos en darnos cuenta del peligro que nos acechaba. Numerosos cadáveres se apilaban en los costados de esta segunda cueva, junto a impresionantes espadas y escudos. No se veían vestimentas ni protecciones corporales, pero quedaba claro que se trataba de restos muy antiguos. Debían llevar siglos sepultados. Las paredes llenas de símbolos extraños permanecían como testigos de su fatal desenlace.

La luz se intensificó por donde estaba el trono. No veíamos la fuente, ya que habíamos llegado hasta su parte inferior, pero avivó un poco nuestras esperanzas de salir pronto de esa tumba.

Un ser de más de dos metros saltó desde el trono. Al parecer, no era una estatua. También proyectaba luz, una luz muy potente de color rojo. Solo vestía un taparrabos que apenas ocultaba sus atributos. Con su mano derecha empuñaba una espada espectacular en la que se reflejaban todos los matices lumínicos que había a su alrededor, dándole un aspecto bellísimo.

—Hacía tiempo que no recibía ninguna visita. —Su voz hacía vibrar las rocas.

Los tres nos quedamos helados.

—¿Qué dice? —preguntó Juan.

Yo podía entenderlo, pero los demás no.

—¿De dónde venís y qué me ofrecéis?

—Venimos de Santoña, nos ha arrastrado la corriente.

Miré a mis compañeros sin saber qué decirles. A mí sí me entendían.

—¿Qué ha preguntado? —Alfon se empezaba a derrumbar.

—Espera —intenté calmarlo—, déjame hablar.

El ser se puso en cuclillas, apoyándose en la enorme espada. Pese a estar agachado, seguía superándome en altura.

—Habéis llegado donde pocos hombres llegan y muchos menos salen con vida. Decidme qué queréis. ¿Fortuna? ¿Gloria?

—Solo queremos irnos de aquí. Estábamos bañándonos y hemos sido arrastrados…

—Tu corazón me dice que eres más ambicioso. Muestras el talento de Taranis. ¿Él te ha mandado?

—Te equivocas, no conozco a nadie…

—¿Cómo te atreves a contradecirme? Veo que hay mezcla humana en tu sangre.

Las caras de mis amigos eran un poema y la mía debía trasmitir lo mismo, ya que cuando los miré se pusieron más nerviosos.

—No pretendemos causarte ningún problema, solo deseamos regresar a nuestro velero.

—Estáis en un lugar prohibido. Jamás saldréis de aquí si no sois capaces de vencerme o darme algo que me interese. Decidme, ¿qué tenéis de valor?

Se levantó y caminó a nuestro alrededor. Su enorme constitución, fibrosa y brillante, nos amedrentaba. Alfon no dejaba de mirarle la entrepierna y, como acto reflejo, se tapó el pene, avergonzado.

—Somos muy jóvenes todavía, no tenemos nada que ofrecer. —Hubo un cambio en mi interior—. ¿Y quién eres tú para exigirnos una ofrenda?

—¡Quién soy! —Se notaba el enfado en sus palabras—. Insolente ladrón.

—No somos ladrones.

—¡Sois unos mentirosos! ¡Escoria humana! Puedo aplastarte bajo el peso de un océano con mover un dedo.

—Entonces, ¿cómo pretendes que te derrotemos?

—Oye, no lo enfades, tío. —Juan se mostraba igual de asustado que Alfon.

—Habéis perdido la fe, la esperanza… en esta extraña era. La falta de conocimiento será vuestra perdición.

—Pero no es culpa nuestra. —Parecía tener el ego muy dañado—. Dime quién eres, necesito entender…

—Palabras vacías. Habéis traspasado el límite, preparaos para la lucha.

Se puso a diez metros de nosotros.

—¿Qué pasa? —Me pedían respuestas alentadoras que no podía proporcionar.

—Debemos luchar contra él para salir de aquí.

—¡Estás loco! ¡No sabemos luchar!

—No hay otra opción.

Me acerqué a un cadáver y cogí su espada y su escudo. Me sorprendió lo ligeros que eran. Mis amigos hicieron lo mismo, pero con más dificultad.

—Ataquemos los tres a la vez, por separado no tendremos ninguna posibilidad —dijo Juan, dispuesto a presentar batalla.

