Asunto: karma v2.0. El diablo está presente en la red
De: aupa@jorgegarciagarrido.es
Para: iglesiacatólica@santísimatrinidad.es
Buenos días:
Necesito con urgencia que la Iglesia o el papa hagan algo y cierren una web que ha sido creada por el mismo señor de las tinieblas. Está en circulación y al alcance de todos. Yo acabé en ella por casualidad y casi no lo cuento.
Conocí a una chica nueva de mi oficina hace unos meses. Entre papeles y tediosas tareas rutinarias, congeniamos de una manera inusual. De repente, los días grises se convirtieron en una gama de colores excitantes y motivadores. Confesamos nuestros miedos, aficiones, gustos y religión.
Le atraía el budismo, por lo que me informé sobre él por internet. En un principio, quedé fascinado. Pienso que se deberían añadir varios de sus puntos al cristianismo, pero eso es otro tema. El caso es que apareció ante mí el concepto de karma. Según la explicación oficial, consiste en que todo lo que hagas en esta vida te influirá en el futuro o en tus vidas posteriores. También creen en la reencarnación, claro.
Numerosos budistas daban constancia de vidas pasadas y reconocían que su estatus actual se debía a su comportamiento anterior. Algunos se habían redimido de sus pecados o de sus actos negativos y ahora disfrutaban de una existencia notable.
Enlace a enlace y buceando por curiosidades, encontré la página titulada Karma 2.0. En ella se proponía un sencillo test para conocer las posibles repercusiones en un futuro cercano de nuestros últimos actos. Pulsé el botón que llevaba la etiqueta de «Karma Test».
La siguiente pantalla advertía:
Para un resultado óptimo, es necesaria la sinceridad y tomar en serio al oráculo.
Ningún dato aquí expuesto se guardará en un soporte digital.
Obviamente, estaba en internet y este tipo de apreciaciones me las pasé por… Bueno, no hice caso. Pulsé el botón de «continuar». La nueva pantalla me pidió que indicara cómo quería que me llamase. Escribí «Putoamo». En año de nacimiento, introduje el «69». Llegué a un decálogo de buenas acciones. En la pantalla hubo una interferencia rara, pero no le di importancia. Las diez acciones venían encabezadas por esta frase:
Hola, Puto, ¿has hecho algo bueno esta semana?
Me había cambiado el nombre. Me pareció muy cachondo, por lo que proseguí con mi elección. Además, no vi la manera de poder cambiarlo. Entre varias opciones altruistas y humanitarias, me decanté por una que rezaba: «He acabado todas mis tareas a tiempo». No era la más espectacular, pero como preveía la próxima pregunta, la consideré la más adecuada.
Pulsé en «Siguiente».
Muy bien, Puto, has sido una persona buena, pero puedes mejorar.
Ahora, Puto, ¿has hecho algo malo esta semana?
De las diez acciones de la lista, elegí la más destructiva: «He torturado y matado a un ser vivo». Podía haber respondido anteriormente que había salvado la vida de un ser vivo y no lo hice porque en mi cabeza sonaba razonable que se anularía el efecto por ser extremos opuestos: una vida por la otra.
El test ya no me preguntó nada más. Ante mis ojos aparecían y desaparecían palabras mientras unos cálculos pasaban por los distintos estados budistas. Después del séptimo, la aplicación me presentó un número de siete dígitos y me mandó un mensaje:
Posees un karma muy descompensado. Para llegar al equilibrio, perderás un ojo y un brazo en una semana.
Camina teniendo en cuenta a tus semejantes y trata a todos los seres vivos como te gustaría que te trataran a ti. Nos encontraremos de nuevo.
Sé feliz, Puto.
Me sorprendió la claridad de la sentencia. ¿Sería lo mismo matar a una hormiga que a una persona? El veredicto no necesitaba de esa aclaración. Si el muerto que confesaba era un insecto, no me salía a cuenta lo de mis posibles pérdidas. Sin embargo, a cambio de un asesinato, sí estaría más proporcionado.
Una mosca superdesarrollada, ya que era siete veces una normal, se estrelló contra el cristal de mis gafas, dándome un susto de muerte. El aleteo desconcertado del bicho duró un milisegundo, pero me aceleró el ritmo cardíaco. También ayudó que la aplicación me había sugestionado.
Me reí en soledad para quitarle hierro al asunto y negar que algo tan aleatorio pudiera influir en mis convicciones.
El móvil vibró, llamando mi atención sobre un chat que compartía con un grupo de amigos. Llegaron siete mensajes casi seguidos, por lo que no pude desatenderlo. Un amigo nos proponía que fuéramos a dar una vuelta por una feria medieval que se celebraba en el centro. Se hacía una vez al año y, casualidad, coincidía que era ese fin de semana. Había puestos de venta ambulante construidos con maderas y se adornaba una amplia zona para ambientar el festejo. Es común en muchas ciudades y pueblos españoles. Entre las actividades propias de aquellos años, se encontraban las exhibiciones de arco y flechas, de tiro con ballestas y de duelos con espadas.
¿Qué podría salir mal?, pensé cuando me saltaron varias alarmas sobre las probabilidades de que mi integridad física sufriera daños, confirmando la sentencia de la prueba online. Las dudas se me disiparon nada más ver en una de las historias que mi compañera de oficina ya estaba en la feria. Me imaginaba una tarde agradable en la que sumaría puntos si le regalaba algo de bisutería esotérica. Sabía que le encantaba.
Todo por amor.
Con mis metas más optimistas, tomé rumbo al lugar donde se divertían mis amigos. He de reconocer que, justo en el momento que atravesaba el umbral de mi casa, no pude evitar santiguarme como se lo había visto hacer a mis abuelas y a las ancianas del pueblo. Miré hacia los lados antes de conjurar la costumbre católica para asegurarme que no me viera nadie.
La ruta más directa pasaba por al lado de unas obras urgentes, de esas que cambian la configuración vial de toda la ciudad y deben realizarse en fin de semana. Me sorprendí buscando otra alternativa menos aparatosa y más segura. Después de pensarlo y reconocer lo absurdo de la situación, escogí el camino más corto. Las risas que se iban a echar los colegas a mi costa cuando se lo contase me animaron a restarle importancia y a continuar con mi vida.
La incredulidad me duró hasta que un martillo neumático me hizo dar un brinco hacia el escaparate de un comercio que tenía la persiana echada. La estructura metálica sonó casi más fuerte que la herramienta, sobresaltando a los transeúntes. El golpe me había dejado dolorido el hombro izquierdo, pero me cercioré de que mi extremidad colgaba sin problema de mi cuerpo.
—Estoy bien, estoy bien… —quise tranquilizar al personal y a mí mismo.
El tránsito volvió a la normalidad medio segundo después de comprobar que se trataba de un imbécil con una atracción extraña hacia las persianas.
Reanudé la marcha y una paloma me pasó por encima. Me agaché como si el cuervo del infierno viniera a sacarme los ojos. Un grito agudo de pavor salió de mi tensa garganta.
—¡Joder! —protestó un cincuentón que casi me atropella.
—Perdona.
En mi defensa he de decir que la afición de varios tipos de aves urbanitas por visitar las terrazas hace que sus vuelos sean cada vez más rasantes sobre nuestras cabezas. Suelen tener buenos reflejos, pero ese día podría ser que me topara con un pájaro torpe.
En cada cruce regulado por semáforos sufría una crisis que me paralizaba y me obligaba a comprobar la seguridad del tráfico. Al final, corría de una acera a otra como si me quemara los pies en la arena, ante la cara de asombro de la gente que me rodeaba.
Los intentos por seguir con mi vida de manera normal no surtían efecto. Me doy cuenta de que es una de tantas razones para cerrar esa dichosa página. Ya sé que en estos entresijos de la fe resulta crucial el temor al ser omnipotente al que se venera, sin embargo, tanto temor me carga.