—Yo no sé…

—Tío, debemos permanecer los tres unidos —corté a Alfon para no darle tiempo a pensar demasiado. Tenía la mirada perdida y lo encaré hasta que volvió con nosotros.

Nos aproximamos a nuestro adversario con muchas dudas, pero convencidos de aprovechar esta segunda oportunidad que se nos brindaba. No habíamos muerto ahogados, solo nos quedaba avanzar hacia la salida.

Alfon se abalanzó sobre el gigante, que se lo quitó de encima con un quiebro ágil mientras rechazaba nuestras hojas metálicas. Con una patada, mandó a Juan tres metros hacia atrás. Yo lo enfilé con acierto, pegando con fuerza sobre su espada. Me devolvió varios golpes. Pude pararlos con el escudo y el arma. Casi me la arrebató en el último ataque. Me permitió recobrar el aliento.

—¿Qué os enseñan en vuestra tierra? ¡Vas a conocer a tu creador!

Una roca le dio en la cabeza, frustrando sus intenciones. Alfon se la había tirado con toda su rabia. En el lugar de impacto apareció una herida brillante. Cabreado, se dirigió a mi amigo. De un mandoble, le cercenó el antebrazo derecho. Lo agarró del cuello con una mano y lo lanzó por los aires. Se estrelló contra la pared de debajo del trono y acabó inconsciente.

—¡Maldito monstruo! —Juan atacó, incapaz de asimilar lo que ocurría en ese sitio lúgubre y terrorífico.

El arrebato de locura duró hasta que se vio en el suelo con el pie izquierdo amputado. Por lo menos, distrajo su atención y a mí me dio tiempo a socorrer al pobre Alfon. Conseguí hacerle un torniquete en el brazo con varias algas secas que encontré a su lado. Justo en ese momento oí el grito por la segunda amputación. Esa bestia se disponía a rematar a su adversario.

—¡Quieto! —Una insólita energía me impulsó a seguir la disputa a pesar de la clara derrota.

Salté, dispuesto a destrozar su cabeza con mi arma. Era pura electricidad.

Me agarró del cuello y me alzó como si fuera un muñeco de trapo.

—Qué cruel el destino que os manda aquí con las manos vacías.

La presión y la falta de oxígeno me impedían pensar y la imagen de la pierna ensangrentada de mi compañero no ayudaba. ¿Qué habíamos hecho con nuestra vida? Siempre me había imaginado formando un hogar.

Entonces lo vi claro.

—¡Espera, para! ¡Tengo algo que ofrecerte! —Sonaba como un gruñido desesperado, pero su gesto de aflojar mi garganta me dio a entender que la soledad era más poderosa que mi agresor. Este pedía de la peor manera posible algo de atención.

—¡Ordena tus ideas, mortal! —Se notaba interés en sus palabras, que retumbaban en las rocas.

—Te ofrezco a uno de mis descendientes.

Salir de allí me parecía lo más importante. Mi futuro podía esperar.

Me soltó y caí sobre el duro suelo.

—Has encontrado algo con lo que complacerme.

Sin hacerle mucho caso, apliqué otro torniquete en la pierna de Juan, que permanecía estupefacto.

—¿Por qué gastas energías en esas ratas?

—¿Quién eres tú? —pregunté, enfadado por tanta prepotencia.

—El dueño de todo lo que te rodea. Señor del mar y de los océanos. Manannán me llaman los de tu linaje. Disfrutarás de una vida llena de bendiciones a cambio de entregarme a uno de tus descendientes.

—Permite que nos vayamos y lo recibirás. —Jamás he tenido tanto miedo como en aquel instante.

—¡Así será! ¡Marchaos, pero dejad mis trofeos, me pertenecen! —contestó después de unos segundos que me parecieron eternos.

Tuvimos que resignarnos a abandonar los miembros amputados en esa maldita cueva. Aparecimos flotando junto al velero, sin saber cómo habíamos llegado hasta allí. Nos invadió la euforia por continuar vivos a pesar de los pesares. Todos habíamos perdido algo muy importante.

—Voy a llamar a la policía.

—¿No me has escuchado? No podrán hacer nada.

—Te estás volviendo loco, papá.

—¿Acaso crees que hemos vivido así por capricho mío?

—¡Ahora intentas justificarte! Esa vida que le diste a mamá…

—Tu madre lo sabía y quiso quedarse.

—Y a mí, me obligaste a desaparecer.

—¡Tú te fuiste!

—¡Me moría metido siempre en este sitio!

—Nunca has creído una palabra de lo que te he dicho. Tuve que seguirte por el mundo para protegerte.

—¿A qué te refieres?

—Tus fumadas en Ámsterdam —si esto salta por los aires, no dejaré títere con cabeza—, las fiestas en Ibiza, esos festivales americanos y tu estancia en Brasil. Me alegré de que al final te enamorases de Mercedes y pensaras en los demás en vez de en ti mismo.

—¿Cómo sabes eso?

—¿Quién crees que te salvó después de que te quitaran todo y te abandonasen medio muerto en esa playa? —Fue el motivo de que sentara la cabeza antes de conocer a Mercedes. De haberlo imaginado, lo hubiese provocado yo muchos años atrás—. Doy gracias a Taranis a diario porque no te deshiciste de tu amuleto.

—¿Qué cojones dices? —Saúl se agarra instintivamente del collar que le regaló su madre—. Si no te movías del sofá. Mamá me lo contaba…

Se da cuenta de que su madre pudo haberle mentido durante mucho tiempo. Enfadado, coge el móvil y llama a la policía.

Mi nuera me mira con lágrimas en los ojos. Me gustaría calmarla mediante palabras esperanzadoras, pero no se me ocurre nada. Le acaricio el brazo para que sepa que me duele igual que a ella. Se muestra desconcertada ante la absurda situación en la que solo hay una cosa clara: su niña, la razón de su vida, ha desaparecido.

En mis manos tengo la tableta machacada por mi impotencia. Al parecer, me ha ganado la jugada. Me lo imagino en su trono, divirtiéndose siempre a mi costa.

Maldito bastardo desubicado.

Las nuevas tecnologías han roto las barreras que imponía el mundo real. Esa necesidad de llevar la contraria a nuestro creador e intentar imitarlo añadiendo artificios a la vida cotidiana ha tenido consecuencias. Volar, desplazarse a grandes velocidades, conquistar el espacio y estar en muchos sitios a la vez. Con estos artilugios y las videoconferencias, recreamos el milagro de la bilocación, incluso lo superamos.

Después de nuestra fatídica excursión, mis dos amigos y yo nos dedicamos a estudiar la historia y la mitología celta. Gracias a los textos de clérigos irlandeses, me sumergí en su cultura. Descubrí un enclave justo aquí, en Santoña. Esta tierra está bajo la protección de Taranis, el dios del trueno, y se trata de un lugar prohibido para cualquier otro poder. Hasta la llegada de la era digital. Seguro que ese malnacido de Manannán la ha aprovechado.

El escenario en el que nos encontramos es inédito. No hay información sobre el tema. Tengo aceite de arce para luchar contra él; untándolo en armas antiguas, puede ser letal para los humanos y detener a los inmortales. Con los conjuros y amuletos no sé qué hacer. Siento que escribo páginas nuevas de la historia.

Mandé a varios empleados a que buscasen la cueva, pero había desaparecido. Hubo temblores horas después del suceso de aquel verano. Parte del fondo marino cambió por completo.

Estoy demasiado cansado para pensar en una solución.

La policía ha llegado. Peinan la zona. Cuando Saúl conversa con el agente al cargo, obvia el momento en el que yo entré en la habitación con el hacha en la mano.

Salgo al jardín, necesito respirar aire fresco.

Se me acercan.

—Señor Ansón, ¿hay alguien que esté en desacuerdo con sus negocios?

De sobra es conocido el emporio Ansón en toda la comarca. Un secuestro por parte de algún empleado descontento es una de las posibles causas de la desaparición.

—No. —Miro a mi hijo y trato de que dé crédito a mis palabras—. Esto no lo ha hecho nadie que haya trabajado conmigo.

—¿Se le ocurre quién ha podido ser? ¿Alguien de la competencia?

—Mi nieta se ha desvanecido delante de mis ojos. Nadie es capaz de hacer eso.

—¿Y qué piensa que ha ocurrido? —pregunta con tono condescendiente tras varios segundos estudiándome.

—Ha sido un ser muy poderoso. —Cojo aire—. Manannán.

—Papá, no sigas con eso.

—¡Es la verdad!

—¡No, son tus locuras! No quiero que pierdan el tiempo en chorradas.