Me puse los cascos inalámbricos para ver si me calmaba. Ahora lo veo como una temeridad: anular el sentido del oído en semejante estado de emergencia no se encontraba entre las primeras opciones lógicas, pero en ese momento lo consideré una buena idea. Evité el death metal, ya que, en mi opinión, era muy adecuado para un accidente gore, y elegí un disco de hard rock.
El riff pegadizo de la primera canción me provocó una tranquilidad casi inmediata.
Jimmy ya no es ese joven soñador.
La vida cruel ha roto su corazón.
Un idiota infiel que, error tras error,
acabó por perder a su único amor.
El aislamiento que conseguí me hizo avanzar rápido e ignorar las señales que con anterioridad habían alterado mi conducta. Un chico en un patinete eléctrico pasó a pocos milímetros de mi espalda. Había decidido tocar su timbre para que me apartara en vez de aminorar la marcha. Lo vi despotricar mientras se alejaba a una velocidad, a mi parecer, fuera de lo normalizado.
Alguien se percató de que estaba tarareando la siguiente estrofa en un imperfecto inglés. Me lanzó un gesto sutil pero evidente con el que me demostraba el poco interés de los demás por mis gustos musicales. Me sentí como si fuera en un coche con la música a tope y las ventanillas bajadas.
Mara, decepcionada, sin su juventud,
apuesta con su alma a favor de la luz
que vio en esa mirada vestida de azul.
Dos aves enjauladas, una vida en común.
El suelo vibró justo cuando llegaba el subidón del estribillo. La canción me tenía ganado y en ese momento era uno más del coro de la banda de rock.
Woah, decían que se amaban,
oh-oh, ninguno, midió sus palabras.
Woah, anhelaban viejos tiempos.
Oh-oh, sus manos entrelazadas.
Esa fuerza imparable que ardía por las noches
y hacía dulces las mañanas.
¿Dónde quedaron? ¿Por qué abandonaron la batalla?
Cuando me di la vuelta, encontré el motivo del movimiento de baldosas: un bloque de hormigón de la obra que condicionaba el tránsito por esa calle había caído unos metros detrás de mí. Los obreros se apresuraron a parar la circulación y lo recogieron de inmediato. Gracias a Dios, no hubo que lamentar ningún daño personal. Me quité los cascos, asustado, y corrí hacia mi destino. No iba a dar más oportunidades al karma para demostrar su saber hacer.
Frené justo al llegar a la peatonal en la que se había montado la feria. El ambiente era espectacular. Personas de todas las edades disfrutaban de los puestos y de las atracciones medievales. Numerosas ofertas gastronómicas hacían las delicias de padres y madres mientras sus retoños se balanceaban en columpios de madera o se preparaban para girar en un tiovivo impulsado por un ingenioso mecanismo que el feriante activaba con esfuerzo y una manivela.
Los miedos sugestionados reaparecieron. Un puesto con apetitosos preñados de chorizo se convertía, en mi mente, en un lugar con contenedores de grasa que amenazaban con dispararla y destrozarme el ojo. La sección de cetrería, llena de picos y garras, me inspiraba escenas grotescas en las que la frase «cría cuervos y te sacarán los ojos» cobraba un realismo insoportable. Las espadas, escudos, hachas y demás armas de la época no ayudaban a apaciguar una imaginación intoxicada con películas, series y cómics en los que proliferaban las amputaciones de extremidades sin ningún miramiento.
Alterado, me dispuse a encontrar a mis amigos, a ver si en compañía me distraía y lograba superar el mal trago. Había demasiada gente para poder localizarlos. Era difícil concentrarse con tanto peligro potencial a mi alrededor. Un niño gritó por alguna razón y yo casi lo imité por acto reflejo. Un ladrido de un perro minúsculo me perforó el tímpano. Una mano en mi espalda acabó sacando ese alarido que estaba conteniendo.