—Hola, Miguel. —Juan aparece por detrás de nosotros.

Los años han hecho mella en su rostro al igual que en el mío. Gracias a una prótesis y una muleta, se mueve con gran agilidad.

—¡Juan! —No puedo contener las lágrimas al verlo y lo abrazo con ganas.

—Tranquilo, daremos con ella.

—Se la ha llevado. —Mi cabeza niega esa frase de esperanza.

—Agente, permítame que hable a solas con Miguel.

—Claro, comisario.

Nos alejamos de los demás.

—Lo he visto en la habitación de Julia. No he llegado a tiempo.

—Cuando fue a por tu hijo, descubrimos que no podía presentarse aquí por las buenas.

—Ha usado otro de sus trucos. Esta vez, ha sido la tableta en la que jugaba mi… —Los ojos se me llenan de angustia salada y la garganta ahoga cualquier sonido que pretenda salir por mi boca.

—Tiene que estar en el mar. Aprovéchate de su orgullo y arrogancia.

—¿A qué te refieres?

—Ve a plantarle cara, seguro que no rehúye un duelo. Además, querrá restregártelo.

Juan me da un revólver envuelto en una tela de cuero.

—Gracias. —Es mejor que un arco y unas flechas.

—No tienes por qué darlas. —Me debe la vida y siempre hemos tenido el presentimiento de que algo así iba a suceder—. Cúbrela para que no se moje o quedará inutilizada. He llamado a Alfon para que te prepare el fueraborda.

—Joder, no sé dónde encontrarlo.

—Cuéntame qué ha pasado y lo solucionaremos. Recuerda toda nuestra investigación.

—Llevo años estudiándola. Me tiene obsesionado, pero no hay nada que lo relacione.

—Empieza.

—Estaba en la siesta y escuché su voz en el cuarto de Julia… —Veo clara la estrategia de ese maldito hechicero—. Eso es: lo ha hecho a través del juego, de la tableta.

Vuelvo a concentrarme en el dispositivo destrozado. Juan me dice algo que no oigo. Mi mayor preocupación ahora es poner en marcha el videojuego que entretenía tanto a Julia.

—Necesito tu ayuda.

Los ojos de Juan muestran miedo. Evita mi mirada.

—No… no puedo acompañarte.

—Tranquilo. Has hecho mucho por mí. —Intento aligerar la carga que provoca su llanto contenido. Teme más haberme decepcionado que enfrentarse con ese diablo.

Mi hijo se va con los agentes a inspeccionar la finca. Mercedes los sigue. Sé que no debo contárselo a Saúl; si me creyera, correría muchísimo peligro en el rescate.

—¡Mercedes, espera! —Se detiene y mira indecisa en la dirección por la que se alejan su marido y la policía—. Espera, ayúdame. —Me acerco deprisa—. Esto está roto, pero necesito ver a qué jugaba la niña.

—No sé…

Noto cómo pesa en ella mi actitud durante esos años de convivencia.

—Eres la única que me puede ayudar a rescatarla. Sé dónde está.

—Díselo a la policía. —Su cara se ha iluminado con la luz que da una mínima esperanza en medio de la desesperación.

—No me van a hacer caso. No lo entienden.

—Nadie te entiende. —Desaparece el brillo.

—Déjame que te lo demuestre. —Se dispone a seguir a los demás—. Por favor, Mercedes, te lo suplico.

Vuelve a mirarme y parece que ve sinceridad en el rostro de un viejo loco, déspota y cascarrabias. He conseguido captar su atención.

—Debemos ver a qué jugaba.

—Lo has destrozado.

—Ya, pero ¿no se puede recuperar?

—Sí. —Tarda tan solo unos segundos en hallar la solución al primer problema. Me alegro de contar con ella. Mi hijo no es tan resolutivo—. Tenemos otra, instalaremos el perfil en esa.

Corremos a la vivienda y bajamos al sótano para liberar la tableta de su actual embalaje.

La instalación es ágil, a pesar de ser más vieja, debido a que la niña no ha almacenado muchos datos. El juego se llama Fuerte oleaje.

Al abrir la aplicación, gracias a la cámara y al gps, nos sumergimos en un entorno de realidad aumentada: estamos en la época de los piratas. Vemos otros personajes y nuestras propias imágenes se suman a la escena. Me recuerda a varias aventuras gráficas que aparecieron en los años ochenta.

—Muy bien, pero no sirve para nada. —Mercedes se enfada por hacerla perder el tiempo.

Me acerco a un personaje no jugable que hay al lado de unas estanterías. Parece buscar algo.

—Hay que encontrar la pócima —dice.

Nos quedamos pensativos.

—Espera.

Mercedes sostiene la tableta mientras yo cojo un frasco de madera en el que he guardado aceite de arce durante décadas.

—Ahora puedo ir a la isla de Maclir. Debo apresurarme para librar el fuerte oleaje.

El tipo extraño sale de la estancia y el juego nos indica que vayamos tras él. Me sorprende que me dé pistas de cómo actuar contra el villano de turno.

Toda la casa se ambienta del mismo modo a través de la óptica de la cámara, creando una inmersión completa en la historia. El exterior no se queda atrás: árboles, hierba, vegetación, caminos y senderos toman un aspecto pixelado.

Desde el mirador, el mar se convierte en una nube de puntos luminosos que simulan el caos de su movimiento y muestran lo que buscamos. Impresionados ante tal despliegue de tecnología y sin saber distinguir qué es real, qué es artificial y qué es pura magia, observamos el islote que se emplaza a unos cientos de metros, delante de La Punta del Caballo. Nubes creadas con doscientos cincuenta y seis tonos de grises oscuros coronan el lugar fantasma.

—¿Esto te convence?

Los coches de la policía bloquean la salida al todoterreno, por lo que resulta imposible utilizarlo. Estoy solo, ya que mi nuera se ha apresurado a la parte trasera de la casa. Es muy importante que llegue a esa isla y no podré hacerlo sin ayuda. Esta vez, la puerta del país de las maravillas se abre desde el dispositivo electrónico, no sé si seré capaz de atravesarla por mis propios medios.

Mercedes aparece con su moto y me anima a subir. Me da un vuelco el corazón. Todavía no hemos quemado el último cartucho.

Dejamos atrás la búsqueda policial y nos dirigimos al puerto de Santoña. La luz vespertina toma posesión de los distintos parajes y nos apremia a acelerar nuestros planes para aprovecharla. El tiempo se nos acaba.

Callejeamos a toda velocidad por el casco urbano de Santoña, convencidos de nuestra misión, y enfilamos el paseo marítimo.

Alfon nos espera en su lancha, atracada en el puerto. Juan lo ha avisado para que la preparara. Nos abrazamos, ya que hacía meses que no nos veíamos, y noto la ausencia de su extremidad. Otro recordatorio más de mi promesa incumplida.

—¿Tiene combustible?

—Sí, para unas tres horas. Te he metido un bidón por si acaso. Poneos los chalecos.

—Os lo agradeceré toda mi vida.

—No sé, Miguel —las dudas emborronan su mente tanto como la mía—, no deberías entrar en su territorio de nuevo.

—¿Qué otra opción hay?

—Suerte, amigo —dice tras unos segundos buscando una solución milagrosa.

Nos despedimos como si fuera la última vez. Los momentos compartidos pesan en nuestro adiós más de lo que pensábamos. Mi estómago se encoge y la intensa congoja contenida desde la desaparición de la niña intenta liberarse.

—Apunta a mar abierto —indico a Mercedes.

Zarpamos con el motor al máximo de su potencia y en unos minutos nos acostumbramos a su ruido constante.

La aplicación continúa integrando el entorno en el juego de piratas. De repente, un veloz bergantín del siglo xv nos persigue, lanzándonos cañonazos. Las balas caen a nuestro alrededor. Una da en la goma de la embarcación y nos desvía.

—¡Esto es imposible! ¡Acércate más a la costa! —Mercedes alucina con el realismo del juego sin pararse a pensar en su significado mágico. Agradezco su determinación. Se gira y, cuando la pantalla muestra el Fuerte de San Carlos, sus defensas entran en combate para nuestro beneficio.

—¡Enfoca hacia la isla!

Nada más mover la tableta hacia allí, justo encima de donde nos sumergimos en nuestro primer contacto, los proyectiles desaparecen. Hemos dejado atrás los cañones, han perdido interés en nosotros.

—¡Estamos llegando!

Una pequeña playa de rocas parece ser el lugar perfecto para acceder al islote. La lancha se para en seco. Nos rodea la oscuridad, no hay nada más. El motor emite un ruido preocupante y lo apago.