—¿Qué te pasa, tío? —Era Pedro, mi colega.
—Nada, nada. —Forcé una risa.
—Estamos en las gradas para la demostración de tiro con arco y ballesta.
—Qué bien… Yo…
—Venga, que nos lo vamos a perder.
Me guio hasta el lugar donde se sentaban otros dos amigos. El espectáculo estaba a punto de empezar. Lo veíamos desde un lateral, en la tercera fila de una grada con seis alturas. En el medio de una pista de arena, un arquero con los ojos vendados pedía al público que guardara silencio, necesitaba concentrarse en su objetivo. Delante de él, a veinte metros, tenía una manzana sobre una columna de madera de metro setenta. Hizo dos veces la gracia de apuntar a las gradas mientras preguntaba si alguien había dicho algo. Todos reían, menos yo, que me retorcía aterrado en mi asiento.
El arquero movió el pie atado a un cordel y agitó un cascabel que se situaba a poca distancia de la manzana. Respiró hondo y la flecha atravesó la fruta hasta clavarse en una barrera de madera que había más adelante. Todos aplaudimos la hazaña.
Vi a lo lejos pasar a Mónica, mi compañera de trabajo. Me levanté como un resorte para llamar su atención y perdí el equilibrio. Caí dos filas y me di un golpe muy fuerte. La arena que habían echado no amortiguó nada mi caída y, en cambio, me llenó la sudadera de granos y barro. Algún refresco había hecho argamasa con la arena y con los distintos materiales existentes en el suelo.
—Estoy bien, estoy bien —dije mientras me ponía en pie deprisa y me sacudía la ropa. Notaba varios puntos de dolor en mi cuerpo, insignificantes comparados con la brecha en mi orgullo.
—¿Estás bien, tío?
Mis colegas llegaron a mi posición con cara de susto.
—Sí, sí, me he tropezado.
Mónica, al parecer, no se había dado cuenta. No la veía por ningún lado.
—Vaya hostión. Ja, ja.
No podían parar de reír. Las lágrimas fueron inevitables. Me lo iban a recordar durante mucho tiempo.
—Qué cabrones. Voy a ver si encuentro a una compañera de curro.
Creí entender que me habían escuchado, aunque no podía distinguir bien sus gestos entre tanta carcajada.
Me fui en la dirección en la que había pasado Mónica y, tras examinar el laberinto de puestos de artículos artesanos, la localicé: estaba agachada, acariciando a un perrito muy mono. Tras un saludo prometedor y una conversación interesante sobre perros, acabé con una cita para ver en mi casa la última superproducción de Hollywood con ella y con un cachorro de dos meses recién adoptado. Un día redondo en el que gané todos los puntos posibles. Los ataques imaginarios continuaron, pero ella no les dio importancia.
Rayo, mi nuevo compañero de piso, es un torbellino, pura energía.
Por cierto, tengo el brazo derecho escayolado y un parche en el ojo izquierdo. A los dos días de adoptarlo, se me cruzó cuando yo salía de la ducha y me resbalé. Deberían cerrar esa página del diablo para que no ocurran más desgracias. Me costará tres meses recuperarme. ¿Quizás por haber mentido no perdí para siempre el brazo ni el ojo?
Espero impaciente su respuesta.
Jorge
Asunto: karma v2.0. Rectifico.
De: aupa@jorgegarciagarrido.es
Para: iglesiacatólica@santísimatrinidad.es
Hola de nuevo:
Vuelvo a ponerme en contacto con ustedes para que se olviden de mi mensaje anterior. Decidí volver a hacer el test. En este caso, puse la verdad: que había ayudado a mejorar la vida de un ser vivo. Me dio como resultado siete números con los que probé suerte. Soy muy afortunado.
El caso es que han pasado dos meses y aún no he recibido su contestación. ¿Han hecho el test? ¿Por qué nadie responde?
Saludos, Jorge