—No podemos seguir. Hay que bajar a tierra.

—¿Qué tierra? Estamos en medio del mar.

—Déjame ver.

La playa se integra en la realidad aumentada con una perfección asombrosa. Reconozco las seis piedras cuadradas con símbolos celtas que forman media circunferencia.

—¡Julia!

Mercedes no puede contenerse al ver una versión de su hija que corre hacia el interior de la cueva.

—Espérame aquí y no dejes de enfocar a la isla.

Compruebo que llevo el revólver envuelto en un plástico y la botella con el aceite. Salto de la lancha y me hundo en el agua. Enseguida salgo a flote gracias al chaleco.

—¡Indícame por dónde tengo que ir!

—¡Nada recto! ¡Ahora un poco a la izquierda! —Aunque lo que hacemos es una locura, ha visto a su hija entrar en la cueva fantasma y no necesita más para seguir adelante.

Me cuesta desplazarme debido a la resistencia del salvavidas. La imagen de mi nieta me renueva las fuerzas y me da ese empuje que he ido perdiendo con los años. Miro hacia atrás y mi nuera me indica con la mano que nade recto.

Tras avanzar treinta metros, mis venas se inflaman. La piel me quema con el roce de la ropa. Me deshago de lo que llevo encima hasta quedarme desnudo. Solo conservo el arma y la pócima. El ardor desaparece. Me doy cuenta de que debo de estar dentro del semicírculo de piedras. Ya no hay agua, me encuentro ante la guarida de Manannán.

Me giro hacia la pequeña bahía. Mercedes está encallada en las rocas, enfocándome con la tableta. La saludo para saber si me ve. Me responde. Cuando atravieso el conjunto de rocas mágicas, todo a mi alrededor parpadea, incluido el islote. No encuentro la pócima ni el arma. He perdido las únicas bazas que poseía contra esa cruel criatura.

Entro lo más rápido que me permiten mis pocas energías.

No ha cambiado desde la última vez que estuve. Voy con cautela y cojo una espada del suelo. Me maravillo con el trabajo artesano que requiere un arma como esa. En la anterior ocasión, no aprecié estos detalles, pero toda una vida de estudios orientados a afrontar este día me ha dado una perspectiva especial. Se adapta a mi mano a la perfección.

—¡Abuelo!

Julia se encuentra en un habitáculo con un camastro y varios objetos pensados para una estancia prolongada, todo de aspecto rústico.

—¡Julia, no tengas miedo! ¡Te sacaré de aquí!

No hay rejas ni puertas entre nosotros, pero un campo de fuerza infranqueable nos impide abrazarnos.

—¿A qué has venido? ¿A robarme? Al final tenía razón: no eres más que una rata ladrona.

El hechicero cae de las alturas justo detrás de mí.

—Vengo a llevármela.

—Es mía. Te recuerdo que debes cumplir tu promesa.

—¡Es injusto! ¡Vives en un mundo que nada tiene que ver con el mío! ¡No puedes juzgarme por unas leyes obsoletas!

—Aquí solo valen las leyes de los dioses.

—Me niego a complacer los oscuros deseos de un ser arrogante y…

—¿Y qué vas a hacer? Ella es mi futuro. Mi nueva profeta.

—Te aprovechaste de tres críos que cayeron en tu trampa. Hoy es distinto: te conozco, voy a acabar por fin con esto.

Me observa intrigado mientras me pongo en guardia.

—Mírate, estás viejo.

Sin pensarlo, me abalanzo contra el gigante para darle un golpe directo en el corazón. Lo esquiva sin problema. Recupero mi posición con una vuelta de trescientos sesenta grados en la que mi espada recorre el aire y perfora el hombro izquierdo de Manannán. Este se aparta un poco y ve cómo el líquido brillante brota de la herida.

Noto una energía renovada.

—Te vas a arrepentir de haber venido.

Me ataca con rabia. Desvío la trayectoria de su hoja e incluso me da tiempo a estrellar mi codo contra su cara. Lo empujo hacia atrás y me vuelvo a poner en guardia. Todas mis articulaciones se resienten ante el esfuerzo. El codo me arde. El nuevo vigor inunda un cuerpo muy dañado. Espero que sea suficiente para acabar con él.

—Me la voy a llevar, aunque tenga que matar a un dios para conseguirlo.

Pega un grito que hace vibrar las rocas. Ataca con más acierto y me paso un rato reteniendo sus mandobles hasta que mi mano ya no puede sostener la espada. Desarmado, esquivo otro golpe mortal y agarro el escudo de un antiguo guerrero. Paro el filo de su impresionante espada y empujo. Mi rival se desequilibra y se desploma de espaldas. Con rapidez, recupero mi arma y, empuñándola con las dos manos, descargo varios golpes seguidos sobre mi contrincante, que los para con su espada.

No puedo respirar. Me tambaleo por el esfuerzo. Manannán se levanta, apenas agotado. Sus ojos muestran destellos de respeto y cierto apuro ante un adversario que no esperaba. Medio minuto de descanso me sirve para recobrar el aliento. Inmediatamente después, mi espada se rompe bajo la presión del fuerte brazo del hechicero. Con un espadazo del revés, me hiere en la pierna derecha. Empuñando el trozo de metal que me queda, me dirijo con torpeza hacia la entrada de la cueva.

Ha ocurrido lo que tantas veces temí: me he equivocado. En ninguno de los escritos que estudié se decía que este malnacido fuera inmortal. Me había entrenado para hacerle frente. Pensaba que lograría matarlo. Pero no.

Necesito huir y buscarlo en otro momento. Solo pensar que abandono a mi pequeña me parte el corazón. No merece este acto de cobardía. Me paro en seco, lleno de dudas. No puedo dejarla. Doy media vuelta y me dispongo a enfrentarme de nuevo a ese animal.

Lanza una piedra a mi cabeza y me protejo a duras penas con el brazo derecho. El golpe me aturde y me empuja fuera. Me desplomo sobre el suelo rocoso. Miro hacia la lejanía, aún con la vista nublada. Quisiera gritarle a Mercedes que se vaya y pida ayuda. No soy capaz de articular palabra. Hace un gesto extraño y, al cabo de pocos segundos, cae a mi lado la botella de madera que contiene el aceite de arce. Seguro que la ha recuperado gracias a que flota. Quizá tenga una oportunidad.

Nada más cogerla, el hechicero se aproxima por mi espalda.

—Ha sido un honor luchar contigo. Nadie me había herido nunca. Que Taranis te acoja…

Cuando se dispone a rematar la faena, me doy la vuelta y le clavo en el corazón el filo roto impregnado de la pócima sagrada. Estoy a punto de perder el conocimiento. Manannán se agarra el pecho, incrédulo.

—Me duele mucho. —Se desintegra en miles de partículas luminosas—. Lo había olvidado.

El terreno se mueve como si se tratara del mayor terremoto de la historia.

Todo se torna oscuro y gélido.

Mercedes se queda a ciegas. Ha visto cómo he destruido a mi atacante y, de repente, la aplicación se ha borrado. Busca alguna linterna en el bote, pero no encuentra nada. Activa la tableta de nuevo y enciende el flash. Cuando se acerca a la borda de goma, mi brazo le da un susto de muerte.

—¡Mamá!

Subo a Julia desde el agua y se funde en un abrazo con su madre.

—¡Hija! ¿Estás bien? —Explora su diminuto cuerpo para comprobar que todo esté en su sitio.

—Sí, el abuelo me ha salvado.

—¡Miguel!

Mercedes se asoma, pero no consigue verme. Se lanza al agua y me halla a un metro de profundidad, sin fuerzas. Me obliga a agarrarme a su chaleco y entre madre e hija me suben a bordo.

El aire frío en mi piel mojada no merma mi inmensa alegría. Se impone a todos los dolores provocados por el violento duelo.

Puede ser el final de esta maldición que ensombrece nuestras vidas. O solo una tregua antes de la llegada de otro fuerte oleaje.

Audio relato: La niña que podía matarte con la mirada.

Os presento el relato de terror La niña que podía matarte con la mirada ahora locutado por Juan Carlos Albarracín en su proyecto personal Locuciones Hablando Claro.

Se trata de un audio de 17 minutos en el que podréis disfrutar de la historia de una manera diferente.

Audio relato: La niña que podía matarte con la mirada. Autor: Jorge García Garrido. Locutor: Juan Carlos Albarracín. ©Jorge García Garrido

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